—¿Qué te ocurre, hijo? —Había un tono cariñoso en su voz.
Y fue la palabra «hijo» la que hizo que otra vez sucumbiera al llanto, a unas lágrimas incontrolables. El hombre se puso también en cuclillas y repitió con suavidad.
—¿Qué te pasa?
—Esta era la barca de mi padre —respondió al rato Joan. No podía dejar de llorar.
—¿Qué? —exclamó el hombre, sorprendido. Parecía como si le hubieran golpeado.
—¡Esta es la barca de mi padre! —le gritó Joan—. ¡Es la
Gaviota
! Yo ayudé a poner la quilla en la arena sobre tacos de madera y cuando montamos sus cuadernas, parecía el esqueleto de una ballena. La vi crecer y hacerse fuerte hasta convertirse en la mejor barca de la costa.
Y se levantó enfrentándose al hombre. Este le imitó para quedar a su altura.
—¡No puede ser! —exclamó el pescador.
—Yo robé el gato para la barca y fue mi cuchillo el que esculpió a mi padre, aquí lo podéis ver, arponeando a la ballena.
—¿De dónde eres, hijo?
—De Llafranc, mucho más al norte de Barcelona, más al norte de Tossa. Es una aldea de Palafrugell, en el Ampurdán, antes de llegar a Begur.
—Sí, he oído que en primavera, en aquella costa hay quien pesca ballenas rorcuales —dijo pensativo—. Te juro que compramos la barca pensando que fue capturada a enemigos del país.
—Nosotros no éramos vuestros enemigos.
—Siéntate y cuéntame qué pasó.
Se acomodaron frente a frente en los bancos de la barca y Joan a borbotones, entre sollozos, le fue contando la historia.
—¡Cuánto lo siento! ¡Lo siento tanto! —le decía el hombre apenado conforme Joan desgranaba la tragedia.
Tenía los ojos también con lágrimas y al terminar Joan, le explicó:
—La compramos por trescientas libras a una galera de Bernat de Vilamarí, pronto hará tres años. Nos tuvimos que empeñar y aún pagamos los créditos, pero nos pareció una barca muy buena. Nos dijeron que fue capturada a unos pescadores corsos partidarios de Génova y enemigos de nuestro rey.
—¡Bernat de Vilamarí, el almirante del rey!
—¡El mismo!
—¿En qué fecha exacta la comprasteis?
—Un par de meses antes de Navidad. A finales de octubre.
—La barca nunca fue a Córcega —dijo Joan con rabia—. Vino directamente de mi aldea a Sitges.
—¿Así que fueron los nuestros quienes asaltaron tu aldea? —preguntó el viejo aún incrédulo.
—No pueden ser otros. —Joan sentía cómo el odio regresaba haciéndole un nudo en las tripas.
—He oído que ese tipo de cosas ocurrían antes —añadió el hombre—. Y también que Vilamarí recluta tripulaciones a la fuerza. Pero no imaginé que cometiera esas atrocidades con su propia gente.
Joan no respondió. Ocultaba el rostro entre las manos, tenía las mandíbulas tan apretadas que creía que se le rompían los dientes. Cerraba con fuerza unos ojos que lo veían todo rojo. Rojo de sangre. Aún no sabía dónde estaba su familia, pero ya sabía a quién odiar.
—No puedo devolverte la barca —le dijo el hombre—. Vivimos de ella. Pero haré lo que esté en mi mano por ti.
Joan le pidió que le dejara dormir aquella noche en la
Gaviota
y que le llevara con él de pesca el día siguiente. El viejo le dijo que encantado y que cenara con su familia, pero Joan quiso cenar solo en la barca y el pescador le trajo una frazada y un saco de paja para que durmiera mejor. Era verano, había buena temperatura, y aun así el muchacho apenas concilio el sueño. Acariciaba los tablones, sabía que eran de pinos de su aldea que les vieron crecer a él y a sus hermanos y antes a su padre, y que fueron testigos de su felicidad. La barca era como un miembro más de su familia y sentía en ella la presencia de su padre y sus compañeros. Recordó cuando los domingos de verano también iban su madre y hermanos y cómo ella reía salpicando a los niños con el agua. Eran fantasmas de un pasado feliz que revoloteaban a su alrededor y le impedían dormir.
Joan creía en la magia de las palabras. Y que las palabras escritas tenían aún más poder. Al día siguiente, en alta mar, sacó la tinta de un calamar atrapado en las redes y después de arrancar una fina tira de papel de su pequeño libro de aprendiz que llevaba en el hatillo, escribió ayudándose de un anzuelo: «Te quiero, papá. Te vengaré y seremos libres». Bien sabía que aquella barca era un símbolo de libertad para Ramón. Estaba acostumbrado al mar, a su movimiento y la escritura quedó razonablemente bien dada la precariedad de los medios. Lo dejó secar al sol. Y después, besándolo, hizo una bolita y con lágrimas en los ojos lo lanzó entre las olas. Vio cómo se empapaba y se hundía en el mar. Estaba seguro de que su padre oía su conjuro y que este se cumpliría. Después de aquello sintió paz y se durmió en un rincón bajo la mirada paternal del viejo capitán. Aquella segunda noche aceptó cenar con la familia del pescador, que en mucho le recordaba a la suya. Se acostó en la
Gaviota
pensando en su propia familia, en Tomás, en su hija y en el resto de los amigos. Al día siguiente, al despedirse del viejo, le dijo:
—Sois un buen hombre, digno de la barca de mi padre. —Y se abrazaron—. ¡Cuidad a la
Gaviota
!
—Lo haré. Te lo prometo.
Cuando Joan miró los ojos del viejo, vio que también los tenía con lágrimas.
D
e vuelta en Barcelona, Joan acudió a casa de Bartomeu a relatarle lo ocurrido en Sitges. El mercader afirmaba con la cabeza y Joan comprendió que el relato no le sorprendía.
—Vos lo sabíais todo. ¿No es cierto? —le interrogó.
—Sí, pregunté a los pescadores de dónde provenía la barca y me dieron la misma respuesta. Pero era preciso que lo vieras con tus propios ojos, lo oyeras con tus oídos y lo sufrieras en tu corazón.
—¿Quién es ese Vilamarí? El general mercedario dijo que luchó contra los corsarios provenzales, y Abdalá, que le mantuvo cautivo después de hacerle prisionero al abordar una nave genovesa.
—Es almirante de nuestra flota. Muchos le consideran un héroe. Fue decisivo en la victoria del rey en la guerra civil y ha derrotado a los turcos en varias batallas.
—¡Y yo, que odiaba tanto a los musulmanes que deseaba la muerte de Abdalá!
Bartomeu se encogió de hombros.
—Ya ves. Con frecuencia nos equivocamos, es fácil ofuscarse. No hay que prejuzgar a un individuo porque pertenezca a un grupo.
—¿Por qué fray Dionís, el regidor de Palafrugell, dijo que eran moros? —continuó el muchacho sin prestar atención al sermón del mercader.
—He cavilado sobre ello —repuso Bartomeu arrugando el ceño—. Fray Dionís tuvo que identificar la nave como de la flota de Vilamarí desde el primer momento, creo que lo sabía incluso antes de verla.
—Así que pensáis que mintió, ¿verdad?
Recordaba cómo el regidor detuvo la tropa, evitando así socorrer a los cautivos. Nunca se lo perdonaría.
—Sí. —Bartomeu afirmaba grave con la cabeza.
—¿Por qué? ¿Por qué mintió?
—Bernat de Vilamarí es señor de Palau, en el golfo de Rosas, cerca de las islas Medas, de donde el prior de Santa Anna es señor. Ambos son nobles del Ampurdán, vecinos y amigos. Al reconocer la galera del rey, el regidor no se atrevió a atacar, quizá por miedo pero también por la amistad entre su superior y Vilamarí. Decidió ocultar la verdadera naturaleza de los piratas y hablar con el prior. Y por lo visto, una vez enterado este, le hizo guardar silencio.
—¿Y cómo es posible que las galeras del rey ataquen a sus propios súbditos?
—El rey anda corto de fondos, casi todo lo dedica a la guerra de Granada. La prioridad es la flota del almirante Requesens, que bloquea, junto a los castellanos, los puertos musulmanes para evitar que reciban ayuda del norte de África. Cuando Vilamarí está falto de vituallas y no recibe dineros, parece que recurre a la piratería.
Joan se quedó silencioso mientras pensaba. Después repuso entre dientes:
—Y asesina a mi padre, esclaviza a mi familia y roba todo lo que teníamos.
El mercader le miró preocupado. Percibía la angustia, la añoranza, el rencor, el deseo de venganza del muchacho.
—Cuídate, Joan —le dijo suavemente—. Que el odio que sientes no te destruya.
Pero el muchacho estaba sumido en sus pensamientos, no le escuchaba.
—¿Creéis que Bernat de Vilamarí estaba en aquella galera?
—Quizá no. Un almirante se acompaña de más naves.
—Pero debía saber lo que sus hombres hacían.
Bartomeu hizo un gesto ambiguo.
—¿Has oído la expresión de que la mano derecha no ha de saber lo que hace la izquierda?
—No.
—Vilamarí juega al juego que el rey le obliga y el soberano le exige mantener la flota lista. Cuando el rey recibe quejas de los perjudicados le reprende, le amenaza e incluso le castiga. Hace tres años ordenó reducir la flota a la mitad porque no había dinero para mantenerla. Pero si aparecen corsarios o turcos, quiere que Vilamarí esté listo para la batalla. Cuando los turcos asediaron Rodas, ¿quién crees que rompió el cerco con suministros y refuerzos, salvando así la isla? El almirante Bernat de Vilamarí.
Joan calló pensativo, aquello era muy complicado. Los asesinos de su padre, la gente más miserable del mundo para él, eran héroes para otros. Pero eso no importaba. Eran los culpables de su desgracia y tomaría venganza.
—¿Dónde está ahora la flota de Vilamarí?
—En el sur de Italia. No los encontrarás en tus visitas a las tabernas.
—Algún día volverán a Barcelona —repuso el muchacho con determinación—. Esperaré.
Joan no abandonaba la esperanza de ver a Anna de nuevo y dos días después de su regreso de Sitges, se la encontró en la fuente. Mantuvo la distancia cauteloso, aunque percibió que ella le buscaba con la vista y cuando sus miradas coincidieron, Anna desvió la suya de inmediato. Él no hizo ademán de acercarse, pero la sonrisa fugaz con la que la muchacha le obsequió le hizo feliz. ¡No estaba ofendida por su impetuosa declaración! Después de llenar sus cántaros y de seguirse a distancia se encontraron en el callejón. A pesar de que sus padres hablaron con ella, estaba decidida a mantener su relación, aunque con mucha cautela. Solo podrían hablar en contadas ocasiones, cuando no hubiera gente en la plaza y sus encuentros en el callejón serían breves. Si sus padres supieran que su relación furtiva continuaba, la encerrarían en casa. Ella no hizo comentario alguno sobre su declaración de amor y él no insistió, pues temía una respuesta parecida a la de la vez anterior. Se despidieron pronto pero Joan regresó feliz al taller. Aun así la plenitud que antes experimentaba empezó a convertirse en desasosiego en los días siguientes. Sabía que los padres de Anna buscaban marido para ella y a él no le bastaba ya el juego de miradas y sonrisas disimuladas, ni siquiera sus encuentros fugaces en el callejón. Necesitaba mucho más, un beso, un abrazo. Pero sabía que era imposible.
La presencia de la nueva Inquisición se hizo notar. El temor de los conversos aumentaba y huían de la ciudad, aunque ahora en menor medida y de forma clandestina. Los soldados del rey tenían orden de los inquisidores de evitar las fugas, pero los de la ciudad las consentían.
Los inquisidores daban sus sermones sin que nadie se opusiera y caldeaban el ambiente contra los conversos que habían pasado a ser sospechosos de mantener prácticas judaizantes. Felip decidió olvidarse de los judíos para acosar a los conversos, intocables antes pero inquietos ahora. Gran parte de los joyeros lo eran y el matón se paseaba con los suyos por la calle Argentería intimidándolos para obtener pequeños regalos o comprar algunas piezas casi por nada. Era temido y empezó a manejar información sobre el origen judío de algunas familias. Después de casi cien años de integrarse en la comunidad cristiana sin que nadie los molestara, de pronto los descendientes de los judíos pasaban a ser sospechosos.
Durante el descanso de después del almuerzo de aquel día, Joan hablaba con Abdalá cuando sintió una extraña sensación cercana a un presentimiento. Felip y los suyos habían salido ya a dar un paseo, Joan se apresuró hacia la plaza de Sant Just para alcanzarlos y los vio allí. Distinguió a lo lejos a Anna en la fuente y supo lo que iba a ocurrir. Apretó el paso, pero el matón había llegado antes.
—Hola —le dijo Felip a Anna.
El cántaro de la muchacha se estaba llenando, ella le miró brevemente sin contestarle y esperó a que la vasija estuviera casi llena para cargar con ella e irse con la mirada baja. Le reconoció. Era uno de aquellos muchachos a los que ella había ignorado una vez tras otra. Él le cortó el paso.
—¿No sabes que las judías debéis llevar un círculo amarillo y rojo? —le dijo.
—Os equivocáis —repuso ella—. No soy judía, soy cristiana.
—Tenéis que llevar un círculo aquí.
Y al decirlo le manoseó un seno. La muchacha, sobresaltada, quiso escapar, pero otro de la banda le cortó el paso.
—¡Déjala! —gritó Joan, que ya corría hacia ellos.
El pelirrojo le vio llegar, observó cómo ella le miraba y supo de inmediato que había algo entre los jóvenes. Mostró una sonrisa maliciosa y agarró con fuerza las nalgas de la chica, que en su intento por escapar le daba la espalda. Se frotaba contra ella en pose obscena, mientras le decía:
—¡Que no eres cristiana, que eres hebrea!
Ella se revolvió para zafarse y el cántaro cayó al suelo haciéndose pedazos al tiempo que Joan llegaba y le propinaba a Felip un empujón para apartarle de Anna.
—¡Te he dicho que la dejes!
Todos se quedaron mudos de asombro. ¿Cómo podía Joan atreverse con Felip? ¿Se habría vuelto loco?
—No la voy a dejar —repuso el matón, agarrándola ahora de un brazo—. ¿Qué vas a hacer?
—¡Que la dejes, malnacido! —Y le empujó con ambas manos y todas sus fuerzas.
Felip perdió el equilibrio y Anna, librándose de él, aprovechó para escapar.
—¡Cogedla! —ordenó—. Y a él también.
Uno de los muchachos agarró a la chica y Joan notó que le sujetaban los brazos por la espalda. De inmediato el puño de Felip se estrelló en la cara del chico, que intentaba soltarse sin conseguirlo, y después otra vez y otra.
—¡Para que aprendas a obedecerme!
Le golpeó en el estómago y Joan se dobló. Anna contemplaba horrorizada la escena forcejeando para escapar.
—¿Sabéis? —dijo entonces el matón—. ¡Al remensa le gusta la judía! ¡Pues le vamos a hacer un favor, bajadle las calzas!