—Dime qué te pasa —le requirió con dulzura el maestro.
Y Joan no pudo resistir más y con lágrimas en los ojos le contó los abusos de Felip y el terror que le producía la amenaza contra Anna.
El viejo escuchó atentamente y después se quedó pensativo.
—El miedo nos hace más esclavos que las cadenas; el miedo y también la ignorancia —dijo al fin—. No puedes continuar viviendo con ese temor.
—Sí, ya lo sé. Eso era lo que decía mi padre —repuso el chico, desconsolado—. Pero ¿qué puedo hacer yo? Él es mucho más fuerte. Me dio una paliza, me humilló delante de todos, me robó la dignidad.
Abdalá le observó sopesando con calma sus palabras.
—Te ha quitado la dignidad, amenaza a la mujer que amas, te tiene aterrorizado... —Había un tono perentorio en la voz del viejo—. ¿Y tú se lo vas a permitir?
—¿Yo?
—Mira, Joan. Me he fijado en que ya casi eres tan alto como él.
—Pero me dio una paliza...
—Te pudo no por su tamaño, sino porque mientras tú tratabas de apartarlo de ella, su objetivo era dañarte. Y lo hizo. Además, dices que tuvo ayuda, ¿verdad? ¿Qué hubiera pasado de estar los dos solos y tú preparado para pelear?
Joan quedó pensativo.
—¿Te hubiera hecho lo que te hizo?
—¡No! —afirmó el aprendiz, seguro.
—¿Entonces? —continuó Abdalá—, ¿piensas seguir viviendo en el temor?
—Pero él es el jefe de la banda. No podré enfrentarme solo a él, están los demás.
Abdalá sonrió.
—Bien, ya empiezas a pensar que puedes, o al menos que tienes posibilidades de ganarle si está solo. Decide si quieres librarte del miedo o vivir siempre con él. Y cuando lo sepas habla conmigo. Ahora volvamos al trabajo.
Joan regresó a su tarea confuso. ¿Qué importaba lo que él quisiera? El grandullón le rompería los huesos si se enfrentaba a él. Era lógico que le temiera. Pasó el resto del día durmiéndose sobre su mesa y corrigiendo los borrones que, extraño en él, se producían en su escritura. No dejaba de rumiar las palabras de Abdalá, pero no creía que aquel pacífico intelectual le pudiera ayudar.
Tuvo que soportar otra vez en la cena el acoso constante de Felip Y aquella noche la pesadilla del matón atacando a la muchacha le despertó varias veces.
Durante la mañana siguiente no podía concentrase en el trabajo. Al final se acercó a su maestro y le dijo:
—Abdalá. Quiero librarme del miedo.
El maestro lo miró atentamente antes de hablar.
—Para librarte del miedo deberás enfrentarte a la causa de este —dijo al fin—. ¿Y quién es la causa de tus temores?
—Felip.
—¿Sabes que si te enfrentas a él y pierdes, es capaz de matarte?
—Sí.
—Dime entonces, ¿por qué estarías dispuesto a jugarte la vida?
Joan pensó en ello. Su existencia se había convertido en algo miserable. Quería conservarla para poder rescatar a su familia y vengarse de los asesinos de su padre. Y también quería vivir para ver de nuevo la sonrisa de Anna, para llegar a leer libros con libertad, para proteger a su hermano... Había mil cosas por las que vivir. Pero sabía que para gozar de todo ello debía vencer aquel miedo punzante.
—Quiero dejar de sufrir al pensar en lo que le puede hacer a Anna, y que no me humille más.
—¿Sientes rabia recordando lo que te hizo?
—Sí, mucha. —El muchacho apretaba sus mandíbulas.
—Bien, muy bien —repuso el maestro—. Ahora escúchame con atención: es bueno, muy bueno que sientas rabia, cuanta más mejor; el miedo es fácil de trocar en odio, hazlo. Pero debes actuar con frialdad.
Y le explicó que para ganar una batalla la primera condición necesaria era el deseo inquebrantable de vencer. Su rabia y su miedo eran buenos combustibles para mantener aquel deseo. Tenía que recordar lo que el matón le hizo y la amenaza que representaba para Anna. Y cuando derribara a Felip no debía darle tregua, sino llegar a las últimas consecuencias. Sin matarlo, claro.
—Piensa en ello y vuelve cuando creas que tu voluntad de vencer es mayor que la de tu rival.
Joan ocupó sus pensamientos el resto de la mañana en repasar las humillaciones que le infligía el matón y en su miserable vida desde que este amenazara a Anna. Su miedo se transformaba en deseo de castigar al grandullón, de que cambiaran las tornas, de que le temiera a él. Conforme rememoraba los insultos, los desdenes, las humillaciones, su determinación crecía. Antes de la comida se acercó de nuevo a Abdalá y le dijo:
—Quiero darle una lección. No hay nada que desee más.
Abdalá sonrió y dijo que era el momento de bajar a comer, que ya hablarían de ello. La respuesta decepcionó a Joan, que deseaba tratar el asunto de inmediato. Aun así, las cosas habían cambiado para él. Sentía que podía enfrentarse al pelirrojo con éxito.
Después del descanso del almuerzo cada uno ocupó su mesa y empezaron a trabajar.
—¿Aún sientes que tu voluntad es mayor que la suya? —le preguntó Abdalá al rato.
—Sí, maestro —repuso Joan levantándose de su mesa para acudir a la del musulmán.
—Por mucho que sea tu deseo, Felip es todavía más fuerte —le dijo mirándole por encima de sus gafas.
—Pero ¿entonces...?
—Entonces necesitas algo más.
—¿Qué?
—Necesitas tener tu acción bien preparada y cogerle por sorpresa.
Joan calló mientras intentaba entender el significado de aquello.
—Sí, recuerda —le dijo el maestro—. Tú querías apartarle de la muchacha. Pero él te golpeó varias veces antes de que pudieras reaccionar. Te cogió por sorpresa.
El aprendiz afirmó con la cabeza. No esperaba una reacción tan violenta de Felip cuando quiso apartarlo de Anna.
—Y después ordenó que te sujetaran, él sabía que le obedecerían y le obedecieron. Dominaba perfectamente la acción de conjunto. Tú, en cambio, estabas a su merced. Ahora piensa en qué puedes hacer tú para dominar la acción de conjunto y para que el factor sorpresa esté a tu favor.
Joan regresó pensativo a su mesa.
—¡Ah! —le dijo entonces el maestro—. Se me olvidaba. Te he visto en la comida mirándole de frente, sin agachar la cabeza. ¡Te equivocas! Sigue actuando como si le temieras, no le avises.
Joan pasó de tener sus pensamientos dominados por la angustia y el temor a ocuparlos en diseñar un plan. De cuando en cuando interrogaba a Abdalá y este sonreía satisfecho al adivinar los derroteros del pensamiento del aprendiz.
—Abdalá —preguntó un día Joan—, vos me dijisteis que no erais hombre de armas. ¿Cómo sabéis de la guerra? ¿Por qué me animáis a luchar?
—No me gusta la sangre —repuso—. Prefiero las letras, pero también tuve que empuñar las armas y combatir en batallas. A veces un hombre se ve obligado a luchar por su dignidad.
—Es curioso que lo digáis vos, que sois esclavo.
—Lo soy porque eso dicen, aunque yo vivo la vida que amo.
—¿Seguro que no deseáis volver a vuestra hermosa Granada?
—Hubo un tiempo en que solo quería eso, pero ya no. Nadie me espera allí. Las luchas entre hermanos agotaron aquel glorioso reino. Granada está sitiada y no quiero ser testigo de su capitulación. Prefiero vivir con mis libros y soñarla como era.
Joan asintió e inclinó su cabeza con respeto, pero sus pensamientos retornaron de inmediato a Felip y a sus planes. Ya tenía decidido el día.
L
a tropa de Felip se situó en un promontorio a la espera de sus enemigos para la batalla de piedras del domingo. Su enseña azul estaba clavada en el suelo y a Joan le latía el corazón acelerado.
—Ya llegan —gritó un muchacho al divisar el pendón rojo de la calle Regomir.
Joan esperó a que estuvieran más cerca y entonces, acercándose a Felip, le descargó un fuerte golpe en el escudo de madera con su estaca. El sonido hizo que todas las miradas convergieran en Joan. Se hizo el silencio.
—Te reto —dijo el chico. El matón le miró sorprendido.
—¿Te has vuelto loco? —dijo al final con una carcajada—. ¿No tuviste suficiente con lo del otro día, remensa? Esta vez te voy a capar.
—Te desafío —insistió Joan—. Y si no aceptas, dejarás de ser el jefe de la banda.
—¡Cogedle! —ordenó Felip.
Joan dio un paso atrás, mientras blandía su cachiporra amenazante a su alrededor para evitar que se le acercaran. Alguno había dado ya un paso adelante para prenderle.
—¡Apelo a la ley de bandas! —gritó—. Un desafío es solo entre dos, nadie más puede intervenir.
—Pero tú no eres... —empezó a decir Felip.
—¡Es verdad! —gritó Lluís—. Eso dicen nuestras leyes. Tiene derecho a retar al jefe.
Felip le lanzó una mirada asesina, pero varios de los muchachos secundaron a Lluís.
—¡Cumple la ley! —le gritaron.
Incluso los más afines a Felip afirmaban con la cabeza, esa era la ley. El matón se vio en minoría y supo que debía aceptar.
—De acuerdo —dijo—. Pero te acordarás de esto toda tu vida. Te arrancaré los cojones con los dientes.
Joan se estremeció, le sabía capaz de eso. Notaba la sangre en las sienes y se dijo que no era momento para el temor. Voluntad de vencer.
—El reto es a diez pedradas y sin escudo a una distancia de ochenta pasos —dijo con voz firme.
—Yo quiero que sea a puñetazos —repuso Felip.
—Pues la ley dice que primero las piedras porque reta Joan y después los puños —aclaró Lluís.
Los demás afirmaron. Los de la calle Regomir se habían situado en su zona de batalla a una distancia de cien pasos y gritaron que estaban listos.
—¡Tenemos un desafío aquí, se pospone la batalla! —les gritó Lluís.
Aquello pareció gustar a los de la enseña roja, que dejaron escudos y porras en el suelo para acercarse amistosamente y contemplar el duelo.
Joan y Felip se separaron para escoger sus piedras y al cruzarse el matón le increpó con todo tipo de amenazas e insultos, que Joan le respondió con tanta o más agresividad. «Voluntad de vencer —se decía—, ¡venceré!»
Cuando estuvieron listos se colocaron a la distancia que midió Lluís, convertido en árbitro, dentro de unos círculos de los que no podían salir. A la voz de ya, Joan apuntó y tiró la primera piedra, que el pelirrojo esquivó con dificultad. El chico sabía que era mucho mejor con las piedras, así que empezó a tirarlas sin dar tiempo a reaccionar al otro, que por temor a la mejor puntería de Joan las lanzaba sin demasiada precisión. A la cuarta piedra Joan alcanzó el hombro de Felip, que dejó escapar un ¡ay! quejumbroso. Aquella era la oportunidad que Joan esperaba y no se detuvo. Con la sexta le acertó de nuevo, esta vez en la rodilla. El grandullón estuvo a punto de caerse pero alcanzó la pierna izquierda de Joan. El chico gritó de dolor y los muchachos creyeron que se desplomaba, parecía tener la pierna rota. Aun así, eso no le detuvo y la octava piedra impactó en la cabeza de Felip. El jefe de la banda tuvo la fortuna de que solo le diera de refilón. Un impacto pleno le hubiera tumbado, pero solo sangraba.
Incapaz de esquivar y lanzar al mismo tiempo, el pelirrojo, con expresión ausente, se mantuvo estático a la espera de que Joan lanzara las dos que le quedaban. Esquivó la novena y la décima le golpeó en el tronco sin causarle un gran daño.
Una vez desarmado su enemigo, Felip se concentró en su puntería. Ninguno de los dos podía salir de su círculo y el matón amagaba tiros para lanzar después tratando de sorprender, pero Joan esquivó la novena piedra al igual que las anteriores.
Ensangrentado y rabioso, Felip contempló la piedra que le quedaba en su mano. Una vez la lanzara, debían encontrarse a mitad de camino para terminar el combate a puñetazos. Pero en lugar de arrojarla, el matón se puso a andar hacia el punto central sosteniéndola en la mano. Joan, sin moverse, gritó a su contrincante:
—¡Tira la piedra!
El pelirrojo llegó al punto medio y Joan continuaba dentro de su círculo. Sabía que al matón le gustaba golpear con una piedra en la mano. Recordó la saña con que pegó a fray Nicolau; solo un milagro hizo que el eclesiástico sobreviviera.
—¡Tira la piedra! —le gritaban algunos de los chicos.
Felip, situado en el centro, le hizo un gesto a Joan para que se le acercara.
—¡Ven! —le dijo—. Ven aquí, malnacido, si tienes cojones.
—¡Deja caer la piedra antes! —repuso Joan negando con la cabeza.
Entonces Felip se puso a correr hacia él bastante rápido, a pesar de cojear, blandiendo en su mano aquel trozo de roca. Joan escapó en dirección contraria; los espectadores, con el alma en vilo, vieron que arrastraba la pierna, tenía que dolerle mucho, pero si el pelirrojo le alcanzaba, le machacaría. Todos gritaban y el chico notaba que tenía el matón ya encima. Al llegar a un árbol se protegió detrás del tronco, mientras Felip caía ya sobre él. Justo entonces Joan se agachó, sacando de entre unas matas un escudo y una cachiporra. El grandullón frenó en seco y su cara ensangrentada mostró miedo. Su piedra de nada le servía si su oponente podía cubrirse con el escudo y golpearle con el palo. Dio la vuelta para escapar y la persecución se invirtió, solo que ahora, para sorpresa de todos, el chico corría más y mejor. El primer golpe lo recibió Felip en el hombro que sostenía la piedra. Intentó girarse y golpear con ella, pero solo alcanzó al escudo y el siguiente cachiporrazo le dio en la cabeza. Fue entonces cuando soltó el pedrusco. Cuando Joan le propinó el siguiente golpe, cayó al suelo. Los muchachos los rodeaban gritándole que tirara el palo. Obedeció solo después de propinar un sonoro porrazo al cráneo del caído, y con toda la rabia que había guardado durante tanto tiempo empezó a patear el cuerpo por la espalda, para que no pudiera revolverse, y a continuación, montado en él, le dio con los puños hasta que estos le sangraron.
—¡Déjalo! —oyó que decían—. Ya basta. Le vas a matar.
Lluís y otro muchacho le apartaron del cuerpo hecho un ovillo y ensangrentado de Felip. No decía nada, era un guiñapo.
Joan comprendió que suya era la victoria y levantando los puños llenos de sangre gritó y rugió hasta quedarse sin voz. Como un animal salvaje.
Cuando dejó de aullar, muchos gritaron y aplaudieron. Un tirano había caído y varios muchachos, tanto de los rojos como de su propia banda, aprovecharon para propinar patadas al cuerpo inerte y a punto estuvieron de lincharlo. Estaba inconsciente y hubo que improvisar unas parihuelas para trasladarle hasta la casa de los Corró. El amo le vio tan mal que hizo llamar a un médico para decidir si debían llevarlo al hospital. Los aprendices dijeron que se había caído, pero ni los creyeron ni inquirieron más.