Ambos le miraron sorprendidos. Se habían olvidado de que estaba en la sala.
—Hermanos, por amor de Dios, por caridad —suplicó fray Jaume juntando las manos y bajando la voz, humilde—. Tenemos a dos niños que la Providencia nos ha confiado, hay que protegerlos. De lo contrario el Señor nos castigará.
El tono del fraile y su invocación al Ser Supremo parecieron calmar unos ánimos próximos a la agresión física. Los contendientes habían ido demasiado lejos y la llamada a la responsabilidad surtió efecto. Desinflados, miraron a aquel monje de aspecto bonachón con la esperanza de encontrar salida a la maraña de reproches en la que con tanta frecuencia se enzarzaban.
—Fray Antoni, aceptad como acordamos a los chicos con la condición de que trabajen en el huerto. Bartomeu dijo que encontraría trabajo para el mayor, que así pagará su sustento. Y vos, prior Gualbes, dadnos dos raciones más de vuestra parte. Cumpliréis con Dios y con los hombres. ¿Qué dirían los fieles si abandonamos a dos huérfanos que nos envía vuestro señorío de Palafrugell? ¿Y si se enteran vuestros superiores del Santo Sepulcro en Perusa? ¿Qué diría nuestro rey don Fernando de saberlo?
—De acuerdo —se apresuró a responder el prior—. Aunque solo hasta los catorce años.
—Que así sea —dijo fray Antoni—. Pero que Gualbes no se retrase en las entregas como acostumbra a hacer.
—Chicos, besad la mano al prior —dijo fray Jaume, con prisas. Quería salir cuanto antes de aquel lugar.
—Aprended a obedecer, por vuestro bien —les advirtió Gualbes, malhumorado, a modo de despedida.
—Esos dos siempre están como el perro y el gato —bufó fray Jaume mientras salían—. Esa discusión no era por vosotros, hijos míos, era algo suyo.
Los llevó al huerto y los hizo sentar en el margen de la balsa de riego, desde donde podían ver el borriquillo haciendo girar la noria y la arboleda.
—Ahora contadme qué pasó en Palafrugell —les pidió—. No me interesa lo que pone en la carta de fray Dionís. Ya le conozco. Quiero saberlo de vuestra boca.
Lentamente, apenado, Joan fue desgranando su vida anterior al asalto, la desgracia y lo que después ocurrió. Gabriel intervenía a veces para aclarar algún detalle, ambos confiaban en aquel fraile barrigón aficionado a la cocina. Este iba asintiendo, poniendo caras y soltaba alguna exclamación de solidaridad de cuando en cuando.
—Gracias. Ahora ya lo sé todo —les dijo al final—. Aquí estaréis bien un tiempo, pero ya sabéis que hay que obedecer y seguir las reglas. Oísteis la discusión, la economía no es buena y proveer la despensa es tarea ardua. Hace dos años el conflicto entre la comunidad y el prior fue tan grave que este y el suprior llegaron a las manos. Tuvieron que intervenir los consejeros de la ciudad y los superiores de la Orden del Santo Sepulcro que están en Perusa, Italia. Al final firmamos un documento de concordia haciendo las paces.
Joan sacudió la cabeza, incrédulo. Incluso en su ignorancia sabía aquello de que algunos, tras una vida agitada, se retiraban a la paz de un convento. Y en aquel lugar había de todo menos paz.
—Pues necesitaréis pronto firmar otro, ¿verdad? —inquirió mordaz.
El fraile estalló en risas. Después hizo una pausa mirando a Joan con suspicacia.
—¿Sabes? —dijo—, eres demasiado listo para tu edad y eso te va a traer problemas.
B
artomeu acudió aquella tarde a rendir cuentas al prior Gualbes y después fue a ver a los chicos. Los encontró trabajando en el huerto bajo la tutela del campesino del monasterio.
—Buenas tardes, mis marinos favoritos —los saludó con sorna.
—¡Bartomeu! —exclamaron felices al verle.
Dejaron en el suelo el capazo que cargaban y fueron corriendo a su encuentro.
—¡Un momento, un momento! —los detuvo con una sonrisa—. No voy a permitir que, por muy santa que sea esta tierra, manchéis con ella mi jubón nuevo.
Bartomeu vestía de verde oscuro sobre calzas granates y se ceñía con un cinto de cuero con broche de plata. El jubón se abría en el cuello para mostrar una camisa blanca y una cadena de oro de la que pendía una ramita de coral rojo de buen tamaño. Del cinto colgaban daga y espada y una bolsa, que a juzgar por su aspecto andaba bien provista. Unos zapatos de cuero, un gorro verde a juego con el jubón y guantes granates completaban su atuendo.
Fuera de Gualbes, los hermanos no habían visto nunca a nadie tan bien vestido y Joan lo relacionó de inmediato con la entrevista con el prior. Sin duda Bartomeu sabía cómo tratar al eclesiástico.
El mercader revolvió el pelo a Gabriel y le dio unas palmaditas a Joan a modo de saludo, interesándose por su vida en su nueva casa. Después le dijo al mayor:
—Aséate y ponte tus ropas de domingo, que te he encontrado trabajo.
Joan corrió alborozado a vestirse, deseaba salir del encierro que representaba el convento. Poca ropa tenía para elegir. Cambió las albarcas de cuero que le prestaron para el huerto por sus alpargatas de cáñamo, con las que aún le disgustaba andar, pues prefería ir descalzo. Después se puso su camisa limpia y encima la saya oscura, que se ciñó con un cordón.
Cuando salió al bullicio de la calle, Joan se dijo que a pesar de que el convento estaba en la ciudad, eran mundos distintos. La gente iba y venía, había tiendas, se cruzaban con carruajes. Aunque Bartomeu siempre decía que Barcelona vivió tiempos mejores, para Joan todo era nuevo, mantenía sus ojos abiertos y cualquier cosa era motivo de asombro y aprendizaje.
—Pronto cumplirás los trece, pero hasta los catorce no puedes ser aprendiz —le dijo Bartomeu—. Además, ser aceptado como aprendiz de un oficio requiere que gente conocida responda por ti.
—Entonces, ¿qué voy a hacer?
—Vas a ser mozo de la librería de Antoni Ramón Corró.
—¡Una librería!
—No creas que encontrar ocupación para un chiquillo resulta fácil en los tiempos que corren. Pero Antoni Ramón es mi socio en la venta de libros.
—¿Y qué es ser socio?
—Ya sabes que soy comerciante y además administro los intereses del convento de Santa Anna. Y aunque vendió mucho de lo que tenía, aún conserva posesiones desde las islas Medas hasta Valencia, pasando por Palafrugell, Tortosa y Garraf. Así que viajo por la costa a cuenta del priorato y aprovecho para comprar y vender mercaderías, pero mi especialidad son los libros. Cuando vendo libros de Corró me quedo un porcentaje y es así como somos socios.
—Pero ¿no debería el prior administrar el convento personalmente?
Bartomeu soltó una risita divertida y repuso:
—Cristòfol de Gualbes es noble y me encarga a mí, un bachiller titulado por la Universidad de Lleida, la administración y el comercio.
—El otro día discutieron el suprior y el prior por dinero. Gualbes decía que los frailes debían cultivar el huerto, el suprior se ofendió y dijo que lo cultivara él y el prior se enfadó aún más. Así que al final a quienes mandaron a trabajar al huerto fue a mi hermano y a mí.
Bartomeu rio de nuevo.
—Lo mismo pasa con la administración: el prior no la considera digna, pero a mí me gusta.
—El suprior dice que hay tres tipos de gentes. Los militares y nobles, cuyo trabajo es defender al pueblo con las armas, y que no pueden cultivar la tierra; los eclesiásticos, cuya misión es rezar a Dios y que tampoco pueden; y los demás, que sí que pueden. No lo entiendo. Entonces, ¿qué hacéis vos?
—Bueno, bueno. Están anticuados, eso era antes, cuando las cosas eran muy simples. Guerreros para luchar, eclesiásticos para rezar y campesinos para dar de comer a los demás. Ahora es más complicado, hasta los campesinos ricos le compran títulos de nobleza al rey y hacen que otros se deslomen trabajando las tierras. Mientras, los pobres payeses de remensa están en guerra por su libertad, y no solo contra los nobles, sino contra los payeses ricos aspirantes a nobles que los someten. Los artesanos y los comerciantes somos clases distintas, hemos existido siempre, pero hoy somos mucho más importantes y llegará un día en que les podamos a los nobles.
»Tú pórtate bien, cumple en todo y en menos de dos años serás mi aprendiz, después oficial, y cuando seas maestro fabricarás libros hermosos. Y si alguna vez llegas a tener tu propia librería, entonces no solo serás artesano, también serás comerciante.
—Y mi padre, que pescaba, ¿qué era?
—Era un hombre libre, tenía su propia barca y requería de conocimientos y técnicas. Eso es un oficio.
—¿Y aprenderé a leer? —preguntó Joan ilusionado.
Bartomeu guardó silencio y se detuvo. Miró al chico de frente y le dijo:
—No, no podrás. Al menos de momento.
—Pero ¿cómo puedo ser librero sin saber leer?
—El negocio principal del librero Corró y de los demás del oficio es atar los pliegos de papel o pergamino en blanco y ponerles unas tapas, que a veces son muy lujosas. Las ventas de libros en blanco, las plumas, tinta y demás materiales para escribir se han mantenido bien a pesar de pestes y guerras. Los sacerdotes los necesitan para inscribir fallecimientos, bodas y bautizos; se precisan para testamentos, para pleitos, para llevar las cuentas de los negocios o las actas de la ciudad. Para encuadernar libros en blanco no necesitas saber leer.
—Pero para ser un librero de verdad sí —insistió Joan tozudo—. Yo quiero aprender.
—Mira, para tratar con libros escritos no solo debes saber leer, sino también latín hablado y escrito, y conocer algo de los clásicos. No creo que eso esté nunca a tu alcance.
Joan le miró decepcionado. Recordó el magnífico libro expuesto en la librería de la calle Especiers y las hermosas letras que para él eran misteriosos signos incomprensibles. Quería conocer los mundos ocultos que los libros escondían entre sus páginas.
—¡Yo quiero!
—¡No! —repuso muy serio Bartomeu—. ¡Ni vuelvas a mencionarlo! No vas a aprender a leer. ¿Me oyes?
Le puso una mano en el hombro y le sacudió.
—¿Me has oído?
El muchacho nunca había visto a Bartomeu con aquella expresión enojada y autoritaria. Asociaba al comerciante con una sonrisa, con bromas que le hacían reír; estaba sorprendido por el cambio y le dolía la mirada fiera del que antes creía su amigo.
—¿Me has oído? —repitió Bartomeu.
—Sí, pero no entiendo…
—¡Obedece, Joan! Debes aprender a obedecer y si no lo entiendes, te devuelvo ahora mismo al huerto del convento. ¿Vas a obedecer?
El chico apartó la vista de los ojos de Bartomeu, que se clavaban en los suyos, y bajó la cabeza. Le dolía su tono, que le amenazara, pero sobre todo temía que dejara de quererle, que los abandonara a él y a Gabriel, que no les volviera a sonreír nunca más. No podría soportarlo.
—Sí, obedeceré —respondió con lágrimas en los ojos.
—Buen chico —repuso el mercader, cogiéndole ahora del hombro con cariño y continuando el camino—. Si no cumples con lo que te ordene, el librero Corró te echará de inmediato de su casa. Que te quede claro. Sé que tuviste problemas con el regidor de Palafrugell y no quiero que se repitan aquí. Quizá no tengas otra oportunidad en tu vida de llegar a ser un artesano.
Anduvieron un tiempo en silencio y de repente Bartomeu le dijo:
—Si cumples bien los primeros días, quizá te enseñen a escribir.
—¿Escribir? —exclamó Joan con sorpresa—. ¿Cómo se puede escribir sin saber leer?
Bartomeu se detuvo y de nuevo se encaró al chico mirándole inquisitivamente.
—Esa es la razón por la que pude encontrarte un trabajo.
Joan calló a la espera de que se explicase. Estaba demasiado sorprendido para coordinar ni siquiera las preguntas.
—Antoni Ramón Corró no necesita un mozo, pero le hablé de tu habilidad artística y le mostré algunas de las figuras de madera que tallas. Creemos que con un poco de práctica serás capaz de aprender caligrafía, ya sea gótica o italiana. Y si confirmas tu habilidad, el librero Corró te hará copiar algunos libros, le iría bien un buen copista.
—Pero sería mejor copista si supiera leer.
—¡De eso ya hemos hablado! —Volvió el tono duro—. Y no es así. Las letras son dibujos y tú solo tienes que copiar esos dibujos. ¿No entiendes que precisamente le pude convencer porque serías un copista que no sabe leer?
Era extraño, se dijo Joan; aquel era un mundo desconocido para él. Pero su futuro dependía de obedecer y decidió guardar sus preguntas para otro momento. Temía que Bartomeu se enfadase de nuevo.
J
oan anduvo al principio disgustado por el incidente con Bartomeu, pero la ciudad le fascinaba y pronto su atención se dispersó hacia todo lo que su vista, oído y olfato le traían. Le asombraba ver tanta gente, tan distinta, y que él no conociera a nadie. En la aldea y en el pueblo de Palafrugell se conocían todos y ese anonimato de la gran ciudad se le antojaba extraño. Además, le sorprendía que todos los hombres bien vestidos llevaran la cara afeitada como los eclesiásticos.
Al cruzar frente a la puerta que daba al claustro de la catedral vio a dos ciegos que cantaban pidiendo limosna, acompañándose de una guitarra y unas sonajas. Los soldados de la entrada del palacio de la Generalitat no eran los mismos del día anterior y volvió a maravillarse con el lienzo de pared esculpido dominado por el medallón de San Jorge. Al final llegaron a la plaza de Sant Jaume, y Bartomeu le guió hacia la calle de Especiers. Casi tocando a la plaza estaba su destino: la librería de Ramón Corró. Era la misma que atrajo su mirada el primer día y el mismo libro iluminado, con el espléndido dibujo que le cautivó, presidía aún la entrada. Estaba montado en un atril móvil, situado en ese momento en la calle, protegido del sol por un pequeño toldo rojo. Joan pensó que debía de ser muy valioso y que era todo un reclamo para la vista de los transeúntes. Una banca colocada por delante del libro hacía de mostrador y en ella se exponían otros libros, algunos con hermosas cubiertas de piel, otros abiertos enseñando sus páginas en blanco. Los más, amontonados, eran simples pliegues de hojas cosidas con tapas acartonadas, sin duda mucho más económicos. También había una buena selección de blancas plumas de oca con el corte preciso para escribir, alguna de faisán e incluso varias plumillas metálicas montadas en mangos de madera. Detrás del mostrador, cerca del hermoso libro, había una mujer de mediana edad de labios finos y ojos oscuros que vestía una gonela de buen tejido y cubría su cabeza con una toca. Su semblante se iluminó al ver a Bartomeu.