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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (8 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—Las especias son muy importantes en Barcelona —les explicó Bartomeu con el entusiasmo de un experto cocinero—. Nos gusta comer bien, incluso en un año de malas cosechas como este, o de miseria como la que arrastramos desde la guerra civil. Usar bien las especias es una ciencia y si hay poca comida o no está en buenas condiciones, hacerla suculenta resulta todo un arte.

Aquellos olores, la mayoría desconocidos, extasiaban a Joan, que trataba de seguir la conversación del mercader mientras se preguntaba qué contendrían aquellos recipientes, algunos con letras grabadas en sus cerámicas o con pequeños trozos de pergamino escrito. Recordando lo que Bartomeu le dijo sobre los libros, Joan pensó que si supiera leer conocería el contenido de cada tarro.

Los tenderetes y la gente dificultaban el movimiento y los mozos de cuerda empezaron a pedir paso a gritos apartando a los transeúntes sin demasiados miramientos. Joan observó sorprendido que en aquella calle tan céntrica había casas derruidas, y le preguntó a Bartomeu.

—Sus propios dueños las demolieron.

—¿Por qué? —inquirió extrañado.

—Pues porque entre los muertos por la peste y los que se fueron al campo huyendo del hambre de la ciudad, tenemos cada vez menos gente y sobran casas. Los propietarios deben pagar impuestos y el alquiler del terreno, que en general pertenece a eclesiásticos. Así que prefieren arrasarlas y olvidarse de pagos.

Aquella explicación admiró a los chicos, pero estaban preparados para dejarse asombrar por todas la cosas nuevas que Barcelona ofrecía. Empezaba a lloviznar y los comerciantes introducían los géneros en el interior de sus locales, cuando la mirada de Joan quedó atrapada en un gran libro abierto, protegido por un toldo rojo y colocado en un atril, que mostraba una Anunciación. Era una pintura espléndida, a todo color y llena de dorados; representaba un bello ángel dando la buena nueva a una primorosa Virgen María vestida de azul, que le escuchaba atentamente. La otra página contenía hileras de letras, elegantes y armoniosas, que ocultaban significados prohibidos para Joan. Así que aquello era con lo que mercadeaba Bartomeu, se dijo. No había visto antes nada tan hermoso y decidió aprender a leer.

—¡Vamos! No os entretengáis —los azuzó el mercader.

Al final de la vía encontraron una plaza, pero los mozos siguieron por la calle de la Diputación, a su derecha, que lindaba con el palacio del mismo nombre. Joan quiso detenerse ante su puerta, sobre la que, entre pináculos, gárgolas y bordados de piedra, destacaba un gran medallón con la imagen de san Jorge matando al dragón. Uno de los soldados que custodiaban la entrada miró al otro e hizo un movimiento de cabeza hacia los hermanos; después ambos sonrieron ante la expresión embobada de pueblerinos recién llegados de los chicos. Joan nunca pensó que se pudiera hacer algo semejante con la piedra. Era muy hermoso, no tenía ni comparación con las pobres figuritas que él tallaba en madera.

—¿A que es bonito? —inquirió Gabriel. Joan afirmó con la cabeza.

—¡Vamos! —dijo Bartomeu, pero Joan no le obedecía, estaba extasiado—. ¡Vamos, que perdemos a los porteadores! —insistió el mercader tirando de él y de Gabriel, que se agarraba con fuerza de la mano de Joan—. Ya vendréis otro día a verlo.

Continuaron por la misma calle a paso más rápido. A la derecha estaba la catedral y Joan solo vislumbró un bello claustro a través de una puerta.

—Aquí se celebraron incluso torneos en las grandes fiestas, y está llena de palacios de nobles —les explicó Bartomeu al llegar a la plaza de Santa Anna—. Fíjate, en esa esquina está la mansión de los Castellvell, y más allá la de los Besora.

Al llegar a la altura del convento de Montsió, el mercader les dijo que allí vivían monjas dominicas, pero que antes era de unos frailes agustinos mendicantes a los que la gente llamaba frailes del saco, por lo burdo de su hábito. Solo tenían uno y no podían ni lavarlo ni zurcirlo hasta que se les cayera a pedazos.

—¿Y sabéis cómo se llama la calle de atrás? —preguntó riendo.

Los chicos se encogieron de hombros.

—¡Espolsasacs!,
[ 1 ]
porque cada mañana al levantarse los frailes sacudían el polvo de sus sacos por las ventanas traseras del convento antes de ponérselos.

Les guiñó un ojo a los chicos y ellos le acompañaron con sus risas imaginando a los frailes en cueros.

La zona era un lodazal y se notaba que llevaba días así. Los pies se hundían en el barro y Joan lamentó haberse puesto sus alpargatas para ofrecer un mejor aspecto. Estaba acostumbrado a andar descalzo y de no ser porque ya las tenía enfangadas, se las habría quitado en aquel mismo momento.

—Ese es el palacio de la familia Mur, donde se hospedó el rey Fernando II cuando vino a jurar los fueros y privilegios como conde de Barcelona… Ese es de los Sos… Y aquel pertenece al obispo de Urgell.

Joan recordó el suelo de piedrecillas y arena del exterior de su casa en Llafranc, que se mantenía siempre limpio aunque lloviera.

—Serán muy nobles, pero al salir de su palacio se hunden en el barro —dijo.

Al final de la plaza, una calle llevaba al portal del Ángel. Esa puerta atravesaba las murallas en dirección noroeste y era la primera que se abría en la mañana y la última en cerrar por la noche. Habían cruzado la ciudad. A la izquierda se hallaba la calle de Santa Anna y entraron en ella.

—Aquí vivo yo, al final de la calle, cerca de la Porta deis Bergants, que desemboca a la Rambla a través de la segunda muralla de Barcelona —les informó Bartomeu—. Antes está el convento de Santa Anna, oculto detrás de la hilera de casas de la derecha.

La calle era tan recta que desde su inicio se podía ver su final y el aspecto de las primeras casas hizo pensar a los hermanos que allí no habría grandes palacios.

—¿Es muy grande vuestra casa? —inquirió Gabriel tomando la mano del mercader al tiempo que le frenaba en su andar.

Bartomeu se detuvo para mirarle.

—Es algo mayor que las que ves aquí —repuso amable.

—¿Y tenéis hijos? —quiso saber el niño.

Joan supo que su hermano compartía sus sentimientos con respecto al mercader y contuvo su aliento a la espera de su respuesta.

—No, no hemos podido tenerlos.

—¡Ah! —repuso Gabriel tratando de disimular su satisfacción. Pero no dijo nada más y, soltándole la mano, reanudó la marcha con expresión feliz.

La lluvia había vaciado la calle, que tenía un aspecto desolado, oscuro. Hacía fresco y solo vieron un par de casas con la puerta entornada, la mayoría estaban cerradas.

De pronto los mozos con los bultos desaparecieron de su vista.

—Es aquí —dijo al poco Bartomeu.

Y señaló un ancho portalón con ventanas en su parte superior que se abría entre las casas. Era lo suficientemente grande para permitir el paso de un carruaje y parecía la entrada de una gran casona.

Joan lo miró con aprehensión. La puerta tenía solo una de sus hojas abierta, su interior era oscuro y lo imaginó como una gran boca hambrienta que los iba a tragar. «Este es nuestro destino», pensó, y se detuvo atemorizado. Tenía hambre y frío, y su entusiasmo por la gran ciudad se había esfumado. Añoraba su aldea frente al mar. Recordó su hogar y a su familia, las lágrimas acudieron a sus ojos y estrechó la mano de su hermano, que debía de sentirse como él.

—¡Vamos! —los animó Bartomeu—. ¡Que nos mojamos!

Gabriel le miró interrogante, Joan se dijo que no había otra opción, y siguió al mercader encomendándose a san Sebastián, el patrono de su ermita, protector contra invasiones y pestes.

Entraron y en pocos pasos recorrieron el tramo cubierto que terminaba en un arco que se apoyaba en dos columnas, coronadas por unos pequeños capiteles, pegadas a la pared. Bartomeu se detuvo allí, a salvo de la lluvia, y les dijo:

—Este es el monasterio de Santa Anna.

Se encontraban en una plazoleta interior situada detrás de la línea de las casas que cruzaron a través del portalón. Al frente había una iglesia con una sencilla pero armoniosa puerta con multitud de arcos superpuestos y una virgen presidiéndola. A su izquierda se erguía una espadaña de dos ojos que hacía de campanario y más allá había una pared con una gran ventana de arco apuntado. El día estaba muy oscuro y la lluvia iba arreciando.

—¡Seguidme! —les gritó el comerciante.

Y se puso a correr chapoteando en el agua. Los chicos obedecieron y el mercader los condujo por una callejuela a la izquierda y después a la derecha, hasta llegar a una pared construida con piedra de calidad. En ella se abría una puerta sobre la que había un escudo con la cruz de cuatro brazos, la del patriarca de Jerusalén.

Al entrar comprobaron que estaban de nuevo bajo techo. A pesar de lo tenebroso del día y de sus aprehensiones anteriores, Joan no pudo evitar admirarse por lo armonioso de la construcción. Era el claustro y una serie de esbeltas columnillas con capiteles esculpidos sostenían unos ligeros arcos góticos que rodeaban un jardín cuadrado. En el centro había un pozo, palmeras y naranjos. Aquello era hermoso incluso bajo la lluvia. El claustro tenía un piso superior, pero se hallaba en obras.

—Esa es la obsesión del abad Gualbes —comentó su guía, como si hubiera leído el pensamiento a Joan—. Incluso en estos tiempos de miseria está empeñado en terminar toda esta obra. Los nobles son así, cuanto más imponente es el palacio, más importantes se creen ellos.

—¿Es noble?

—¡Claro que lo es! Lo es de nacimiento y al ser abad de Santa Anna, ostenta los títulos de barón de Palafrugell, con todos sus derechos feudales incluida la horca, y el de señor de Miralles.

Y se fue al otro extremo del claustro, donde los porteadores habían descargado la mercancía que ahora supervisaba un fraile barrigón de hábito negro cuya tonsura formaba un amplio círculo en su cabeza.

Bartomeu habló unos momentos con el eclesiástico y después de pagar a los mozos llamó a los chicos que aguardaban a una distancia prudente.

—Estos son Joan y Gabriel, de Llafranc, en Palafrugell —le dijo al monje como presentación—. Se quedaron sin familia y os los manda fray Dionís con un mensaje para el prior Gualbes. —Y dirigiéndose a los hermanos—: Este es fray Jaume, que aparte de rezar supervisa la cocina y los suministros.

Los chicos permanecieron en silencio y Joan observó al eclesiástico; este les sonreía y tenía un aspecto agradable. Después bajó la mirada al suelo como su hermano.

—¡Vamos, muchachos, besadle la mano! —les ordenó Bartomeu.

Obedecieron y el fraile, al tiempo que les tendía el dorso de su mano para recibir el beso de respeto, les revolvió el pelo a modo de caricia.

—¡Estáis mojados! Pasad adentro —dijo señalando una puerta—. Aquí está la cocina.

Se encontraron en una gran estancia iluminada en un extremo por un buen fuego y en el otro por un ventanal.

—¡Cambiaos las ropas mojadas! —insistió fray Jaume—. ¿Cómo es que solo lleváis una camisa y un sayo? ¿Es que no tenéis una capa?

La ropa del hatillo estaba también húmeda y el fraile les buscó unas viejas sotanas secas y les hizo sentar en un banco frente al fuego. Eran demasiado grandes pero no importaba.

—Habéis llegado pasada la hora sexta —continuó Jaume—. Los frailes ya han comido y duermen la siesta, pero aún queda algo para vosotros.

De una marmita que mantenía al lado del fuego les sirvió unos platos de garbanzos con tocino y les dio una cuchara de madera y un trozo de pan. Después, en un tazón, les puso un poco de vino que mezcló con agua. Le dieron gracias al Señor y los chicos se lanzaron ansiosos a la comida. Cuando Joan intercambió una mirada con su hermano, le vio sonreír, le devolvió la sonrisa y se sintió algo reconfortado. Quizá estuvieran bien allí, quizá fueran felices.

Fray Jaume les permitió repetir y al poco se acomodaron sobre unos sacos vacíos cerca del fuego. Gabriel se quedó dormido de inmediato acurrucado junto a Joan. Este también lo hizo, pero antes pudo oír una conversación distante entre Bartomeu y fray Jaume.

—El prior Cristòfol de Gualbes está de viaje —susurraba el monje—. Y al suprior esto no le va a gustar nada. Se enojará.

13

—¡
N
o nos podemos permitir mantener dos bocas más!

Los gritos despertaron a los chicos y Gabriel miró alarmado a Joan.

—¡Os los lleváis ahora mismo!

—Pero fray Antoni —oyeron argumentar a Bartomeu—. Fray Dionís, el regidor de Palafrugell, me encargó que se los trajera al prior.

—Lo que tiene que hacer el prior es proveer la despensa como debe, pero lo único que le preocupa es el boato y terminar sus obras. Llevaos a los chicos, lo que hay en esta cocina es de los frailes y no podemos alimentar a nadie más.

Gabriel sollozó asustado, sin apenas ruido, y Joan se incorporó para ver. Frente a Bartomeu y fray Jaume se alzaba un monje, también con túnica negra, alto, delgado, de cejas gruesas y pelo ralo. Su expresión era dura y su cara estaba enrojecida por el coraje.

—No me los puedo llevar, los traigo de muy lejos y no tienen familia —repuso Bartomeu—. Además, es un encargo del representante del priorato en Palafrugell, no creo que vos tengáis autoridad para rechazarlos.

—¡Claro que puedo! —repuso—. Soy el suprior y represento a la comunidad de frailes. Nosotros mantenemos la cocina y el prior no puede imponer más comensales a no ser que nos compense por ello. Y él paga tarde y mal. Además, ese Dionís siempre ha sido un protegido del prior y a mí no me incumbe lo que él decida.

—¡Por el amor de Dios, fray Antoni! —exclamó Bartomeu—. Pero si son unos niños desamparados.

—Pues os los lleváis a vuestra casa. Aquí ya damos socorro a unos cuantos pobres.

—No puedo hacer eso. Además, yo obedezco órdenes.

A Joan se le encogió el corazón. Nadie los quería y recordó con temor la tarde gris y lluviosa, y las calles embarradas. ¿Dónde irían si aquel fraile los echaba? Gabriel lloraba y le abrazó para darle consuelo.

Se hizo un silencio incómodo mientras el fraile y Bartomeu se medían con la mirada.

—Hermano —intervino al fin fray Jaume con humildad—, son chicos y comen poco. Les podemos dar empleo aquí en la cocina ayudando al cocinero y en el huerto mientras no llegue el prior y nos dé garantías para su sustento. Además, si los echáis, el prior lo usará contra vos frente a sus superiores del Santo Sepulcro en Italia. Ya sabéis las influencias que tiene.

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