La
Gaviota
se construyó en la misma playa de Llafranc dos años antes. Habían tenido una buena temporada de pesca, y el padre de Joan decidió, con los ahorros y la venta del coral rojo guardado durante varios años, hacer una barca mayor, de ocho remos y con una buena vela latina. Ramón era patrón y propietario, por lo que cuando había buena pesca y sobraba, esta se dividía en once partes, a él le tocaban tres y al resto de los pescadores una. Pero si la pesca era escasa, entonces se dividía solo entre nueve y Ramón se llevaba una parte como los demás.
Contrató a un reputado carpintero de ribera de Palamós y la llegada del maestro una mañana de finales de invierno fue un acontecimiento. Toda la aldea ayudó a desembarcar las herramientas y unas piezas de madera llamadas plantillas, que después supieron que eran los modelos de lo que sería la quilla y las cuadernas.
La nueva barca empezó siendo solo unas marcas en el suelo que el maestro carpintero trazó en un lugar no muy lejano de la orilla del mar, pero lo suficiente para que las olas no pudieran alcanzarla ni aun en los días de peor tormenta. Todo el mundo colaboraba y los carpinteros del pueblo de Palafrugell participaron con su trabajo y suministrando la madera de roble, para las cuadernas y quilla, y de pino para el chapado. Fue entonces cuando Joan, imitando a los carpinteros, empezó a tallar con los trozos de madera sobrante primero pequeñas naves que hacía flotar en el mar y después animales. El chico veía crecer admirado la barca. Al principio le recordaba el esqueleto de una ballena varada en la arena donde las cuadernas eran las costillas y la quilla la espina dorsal. Poco a poco la nave tomó su forma definitiva.
Una mañana Tomás le dijo a Joan, en nombre de la tripulación, que ya tenía edad de empezar en el oficio, pero para ser admitido tendría que traerles un gato. Una barca de pesca precisaba de un minino para mantenerla limpia de restos de pescado y de bichos, roedores en particular. Aun así, los marinos no aceptaban a un felino cualquiera: para que les trajera suerte debía ser robado. Era una costumbre inexcusable. Joan no hubiera sabido cómo cometer tal delito, pero Elisenda, la hija de Tomás, le ayudó. Ambos lograron cazar a un pequeño felino leonado que pocas semanas antes parió la gata del zapatero de Palafrugell. Elisenda tenía su misma edad y los ojos azules de su padre, pero era más alta que él, corría más y parecía saber de todo, nada se le escapaba. Los padres de ambos niños eran como hermanos, y todos pensaban que cuando llegara si momento Elisenda y Joan se casarían. Habían crecido juntos, eran algo más que compañeros de juegos y sus familias no se inquietaban si se retrasaban entre las rocas de la playa.
Poco después tuvo lugar la fiesta de botadura y a partir de entonces, cuando el mar estaba tranquilo, Joan salía a faenar en la barca. Al finalizar su primer día, a la hora del reparto, Tomás ofició una ceremonia cargada de reverencias y aplausos, y le entregó al niño una sardinita plateada. Le dijo que era el sueldo del primer día de un pescador, y con otra reverencia le dio al gatito una sardina igual. Todos rieron, pero Joan corrió a su casa orgulloso para que su madre la cocinara. Era su primer salario. Tenía diez años.
Habían transcurrido solo dos veranos desde aquel día, pero todo había cambiado de forma trágica.
La inactividad era lo peor. La gente se reunía en corros para compartir su angustia por la suerte de los heridos y de los cautivos, los miedos por un futuro sombrío y su añoranza por un pasado que antes Íes parecía duro, a veces, pero que ahora recordaban como el paraíso.
—¿De qué viviremos cuando llegue el invierno? —preguntaba una mujer—. Esas barcas traen muy poco, y si se les da mal, ni sus dueños podrán comer.
—¡Y los moros se han llevado todo lo que guardábamos! —se lamentaba otra.
—Fray Dionís nos tiene que ayudar —intervino uno de los de la cuadrilla del padre de Joan—. Bien que nos cobraba impuestos sobre la pesca.
—Tampoco tienen mucho en el pueblo —dijo Daniel—. Las cosechas no han sido buenas y hay hambre atrasada desde la guerra civil.
—¿El regidor? —preguntó Tomás despectivo para escupir a continuación al suelo—. ¿Qué ayuda podemos esperar de ese cobarde que dejó que se llevaran a los nuestros?
—A ti sí que no te auxiliará —le dijo una de las mujeres—. Después de lo que hiciste en la iglesia, no te dará nada.
—Volvería a hacerlo —repuso él con rabia—. Y si pudiera, le rebanaba el cuello. Antes me muero de hambre que aceptar algo de ese miserable. Para ocultar su cobardía hace que las víctimas seamos los malos y él se erige como el juez que interpreta la voluntad de Dios.
—No te falta razón —concedió Daniel, y la mayoría de los hombres asintió—. Pero piensa en esos chicos que ahora tienes a tu cargo. Al estar excomulgado ya no perteneces a la Iglesia y sabes que nos prohíben hablar contigo. Nadie te puede ayudar.
—Pídele perdón —intervino otro—. Aunque solo sea por los chicos. Si están contigo, no recibirán nada del regidor.
—¡No, no lo haré! —gritó colérico Tomás—. No me importa lo que me pase, y me apartaría de los chicos antes de hacerles daño. Pero fray Dionís es un indigno. ¡Hagámosle saber al abad de Santa Anna cómo se comportó ese cobarde! ¡Que lo sustituya!
Los demás callaron y se miraron entre ellos, furtivos, para terminar desviando la vista hacia el mar.
—¿Qué decís? ¿Me ayudáis?
—Lo siento, no es el momento de enfrentarnos al regidor —dijo al fin uno de ellos—. Le necesitaremos para sobrevivir este invierno.
Aquello fue como la señal para que el grupo se dispersara. Tomás se quedó solo, mirando el lugar por donde se fue la galera con su mujer y su hija a bordo.
En los días siguientes, Tomás y los chicos se concentraron en conseguir comida. Comer era importante, pero mantenerse ocupados y dejar de pensar lo era incluso más. Recorrían el monte cercano a la aldea en busca de setas y pifias; también se desplazaban más al interior donde había castaños y encinas, aunque las bellotas aún estaban verdes. No obstante, cogían algunas para molerlas y hacer tortas con su harina. Sabían amargo. Lanzaban sus cañas desde los roqueros y las horas transcurrían esperando a que algún pez picara. Después exploraban los rompientes: almejas, algún que otro cangrejo, erizos de mar… Nada que fuera comestible se les escapaba. Sin embargo, la mayoría de los supervivientes hacía lo mismo y lo encontrado no saciaba a nadie.
Todos esperaban a las tres barquichuelas por si habían tenido suerte y sobraba algo de pesca. Del pueblo llegaba pan, siempre insuficiente, a lomos de una mula y custodiada por cuatro soldados del regidor.
—A Tomás no le podemos dar nada, y mientras los chicos estén con él, tampoco a ellos —dijeron el primer día.
A partir de entonces ni Tomás ni los chicos se acercaron más a la mula. Desde lejos veían a los vecinos repartiéndose las hogazas y solo después, al alejarse los soldados, las vecinas les daban pan a escondidas a los pequeños.
El dolor parecía crecer conforme pasaban los días y la noticia de la muerte de la pequeña Isabel empeoró aún más las cosas.
Joan recordaba su cuerpecillo cálido y ensangrentado cuando la recogió de la arena para acunarla. Quería que dejara de llorar pero fue él quien terminó acompañándola con su llanto. Y la recordó antes, tan graciosa, cuando reía desdentada en brazos de su madre. Y cómo esta la miraba a ella y después le sonreía a él.
La noticia llegó con los soldados que traían el pan y corrió en cuchicheos entre los vecinos. Al final fue Clara quien encontró el valor para decírselo. Gabriel no paraba de llorar y Joan trataba de ser fuerte y animar a su hermano, pero no conseguía ni lo uno ni lo otro. Solo quedaban ellos de su familia.
Tomás era incapaz de consolar a los chicos, que con frecuencia le sorprendían llorando también a él y cuando no lo hacía, le veían apretar las mandíbulas con rabia.
—Volverán —repetía Joan para animarle—. Un día iremos a buscarlas y las traeremos de vuelta.
—No. No volverán —respondía Tomás, terco—. No las veremos más.
—Que sí, que cuando yo sea mayor me haré soldado, seré muy fuerte, e iré a buscarlas. Te lo prometo.
El hombre le miraba con un asomo de sonrisa, parecía creerle por unos momentos, pero después negaba con la cabeza, en silencio.
El pescador odiaba más cada día: a los malditos sarracenos y al clérigo ruin que no hizo nada para ayudar a los cautivos. Su rabia era contagiosa, y Joan comprobó que el odio mitigaba la pena y el dolor, y aprendió a apretar las mandíbulas como Tomás, a odiar y a maldecir.
—
E
l coral rojo es nuestro oro —le dijo un día Tomás a Joan—. Tengo algo guardado, ven.
Le condujo hasta un rincón de su antigua cabaña y le señaló el lugar en el suelo de tierra pisada donde estaba enterrado.
—Si algún día lo necesitas y yo no estoy, cógelo, es para ti y para tu hermano. No hay mucho, pero algunas de las ramitas se pagarán bien.
Joan sabía que su padre también guardaba su coral bajo el suelo de su propia casa. Lo pescaban en los roqueros y escollos usando la cruz de San Andrés, un artilugio con aspas que arrastraban por las rocas para arrancarlo. Una redecilla recogía aquel oro rojo. El trabajo era delicado y requería el mar en calma para evitar que la barca se estrellara contra las rocas.
El chico recordó aquellos dos veranos con la
Gaviota
, que era una buena barca y les permitía navegar lejos. Iban al norte, a las islas Medas, propiedad también del convento de Santa Anna de Barcelona. En las islas el mar era aún más bello que en Llafranc, tenían aguas claras y transparentes y en los lugares poco profundos el fondo se distinguía a la perfección. Abundaba el coral rojo hasta el punto de que en ocasiones se podía pescar buceando. Allí Tomás v Ramón le enseñaron a llenar los pulmones de aire con una respiración intensa, para poder nadar más tiempo bajo el agua. Joan disfrutaba de aquellas inmersiones, del sol y del mar diáfano y tranquilo. Apenas regresaron de las islas unas semanas antes. ¡Pero qué lejanos estaban aquellos días felices!
Veía a Tomás cada día más delgado, y su figura larguirucha y nervuda empezó a tomar un aspecto esquelético. Casi todo lo comestible que encontraban era para los chicos y, a pesar de ello, la noche sorprendía a los pequeños siempre hambrientos.
—Estar conmigo os hace mal —empezó a decir—. El regidor os dará comida si me voy.
Pero Joan respondía que con nadie estarían mejor que con él. Poco a poco, Tomás iba dirigiendo el odio que les tenía a los sarracenos y al regidor hacia sí mismo.
—Me hubiera gustado morir como lo hizo vuestro padre —repetía—, defendiendo a mi familia. Pero me asusté al oír aquel trueno… Era nuevo para mí y hui al verle caer. Se llevaron a Elisenda y a Marta mientras yo corría como un cobarde.
—Que murieras no hubiera servido para nada —le consolaba Joan—. Solo un ataque rápido del somatén las hubiera salvado.
—¿Y para qué valgo ahora? No tengo barca, no tengo con qué daros de comer y por mi culpa el miserable del regidor os priva del poco pan que reparte en la aldea.
—Todo se arreglará —le animaba Joan—. En pocos años Gabriel y yo seremos mayores y podremos alistarnos los tres en las galeras del rey. Rescataremos a las cautivas y nos traeremos un tesoro moro de vuelta, igual que nuestro antepasado almogávar.
Eso le hacía sonreír, sus ojos azules brillaban y su cara escuálida se llenaba de luz.
Aquella cena tenía que ser especial. Joan había pescado con su caña un pez de buenas dimensiones y lo preparaba a la parrilla. Tenían algo de pan, unas hierbas bastante duras pero que hervidas eran comestibles, y varias castañas. Era todo un festín y el chico imaginó durante la tarde una nueva historia sobre cómo los tres rescatarían a las mujeres cuando Gabriel y él fueran mayores. Quería que Tomás y su hermano se alegraran, quería ver su sonrisa. Pero cayó la noche sin que Tomás hubiera llegado. Joan mandó a Gabriel a buscarlo, por si se había demorado en la casa de algún vecino, pero regresó ya de noche sin encontrarlo.
—¿Dónde estará? —preguntaba Gabriel, inquieto.
—Se habrá entretenido, no te preocupes. Hay luna y sabrá volver, cenemos.
Después de cenar se acostaron en el jergón, pero Joan estaba muy inquieto y de golpe algo le vino a la mente como un destello. Quiso asegurarse de que Gabriel durmiera antes de moverse, luego se vistió y salió a la noche. Una luna fina, cuarto menguante, presidía un cielo cuajado de estrellas. Una ráfaga helada le hizo estremecer, vacilaba, no se atrevía a entrar a la casa de Tomás, aunque allí no le habían buscado y tenía un presentimiento. Dio unos cuantos pasos rápidos y empujó la puerta, que se abrió con un chirrido. Afuera quedaba la luz tenue del firmamento pero en el interior solo había oscuridad.
—Tomás —dijo a media voz.
No hubo respuesta y le llamó de nuevo, esta vez en voz alta. Pensó que no estaba. Deseaba irse, y aun así se dijo que si la inquietud le hizo salir del cálido lecho para enfrentarse al frío de una noche otoñal, no era para hablarle a una casa vacía y resignarse a no obtener respuesta.
Anduvo unos pasos a tientas hasta tropezar con la mesa y palpó los taburetes. La puerta continuaba abierta y una claridad muy tenue penetraba por ella. No le permitía ver dentro de la casa, que constaba solo de una gran estancia, pero sí orientarse. Se dirigió al otro extremo de la puerta, donde estaban los camastros. Quizá Tomás estuviera dormido allí. La punta de su pie tocó el jergón mientras su cuerpo topaba con algo que se movía. Joan sintió el corazón en la garganta y dejó ir un grito. Aquello volvió a él. Era un contacto frío, rígido y basculante. Le recordaba el tacto del cuerpo de su padre antes de despedirle en la tumba. Y supo que era Tomás. Horrorizado, Joan salió corriendo para despertar a Daniel.
A la luz de un candil vieron cómo de una viga, encima del jergón donde acostumbraba a dormir con su mujer, colgaba el cuerpo larguirucho de Tomás. Aún se balanceaba, suave, por el encontronazo con el chico.
Daniel y su esposa fueron incapaces de consolar a Joan, que se pasó la noche velando el cadáver rígido de su amigo tendido en un jergón. Rezaba, lloraba y a ratos se adormecía desfallecido. Cuando su hermano despertó a la mañana siguiente, fue la esposa de Daniel quien se lo dijo. Él no tuvo el valor.
Fray Dionís prohibió que se le enterrara en el pequeño cementerio de la aldea. Era un excomulgado y un suicida: su alma estaba condenada al infierno para la eternidad y el destino de su cuerpo era pudrirse en algún rincón inaccesible donde las alimañas lo descarnaran. Joan subió a San Sebastián a suplicarle al ermitaño.