Prométeme que serás libre (2 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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—¡Es una galera de las grandes, con tres cañones! —gritó Tomás—. Y luce gallardetes verdes. ¡Son piratas sarracenos!

—Nos haremos fuertes en las rocas que hay a la derecha del camino, pasado el gran pinar —les recordó Ramón—. Si nos parapetamos bien, los detendremos con las flechas y las lanzas. Hay que darles tiempo a las mujeres para que lleguen a la cima del monte.

—Ojalá se contenten con saquear el pueblo y nos dejen en paz —dijo uno.

—No se detendrán a menos que los paremos —repuso Ramón—. No les bastará la comida que guardamos para el invierno y los enseres de las casas. Quieren esclavas para vender y galeotes para que remen, ese es el botín.

Joan alcanzaba ya a los demás cuando vio cómo la nauseabunda galera viraba para entrar en la pequeña bahía, con sus remos golpeando con fuerza, los cañones amenazantes, y a los piratas amontonándose en proa, sedientos de sangre, gritando y blandiendo sus armas. Los tenían encima. La seguridad que le daba su pequeña lanza se esfumó al instante y corrió para alcanzar a su hermano Gabriel, era su responsabilidad. En seguida rebasó a los más rezagados: aquellos que intentaban cargar con sus bienes en fardos improvisados, o tiraban de animales —un cerdo, un cabrito, un asno— dificultando el paso. Pensaban que un invierno de hambre era peor que los piratas.

Al llegar junto a su madre, que con el bebé en brazos y sus dos hermanos avanzaba jadeante por la cuesta, tomó a Gabriel de la mano. Fue entonces cuando oyó el griterío del desembarco pirata.

Habían rebasado el primer gran pinar y llegaban a las rocas donde Ramón dijo que se harían fuertes cuando de pronto apareció un grupo de hombres cortándoles el paso. Los amenazaban con ballestas y lanzas.

—¡Los sarracenos! —chilló una mujer. Los aldeanos se detuvieron y algunos empezaron a retroceder empujando a los demás.

—¡Abrid paso! —Ramón avanzaba apartando a la gente seguido de los hombres armados—. ¡Es una emboscada! ¡Nos esperaban!

Joan comprendió que la situación era desesperada. Aquellos piratas les impedían subir a San Sebastián y los que corrían por la playa pronto caerían sobre ellos. Miró a su madre, que jadeante y angustiada sostenía contra su pecho a su hermanita Isabel, desconsolada en llanto, y a su hermana María, que sollozaba agarrada a su falda. Gabriel, encogido de miedo, se aferraba a su mano. Luego observó a su padre con la esperanza de que él encontrara la forma de protegerlos. Le vio dudar, y cómo su mirada iba a su esposa e hijas para detenerse después en los grandes ojos de Gabriel, que le miraba asustado. Tuvo el tiempo justo para sonreírles y acariciar la cabeza a Joan, que estaba a su lado. Fue solo un instante, pero eterno para el niño. Sintió su amor al tiempo que comprendía que su padre había tomado una decisión.

—Hay que entretenerlos —les dijo a los hombres. Y mirando a su esposa gritó—: ¡Continúa hasta San Sebastián, salvaos!

Después, blandiendo su azcona y seguido por los aldeanos, Ramón se lanzó contra los sarracenos, mientras las mujeres y los ancianos arrastraban a los niños monte arriba, hacia la torre de defensa.

2

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oan, con su pequeña lanza en la mano, se quedó paralizado detrás de los hombres que corrían hacia los sarracenos. Era la primera vez que veía a moros; no eran negros como había imaginado, alguno llevaba turbante y estaban tan cerca que podía distinguir perfectamente sus caras.

—¡Joan, Gabriel! —oyó gritar a su madre.

—¡Ve con ella! —le dijo a su hermano empujándole hacia los que huían.

Ramón sabía que la situación era desesperada. El enemigo estaba preparado mientras que los suyos no tenían tiempo para montar sus ballestas y arcos; su única opción era cargar sobre ellos para desbaratarlos y aquello fue lo que hizo mientras gritaba con todas sus fuerzas.

Detuvo la carrera al llegar a la distancia adecuada y su poderoso brazo lanzó la azcona. Alguien entre los sarracenos chilló y sonaron los resortes de las ballestas soltando sus dardos. Sin detenerse y mientras su azcona se hundía en el hombro de uno de los moros, que cayó con un gemido, Ramón desenfundó su espada y se abalanzó sobre otro de los piratas. Uno de los dardos le rozó, dos de los hombres que le seguían cayeron bajo las flechas y cuando los sarracenos esquivaron las azconas de los aldeanos, estos se lanzaron espada en mano sobre ellos.

La audaz y gallarda actitud de Ramón enardeció a Joan; los valientes pescadores harían huir a los malvados. Pero observó que uno de los piratas no desenvainaba su espada y, sujetando un artefacto extraño, ponía una rodilla en el suelo. Jamás olvidaría el rostro de aquel individuo, afilado y con una cicatriz en el hueco donde debiera tener el ojo izquierdo. Un relámpago de luz salió de entre sus manos y un trueno horrendo hizo estremecer a Joan. La extraña arma del sarraceno humeaba.

Ramón soltó un gemido, se detuvo, la espada le cayó de la mano y de inmediato se desplomó. Joan no podía creer que su padre se derrumbara y miró con mezcla de asombro y pánico al moro. Al ver una sonrisa en su faz, temió que su padre no se levantara jamás. Los pescadores no habían oído nunca antes un estruendo semejante, se quedaron inmóviles, y cuando los piratas cargaron sobre ellos gritando a todo pulmón, huyeron aterrorizados. Presa del pánico, Joan vio venir a aquellos asesinos y aunque ansiaba acudir en ayuda de su padre, se vio superado por un terrible pavor. Sus vecinos corrían para salvar sus vidas, nadie se quedó a resistir y él, soltando su lanza de juguete, los siguió en una desesperada carrera hacia lo alto del monte.

Pronto se vio mezclado en la confusión de perseguidores y perseguidos, y alcanzó a su madre y a sus hermanos casi al tiempo que lo hacían los sarracenos. Los asaltantes los adelantaron para situarse en lo alto del sendero y cortarles el paso, mientras los fugitivos se sumían en un desconcierto de jadeos y gemidos ahogados. Algunos aldeanos lograron escapar camino arriba, pero los demás tuvieron que volverse, amenazados por aquellos hombres, y entonces llegaron, en gran algarabía, los piratas recién desembarcados.

—¡Joan! —gritó la madre sujetando al bebé, que lloraba contra su pecho—. ¡Ven con Gabriel, corre, aprisa!

El chico observó las facciones de aquella mujer a la que tanto amaba y su expresión de angustia quedaría grabada en su memoria. La siguió tratando de escapar juntos y los cuatro corrieron, cuesta abajo, fuera del camino, por la escarpada pendiente cubierta de grandes piedras y matas espinosas. Cuando los moros se lanzaron en su persecución, Eulalia perdió el equilibrio y cayó junto al bebé con un lamento.

Joan gritó a sus hermanos que no se detuvieran y continuó saltando entre las piedras tras los pasos de otros que huían. Oyó chillar a María a su lado y, cuando sus miradas se encontraron, vio la expresión aterrorizada de su rostro: le tendía la mano en una súplica muda, mientras intentaba zafarse de la presa del sarraceno, que la sujetaba del otro brazo.

—¡María! —exclamó tratando de llegar a ella, pero notó que Gabriel tiraba de su otra mano. El chico sabía tan bien como ella que no podía hacer nada y, después de vacilar un instante, siguió cuesta abajo, con su hermano, apartándose de los piratas.

Joan miró entonces atrás y allí estaba el moro tuerto. Vio a su madre en el suelo, luchando contra él. El pirata le tiraba del pelo, al tiempo que la pateaba. Él pretendía levantarla y ella resistía sin soltar a su bebé a pesar de los golpes. Sus quejidos de dolor le partían el corazón. El chico se detuvo, ansiaba ayudarla pero estaba muerto de miedo: una multitud de piratas venían hacia él y sabía que sus pocas fuerzas harían inútil cualquier intento. Debía salvar a Gabriel y, con una angustia infinita, reemprendió su desesperada huida junto a su hermano.

Joan vio de repente el abismo a sus pies. A pesar de conocer la montaña, en su alocada huida habían estado a punto de despeñarse por el borde del acantilado, que caía vertical sobre un rompiente donde el mar golpeaba las rocas. Solo en el último instante logró asir a Gabriel. Jadeantes, vieron cómo las piedras rodaban y saltaban hasta estrellarse en los roqueros. Permanecieron abrazados unos momentos. Era un terreno peligroso, pero Joan comprendió que gracias a ello estaban a salvo: el enemigo se ocupaba en apresar a cuantos más mejor y ellos se hallaban en un lugar difícil y lejano.

—¿Qué le ha pasado a mamá? —inquirió Gabriel, resoplando, cuando pudo hablar—. ¿Dónde está papá?

—No lo sé.

El niño se puso a llorar, Joan no pudo contenerse y las lágrimas resbalaron en silencio por sus mejillas. De nuevo abrazó a su hermano y le dijo:

—Vayámonos de aquí, hay que esconderse.

—¡Yo quiero ir con papá y mamá! —sollozó el pequeño—. Y con María, y con la bebé.

—Yo también, Gabriel, yo también, pero ahora debemos alejarnos de esa gente mala. Cuando se marchen los buscaremos. Ven, vayamos a un sitio seguro.

El pequeño le miró con ojos acuosos y asintió. Cogidos de la mano subieron hacia la torre de defensa, agarrándose a las matas y las raíces de los pinos, medio escondidos entre la maleza, con el mar y el acantilado a sus espaldas.

El tañido de la campana, que ahora sonaba intermitente, indicaba que los aldeanos resistían y continuaron hacia arriba, sobreponiéndose al cansancio y sin dejar de vigilar la aparición de sarracenos. Joan estaba muy angustiado por su madre y sus hermanas, y cada vez que pensaba en su padre le daba un vuelco el corazón; temía lo peor, pero se esforzaba en ocultarlo al pequeño.

—¡Son Joan y Gabriel, los hijos de Ramón! —oyeron gritar cuando casi llegaban a la cima, y reconocieron a un par de vecinos que con sus ballestas cargadas vigilaban el lado del mar.

—Subid aquí —los animaron—. Corred.

No podían más, pero hicieron un último esfuerzo para llegar. Los hombres se habían hecho fuertes, parapetados tras las rocas, en un círculo alrededor de la torre, aunque listos para protegerse en ella si era necesario. Los hermanos fueron atendidos de inmediato por el barbudo ermitaño y las aldeanas. Joan no supo lo sediento que estaba hasta que probó el agua.

3

J
oan vio que allí en la cima, bajo la protección de la torre, faltaban muchos de los aldeanos, y más mujeres que hombres. Ellos vigilaban tensos la posible aparición de sarracenos, con sus ballestas y arcos preparados, y ellas atendían a los heridos y a los niños. Los más pequeños lloraban, alguno preguntaba por sus padres y Gabriel se unió al desconsuelo. También los mayores tenían lágrimas en los ojos.

Desde la cima se divisaba parte de la playa de Llafranc y en ella la galera. Con sus múltiples remos parecía un horrible ciempiés que devorara las casas, situadas poco más allá de donde la nave clavaba su quilla en la arena.

Joan no podía permanecer quieto, su ansiedad le vencía: necesitaba saber qué pasaba, dónde estaban los suyos, y cuando Tomás y Daniel dijeron que bajarían hacia la aldea por si podían ayudar a alguien, quiso acompañarlos.

—Pero ¿adónde vas? —protestó Clara, la mujer de Daniel, tomándole del brazo—. ¡Si eres un crío! ¡Vas a hacer que te maten!

Joan forcejeó diciéndole que le soltara, que quería encontrar a los suyos.

—Si han de volver, volverán por ellos mismos —repuso ella—. No hay nada que tú puedas hacer.

—Déjalo, mujer —intervino Tomás—. Que venga con nosotros. Se le acabó la inocencia. Hoy tendrá que ser un hombre.

Joan le dijo a Gabriel que se quedara junto a Clara, que él iba en busca de mamá y los demás.

A pesar de las palabras de Tomás, el chico calculó que los mayores le superaban en altura al menos un par de palmos y se dijo que aún le faltaba para ser hombre. Pero siguió a los otros dos, que, armados con sus ballestas, avanzaban con precaución; todos habían perdido a alguien y había angustia en sus rostros.

Se acercaron hasta donde el camino descendía hacia el pueblo y desde allí trataron de ver, a través de los árboles, qué ocurría abajo.

—No se entretendrán mucho —dijo Tomás.

—¡Desde el mirador de abajo los veremos! —gritó Joan.

—No grites —gruñó Daniel—. De acuerdo, bajemos, pero despacio.

Joan descendió por el camino mientras los hombres lo hacían bordeándolo para evitar emboscadas. Llegaron al mirador que mostraba la aldea y desde allí los vieron; eran muchos, Tomás dijo que había más de cien piratas. Parecían hormigas: entraban a las casas, salían, amontonaban cosas y se movían por la playa cargando en la galera lo que saqueaban. El mar estaba tranquilo, muy azul, y Joan vio sobre la arena un grupo de gente inmóvil.

—¡Mirad! —chilló—. ¡Los tienen allí, en la playa, prisioneros!

—¡No grites! —le advirtió Daniel.

—No puedo distinguirlos bien —dijo Tomás.

—¡Yo sí! ¡Son ellos, son ellos! —insistió Joan.

—Bajemos más, pero con cuidado —propuso Tomás.

Era el mismo camino en que sufrieron la emboscada, solo había que seguirlo y llegarían al lugar donde cayó su padre. Joan se puso a correr.

—¿Adónde vas? —susurró casi en un grito Daniel.

—¡Quiero ver a mi padre!

—¡Maldito crío!

—¡Voy con él! —dijo Tomás.

—¡Haréis que nos maten también a nosotros! —se lamentó Daniel.

Aquellas palabras hicieron estremecer al chico, que empezó a rezar mientras bajaba a toda velocidad, jadeando. «¡Dios mío, que no esté muerto! ¡Por favor, Señor, que se pueda curar!»

Al divisar los cuerpos que yacían en el suelo, Joan apenas podía respirar, no tanto por la carrera, sino por la angustia que le oprimía el pecho. Le vio en el mismo lugar donde aquel terrible trueno le derribó. Estaba boca arriba, sobre un lecho de agujas de pino manchado de sangre. Tenía los ojos cerrados y tapaba con sus manos una gran herida entre la parte baja de las costillas y la tripa. De nada le sirvió la cota de malla que Joan creía mágica y que Ramón cuidaba con esmero.

—¡Papá! —musitó.

No hubo respuesta y el chico se acercó para acariciarle la mejilla. Sus ojos se abrieron con esfuerzo y le miró.

—Joan —dijo, débil—. Joan.

—¡Estás vivo! —exclamó, para gritar después a los demás que ya llegaban—. ¡Mi padre está vivo!

Le tomó la mano, la tenía muy fría.

Tomás corrió hacia ellos. Tenía los ojos enrojecidos y al ver a su amigo se le llenaron de lágrimas. El alivio que Joan sintió al encontrar a su padre con vida se disipaba por momentos. Debía de estar muy mal.

—¡Le tenemos que curar! —dijo. Nadie respondió.

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