Prométeme que serás libre (9 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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El monje soltó un gruñido y se quedó mirando pensativo a Jaume, que a su vez lo contemplaba con las manos juntas sobre su panza y aspecto implorante.

—No creo que el prior nos aporte por el valor de lo que esos chicos puedan comer —dijo al fin con más calma—. Los acepto, de momento, con dos condiciones.

—¿Cuáles? —inquirió fray Jaume.

—Que mosén Bartomeu le busque al mayor un trabajo fuera del convento que pague por sus gastos, y que el pequeño ayude en la cocina y el huerto. Espero que el prior solucione el asunto en cuanto llegue.

—De acuerdo —dijo Bartomeu.

—¡Amén! —concedió fray Jaume—. ¡Chicos, besad la mano al suprior!

Joan y Gabriel se levantaron tímidamente.

—¡Vamos!

Cuando Joan besó la mano a aquel hombre, sintió la misma repulsión que si lo hubiera hecho a una serpiente. Estaba fría.

Un poco antes del rezo de vísperas, Bartomeu se cubrió con su capa y caperuzón para salir. La lluvia continuaba cayendo. La menguante luz de la tarde hacía el día aún más triste, más gris y una sensación de desamparo invadió a los pequeños.

—Bartomeu, no os vayáis, no nos dejéis aquí —le suplicó Gabriel, agarrándole del brazo.

Joan compartía los temores de su hermano, pero no dijo nada. Era lo suficientemente mayor para saber que la súplica sería inútil, no cambiaría su destino.

—No temas —respondió el hombre, apenado—. Os gustará el convento.

—¡Por favor, Bartomeu, llevadnos a vuestra casa! —dijo el pequeño rompiendo en lágrimas.

—No puedo, Gabriel. Mi mujer no os aceptaría y la casa es suya. Pero no te preocupes, vivo cerca y os vendré a ver.

El niño no respondió aunque se le agarraba con fuerza, llorando. Joan comprendió el cariño que en pocos días le habían cogido a Bartomeu. Por las historias que contaba, por su sonrisa fácil, por el cuidado que tenía con ellos, por la seguridad que daba estar a su lado; era lo más cercano a una familia de lo que disponían. Y ahora, cuando Bartomeu se iba dejándolos en aquel lugar tenebroso, él se sentía tan abandonado como su hermano.

—Vamos, vamos, Gabriel —dijo fray Jaume con su vozarrón profundo—. Bartomeu debe irse. Le esperan en su casa. Mira, después del rezo os presentaré al novicio; es un poco mayor que vosotros pero os haréis amigos.

Bartomeu le acarició la cabeza a Gabriel mientras fray Jaume los separaba con ternura. Después, el mercader le dio un cachete cariñoso a Joan en la mejilla.

—Nos veremos pronto. Quedad con Dios —dijo emocionado al despedirse.

Gabriel buscó la mano de su hermano mayor y vieron cómo Bartomeu se calaba la capucha para lanzarse a los charcos del empedrado. En pocas zancadas cruzó el patio bajo la lluvia y desapareció de su vista.

Joan sintió a Gabriel aferrándose a su mano y vio que las lágrimas corrían por sus mejillas.

—No te preocupes, yo cuidaré de ti —dijo abrazándole.

—No os podría llevar a su casa aunque quisiera —les comentó fray Jaume cuando el mercader se hubo alejado—. No insistáis. Su padre le desheredó, mas es listo y bien parecido y se casó con una mujer guapa y rica. Es muy celosa y manda en la casa; todo lo que hay en ella es suyo.

—¡Pero no tienen hijos! —se lamentó Gabriel.

—Ese es el problema —repuso el fraile—. No tienen hijos y cuando él quiso adoptar, ella se negó en redondo.

—¿Y cómo sabéis vos todo eso? —inquirió Joan.

El fraile rio.

—Aquí conocemos a todos los vecinos y sus vidas. Vienen a misa y se confiesan.

—¿Y por qué le desheredó el padre? —quiso saber Gabriel.

—Es muy complicado —repuso el fraile bufando—. No lo vais a entender.

Los chicos le miraban interrogantes y el hombre, parlanchín por naturaleza, no pudo callarse.

—A Barcelona la hizo grande y poderosa una raza de mercaderes audaces que establecieron consulados comerciales en todo el Mediterráneo e incluso en el mar del Norte. Bartomeu Sastre procede de una familia con esa tradición. Pero en las últimas generaciones muchos de ellos prefirieron comprar un título de nobleza y tierras con remensas, vivir de rentas y no preocuparse por si el barco con las mercancías naufragaba o era asaltado por piratas. Eso fue lo que hizo el padre de Bartomeu, pero él, que es el hijo menor, quiso continuar con la tradición comercial. Después llegó la guerra civil y mientras su familia estaba con los señores terratenientes, Bartomeu luchó a favor del rey, al que también apoyaban los remensas. El rey ganó la guerra, aunque a él le desheredaron. Le va bien con su comercio, pero está lejos de la fortuna de su padre y de su mujer.

Dando por terminada la explicación, el monje les hizo un gesto para que se apresuraran.

—:¡Vamos! Que llegaremos tarde a misa.

Las paredes de la iglesia eran altas y los ventanales dejaban entrar una luz grisácea que no conseguía disipar las penumbras del interior. Encontraron a los frailes de espaldas a ellos, vestidos con sus hábitos negros, algunos encapuchados, en silencio y mirando hacia el altar mayor, al fondo, donde quemaban dos velas. Un monje, con la cabeza cubierta, se situó junto al altar y empezó a dirigir las oraciones. Por su porte larguirucho, Joan se dijo que sería el suprior.

Los rezos se prolongaron durante media hora y el chico tuvo la sensación de encontrarse en un lugar irreal, tétrico. ¡Cuánto añoraba el mar azul, los pinos encaramados en rocas y rompientes, el cielo luminoso y las nubecillas que contenían aquellos seres etéreos y hermosos! ¡Cuánto añoraba a su padre, y aquel tiempo en que le creía invencible cuando levantaba su arpón en la proa de la barca! Y se preguntó qué sería de su querida madre, de su hermana María y de Elisenda.

Deseaba que él y Gabriel crecieran pronto para abandonar aquel convento horrible, hacerse soldados, combatir al moro y rescatarlas. En su oración le preguntaba al Señor por qué permitió tanta desgracia. Sentía que su odio contra los sarracenos regresaba y rezó pidiendo poder matar a muchos, a cientos, y que ellos y sus familias sufrieran. Y que el miserable de mosén Dionís fuera castigado. Su interior estaba mucho más oscuro que la iglesia. Sentía un vacío en el pecho y un puño que le atenazaba las tripas. La rabia dolía y también sus mandíbulas apretadas.

Al terminar los rezos, fray Jaume les presentó a los monjes conforme iban saliendo de la iglesia. Fray Llorenc, Nicolau, Miquel, Francesc, Melchor y otro Jaume. Los chicos les besaron la mano a todos y algunos les respondieron con una frase de bienvenida, otros con una bendición. Al suprior ya le conocían y cruzó hacia el claustro sin saludar.

También había tres criados y un muchacho larguirucho; vestía este una túnica oscura que no llegaba a ser hábito y usaba una cuerda por cinturón. Era el novicio y fray Jaume se lo presentó como Pere. El chico debía de ser un par de años mayor que Joan, tenía ojos azules diluidos y aspecto ausente.

—De momento dormiréis en su celda —les dijo el fraile.

Las celdas de los frailes se comunicaban con el claustro, pero la del novicio estaba en el patio, así que tuvieron que cargar los jergones de paja y sus hatillos bajo la lluvia que arreciaba. Fray Jaume les dio unas capas con capuchas, muy grandes para ellos, pero que los protegieron del agua.

La celda era pequeña y tenía solo una puerta y un ventanuco que daban al patio. No había muebles aparte de un taburete y unos estantes hechos de mampostería con un cántaro y un cuenco. Una vez pusieron sus jergones en la pared opuesta de donde el novicio tenía el suyo y sus hatillos en un rincón, quedaba muy poco espacio para moverse. El cubículo atufaba a húmedo, a ropa mojada.

Fray Jaume les dio unas escudillas y unas cucharas de madera advirtiéndoles que debían cuidarlas, puesto que sin ellas no se comía. Después hizo sonar una campanilla para llamar a la cena. Los frailes, silenciosos, se pusieron en fila para subir la escalera de caracol que llevaba a la planta superior y los chicos formaron detrás del novicio. Se encontraron con una gran sala, más ancha y tan larga como el cuerpo principal de la iglesia. La sostenían tres enormes arcos góticos y los cuatro grandes ventanales terminados en ojivas iluminaban la sala con la luz moribunda de un atardecer lluvioso.

En el centro estaba la mesa principal, con pedazos de pan distribuidos a tramos junto con unos vasos de madera y unas fuentes con manzanas e higos. En una mesa pequeña y cercana a la escalera, el cocinero y los criados colocaron un gran perol. Después los frailes desfilaron con sus escudillas y el cocinero las llenó de un potaje de nabos, verduras, garbazos y tocino. Cuando los chicos recibieron su ración, se sentaron aparte con los criados. Todos se levantaron para la bendición de la mesa y un fraile, ayudado por la luz de un candil, leyó algo que los chicos supusieron sagrado. Comieron en un silencio en el que solo se oía el murmullo de escudillas, cucharas y jarras de vino y agua. Al terminar la lectura el fraile se apresuró a sentarse a la mesa y tomar su potaje antes de que se enfriara y la sala se llenó de murmullos de conversación.

Comieron con el cocinero, el hortelano, y otro criado del que Joan no supo cuál era su cometido.

—Esos frailes solo rezan —comentó el hortelano—. Los de otras órdenes sí que trabajan, pero estos solo saben rezar y pedir.

Terminada la cena, los monjes lavaron sus escudillas y cucharas en un barril para guardarlas en los amplios bolsillos de sus hábitos. Luego se pusieron en fila y, encapuchados y con sus candiles encendidos, desfilaron hacia la iglesia cantando una salmodia. Allí rezaron las completas para acostarse después.

A pesar del cansancio y de las emociones del día, aquella fue una noche intranquila para Joan. Unas voces le despertaron en la oscuridad. Tardó en comprender que el novicio hablaba en sueños, gemía, suplicaba. Quiso librarlo de su pesadilla sacudiéndole con suavidad. Pero entonces empezó a gritar. Gabriel se despertó sobresaltado y Joan, encogido también por el temor, se abrazó a él para consolarlo. No paró ni un rato, aun durmiendo. Eran gritos de miedo, de terror, que producían escalofríos. Al día siguiente, Pere dijo no recordar nada y se mostró ofendido y molesto cuando Joan insistió.

14

U
n campanilleo insistente llegaba desde fuera.

—¡Los laudes! —gritó el novicio, levantándose de un salto.

Joan, adormilado, no se movió hasta oír el siguiente grito. No había amanecido y todo era oscuridad. No entendía cómo Pere se despertaba con un ruido tan pequeño cuando él no pudo sacarle de su pesadilla durante la noche. El novicio buscó a tientas su hábito, advirtiéndoles:

—No se puede faltar al rezo de los laudes. Daos prisa.

Gabriel no se había movido y Joan le preguntó si estaba despierto.

—Sí —repuso angustiado—. Tenemos que darnos prisa.

Buscaron a tientas las sotanas que les prestaron el día anterior y se las pusieron intentando cuadrar la apertura mayor del cuello con la parte anterior. El novicio abrió la puerta y una tenue claridad nocturna marcó el hueco de esta. Salieron corriendo mientras levantaban los largos faldones para no tropezar; ya no llovía pero chapotearon por el empedrado, notando los cantos en las plantas de sus pies descalzos. Siguieron al novicio, que se dirigió con rapidez hacia el claustro, desde donde se podían ver luces.

El fraile de la campanilla acudía con un candil a la puerta de cada uno de sus hermanos para que estos pudieran encender sus lámparas. Formaron una hilera y en procesión y cantando, con las capuchas caladas, dieron una vuelta al claustro y entraron a la iglesia. El novicio se puso al final y los chicos le siguieron.

Los rezos duraron media hora y al salir Joan le preguntó al novicio:

—¿Cuándo desayunamos?

—Pasados los rezos de la hora prima, una vez amanezca.

Joan supo que se aprovechaba al máximo la luz del día para ahorrar aceite y que los cirios y las velas solo se usaban en los altares en las solemnidades. Cuanta más cera se quemaba, más importante era la ceremonia. También que por la noche se rezaron los maitines, de los que se libraban al no haber proferido aún los votos. El cielo estaba cubierto de estrellas y se vislumbraban las primeras luces del alba, pero como no había otra cosa que hacer, regresaron a su cálido jergón de paja. Gabriel se durmió de inmediato y Joan, incómodo por picores en el cuerpo, se quedó pensativo preguntándose qué les depararía el futuro.

Las campanas despertaron a Joan del duermevela en el que había caído, alarmado por la extraordinaria reacción en su hermano.

—¡Las campanas! —gritó este.

Y de un salto, sin ni siquiera ponerse su sotana, salió corriendo al patio solo con la camisa, descalzo sobre las piedras y los charcos. Se detuvo en un lugar donde podía ver el final de la espadaña en la que las campanas volteaban. Pero se llevó un chasco. Después de un primer repique, la campana dio un solo toque. La más pequeña ni se movió.

—¿Una sola vez? —inquirió desilusionado—. Ayer tocaron muchas veces, pero no las pude ver porque estaba oscuro y llovía. Y ahora que las puedo ver, solo quieren tocar una. ¡Y no he llegado a tiempo!

—¡Porque es la hora prima, tonto! —le dijo el novicio riendo—. Y
prima
quiere decir «primera», y si es primera, es que va sola y por lo tanto es un único toque.

—La campana de Palafrugell hacía lo mismo —puntualizó Joan en defensa de su hermano—. Pero él no lo recuerda porque el pueblo estaba lejos de la aldea y casi no se oía.

—¡Vaya par de aldeanos! —rio otra vez el novicio—. ¡Ignorantes!

La rabia de Joan despertó y levantando los dedos del pie derecho para no lastimarlos, pues iba descalzo, le soltó una patada a la rodilla con la base de su dedo gordo. Pere dejó ir un ¡ay! de sorpresa y dolor, y se dobló hacia delante. Joan se disponía a descargarle un puñetazo en la cara cuando Gabriel le sujetó el brazo. Se contuvo, pero se sentía culpable a la vez que furioso.

—¿Por qué me has pegado? —se lamentaba el novicio, caído en el suelo mientras se sujetaba la rodilla—. Se lo diré a fray Antoni y os va a echar de aquí.

Joan se alarmó. No estaba en su aldea, ese no era uno de sus amigos y las cosas en el convento podían ser muy distintas a las de la playa.

—Pero si no te hice nada —Joan quiso sonreír, amigable—. A ver, muéstrame si tienes un moratón o una herida.

El otro se levantó el hábito para ver sus rodillas, con lo que descubrió por un instante sus vergüenzas, tentando, sin querer, a que Joan le propinara una patada precisamente en ellas. Aún le quedaba rabia y empezaba a despreciar a aquel chico llorica.

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