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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (12 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—Buenas tardes, mosén Bartomeu —dijo sonriendo a la vez que inclinaba la cabeza a modo de saludo.

—Buenas tardes, señora Joana—respondió Bartomeu, cortés—. Este es Joan y venimos a ver a vuestro marido.

Ella sonrió al chico y les dijo que le encontrarían en el interior de la tienda.

—Es la esposa del amo —informó Bartomeu en voz baja mientras entraban—. Tienen una hija casada y un chico estudiando en la Universidad de Lleida.

Las paredes de la tienda estaban llenas de alacenas que contenían libros, rollos de pergamino, tinteros, raspadores, tijeras y todo tipo de materiales relacionados con la escritura y la lectura.

Ramón Corró se encontraba sentado detrás de un mueble escritorio elevado dos escalones por encima del suelo y desde su posición controlaba lo que ocurría tanto en la amplia librería como en la calle. Era un hombre fornido, de frente ancha, nariz pequeña y ojos grises, que a pesar de cubrirse la cabeza con un bonete rojo, no podía ocultar su calvicie.

—Buenas tardes, Bartomeu —saludó mientras depositaba la pluma en un tintero encastrado en la mesa—. ¿Es ese el mozo del que me hablasteis?

—Buenas tardes —repuso el mercader—. En efecto, este es Joan Serra de Llafranc. Joan, saluda a mosén Corró.

Joan, instruido por Bartomeu, se acercó al librero, que había descendido de su tarima, y le besó la mano.

—Bien, Joan —le dijo—, tendrás que probar las habilidades que mosén Bartomeu dice que tienes para poder quedarte en mi casa. Ven aquí.

Y le hizo seña para que subiera los escalones de su escritorio. Joan le siguió y allí le mostró un papel con una frase escrita.

—¿Qué pone aquí?

Joan miró aquel grupo de trazos negros de distintos tonos dependiendo de la cantidad de tinta y susurró en voz baja:

—No lo sé, mosén Corró, no sé leer.

—Y esta letra —dijo mojando la pluma en el tintero para escribir en el papel unos trazos góticos—, ¿cuál es?

—No sé leer, señor —repuso Joan convencido de que no sería aceptado.

—¿Y esta? —insistió el librero ahora con letra al estilo italiano.

—Lo siento, señor, no lo sé —musitó Joan aún más bajo.

—¿Así que tampoco conoces las letras? —inquirió severo mosén Corró.

—No, señor.

—A ver, toma la pluma y pinta, en este papel, la primera letra que yo escribí.

—No sé escribir, señor.

—Es igual, inténtalo.

Joan miró a Bartomeu, que afirmó con la cabeza. Con el pulso tembloroso mojó la pluma en el tintero, tal como hizo el hombre, y la apoyó en el papel tratando de copiar la letra. La tinta se escurrió de la cánula formando una mancha.

—Lo siento, señor —musitó el chico—. Es la primera vez que uso una pluma.

—Se nota; la pluma no se coge así —repuso el librero aplicando sobre la mancha un papel que absorbió la tinta—. Pero es igual, prueba otra vez.

Joan, intentando contener sus manos temblorosas, dibujó sobre el papel una lamentable imitación de la letra gótica que escribió el hombre.

—Ahora copia la otra letra.

—Pero la primera no me ha salido bien —dijo Joan.

—Es igual, copia la otra.

Lo hizo con un resultado tan desastroso como antes. El librero observó el trabajo del chico con atención.

—Bien —gruñó al final, mirando a Bartomeu—. Quizá tengáis razón y podamos hacer de él algún día un buen copista. Voy a admitirlo en mi casa, porque vos lo recomendáis.

Bartomeu no dijo nada, pero hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Chico, te voy a tomar como mozo —le dijo ahora a Joan—. Y si eres obediente, trabajador y honrado, cuando cumplas catorce años te haré aprendiz, y después, si continúas progresando, podrás llegar a oficial y a maestro. Estas son las condiciones; un aprendiz cobra al año noventa sueldos, más comida y cama en mi casa. Trabaja desde el amanecer al ocaso, descansando para la comida, pero como tú aún eres pequeño, solo trabajarás por la mañana, no cenarás ni dormirás aquí, lo harás en el convento, por eso te daré sesenta sueldos al año, cinco al mes. Le daré tu paga al suprior, para cubrir tus gastos en Santa Anna. Él decidirá si te da algo a ti.

—¿Podríais entregarla a Bartomeu y que él acuerde la parte justa con el suprior?

El librero le miró sorprendido y después sonrió al mercader. Sus ojos grises se iluminaron y múltiples arrugas brotaron a los lados de estos. Parecía gustarle la sugerencia y Bartomeu le devolvió la sonrisa.

—De acuerdo. Creo que es una buena idea. Pero antes de aceptarte tienes que prometer que no aprenderás a leer sin tener antes mi permiso.

Joan intercambió una mirada con Bartomeu, aquello le disgustaba, pero ya lo habían hablado, y afirmó con la cabeza.

—¿Lo prometes? —insistió el librero.

—Sí, lo prometo.

—Bien, pues a partir de este momento perteneces a mi casa. Ven mañana al amanecer.

—Sí, mosén Corró.

—Debes decir «sí, amo» —le corrigió Bartomeu.

—Yo no tengo amo, no soy un payés de remensa —le increpó Joan a Bartomeu cuando se alejaron lo suficiente de la librería para no ser vistos discutiendo—. Mi padre dijo que tendría que luchar por mi libertad.

Bartomeu lo miró primero con sorpresa, después pensativo y al final repuso sonriéndole:

—Tu padre tenía razón, Joan. Pero los hombres libres también tenemos servidumbres, las tenemos con Dios, con el rey, con las leyes y con las promesas que hacemos. Y tú acabas de cerrar un trato. Tú servirás a mosén Corró y a su familia y a cambio, él te dará una paga y si te aplicas y cumples bien, podrás aprender un oficio. Eres libre de aceptar el trato; aún estás a tiempo de decirle que no lo quieres y que prefieres trabajar en el huerto del convento. ¿Quieres eso? ¿Trabajar en el huerto bajo las órdenes del suprior?

—No, no quiero eso. Pero tampoco quiero llamar «amo» a nadie.

—Mira, tú eres un chiquillo que no sabe aún nada de la vida —repuso ahora serio el mercader—. En algo tenía razón el regidor de Palafrugell. Eres rebelde e insolente cuando aún ni siquiera tienes la edad para serlo. Pero también has demostrado ser muy listo, me caes bien y por eso te ayudo. Aprende, porque si no, terminarás cargado de grilletes remando en una galera. ¿Me entiendes?

Joan le mantuvo la mirada sin responder mientras trataba de asimilar sus palabras. Le tenía cariño a aquel hombre y sabía que quería su bien, pero odiaba cualquier cosa que sonara a servidumbre. Su padre le dijo que un hombre debía luchar por su libertad y la de su familia. Llamarle «amo» a alguien iba en contra de sus enseñanzas. Bartomeu interrumpió sus pensamientos.

—Mira, Joan, a ver si lo entiendes de una vez —le dijo tajante—. mosén Corró es el amo de su casa. Y por eso se le llama así, no porque sea tu amo y tú su siervo. Y por tanto le llamarás «amo» mientras pertenezcas a su casa, mientras trabajes para él. No solo le debes obediencia, sino respeto y fidelidad. ¿Entiendes lo que es la fidelidad?

El chico continuó callado y Bartomeu le propinó un golpecito en el pecho.

—¿Entiendes qué es fidelidad? —El mercader elevaba la voz.

Joan se encogió de hombros.

—Pues te lo diré. Fidelidad a alguien es no engañarle y cumplir tus compromisos con esa persona hasta el final. Y si tú eres fiel a los Corró, ellos lo serán contigo. ¿Lo entiendes ahora?

Joan afirmó con la cabeza, pero eso no fue suficiente para el mercader.

—¡Dime que lo entiendes o te devuelvo al huerto del suprior!

—Sí, lo entiendo —musitó a regañadientes Joan.

—Pues bien, mosén Corró es tu amo, su esposa es tu ama y su hijo Joan Ramón cuando regrese de Lleida será el hijo del amo. Y les serás fiel. ¡Repítelo!

El chico, muy a su pesar, lo repitió.

19

J
oan durmió mal aquella noche, inquieto, anticipando su primer día en la librería. Acudió a los rezos de la hora prima junto a Gabriel y el novicio, desayunó aprisa y con un abrazo a su hermano y la bendición de fray Jaume salió corriendo por el portalón, recién abierto, hacia la tienda. Hacía poco que había amanecido, el sol apenas iluminaba los campanarios de la catedral y la mañana era fría en la calle.

Un chico algo más alto, delgado y nervudo, barría el suelo frente a la librería, mojándolo antes para no levantar polvo. Joan le preguntó por el amo, él le pidió su nombre y se lo dio añadiendo que era el nuevo mozo. El muchacho le miró de pies a cabeza y al terminar su examen le sonrió.

—Me llamo Lluís, yo era el mozo hasta ahora. Con tu llegada me hacen aprendiz —le dijo hinchando el pecho orgulloso—. Espera aquí, en la tienda, y le aviso.

Regresó al poco y le dijo que aguardara, que mosén Corró estaba desayunando y después, al tiempo que le señalaba la escoba, añadió satisfecho:

—A partir de ahora, esto será tuyo.

Joan esperó mientras observaba cómo Lluís se aplicaba en su tarea. Allí estaba el hermoso libro y los bancos que hacían de mostrador, aguardando a que los sacaran a la calle. Se acercó para contemplar las armoniosas letras góticas, los dorados y el dibujo multicolor que ocupaba por completo la página derecha. De nuevo lamentó no saber leer y aún más la promesa que se lo impedía.

Oía risotadas que llegaban desde la trastienda; el aprendiz le dijo que los amos desayunaban en el piso de arriba, pero que los trabajadores lo hacían en el taller de la planta baja. El chico se preguntaba inquieto cómo le recibirían.

—Buenos días, Joan —le saludó mosén Corró—. Ven a ver el taller.

Cruzaron un vestíbulo que separaba la librería de la trastienda y del que partía una amplia escalera hacia el piso superior. La pieza, al igual que la tienda, estaba llena de alacenas donde se ordenaban libros y distintos materiales, que también se apilaban en el suelo. Después entraron en el taller. Era amplio y se comunicaba por el otro extremo con un patio a través de tres grandes arcos que dejaban entrar la luz del día. En aquel momento una muchacha recogía los cacharros del desayuno mientras los operarios sacaban al patio distintos utensilios.

—El día parece que será bueno y cuanta más luz haya, mejor se encuaderna —explicó el librero.

Le presentó a Guillem, el maestro encuadernador, que tendría unos treinta años, y a Pau, su oficial, de poco más de veinte. Corró le dijo que siguiera las instrucciones del maestro una vez terminara con los encargos de su esposa. Después, levantando la voz, señaló a los aprendices: el mayor, Felip, de unos dieciocho años, que destacaba por su corpulencia y su cabello rojizo, y los dos menores, Jaume y Lluís, al que ya conocía. De vuelta a la tienda se encontraron con el ama, a la que Joan saludó con un beso en el dorso de la mano. Ella le sonrió cariñosa y le encargó que vaciara el agua de los cántaros del taller y de la librería y que los llenara con agua fresca de la fuente. De los cántaros de la cocina se encargaban las criadas.

Joan cumplió la tarea con diligencia y al terminar, el ama le envió a por cola a uno de los comerciantes de su misma calle, la de los Especiers, pues la actividad del gremio de especieros incluía productos químicos en general, Joan pensó que, mientras no se retrasara demasiado, aquellos recados serían una estupenda oportunidad para recorrer las calles de aquella ciudad fascinante y observar las tiendas y sus gentes.

Terminados esos encargos, ayudó al oficial en el taller hasta la hora de la comida. Joan observaba el proceso maravillado; los pliegos de papel se igualaban al tamaño adecuado con unas enormes cizallas y se apilaban de forma regular. Después, mediante unas prensas que llamaban «de reatar», formadas por tablas de madera y torniquetes, se sujetaban con fuerza los pliegos de papel para coserlos por un extremo. A continuación se ataban unos con otros hasta formar el libro, dejando las bandas de unión en la parte exterior del lomo, que se encolaban y finalmente se protegía el libro con las cubiertas. Las más comunes eran de pergamino, pero también se fabricaban con el cartón resultante de encolar varios papeles, o con una combinación de cartón y pergamino. La gran mayoría de los libros que se ataban tenían sus páginas en blanco, para que los clientes escribieran en ellas, y en general no requerían un gran lujo. Pero en el taller de los Corró también se encuadernaban pliegos que venían impresos e incluso manuscritos. En esos casos, para la cubierta generalmente se usaba cuero, en el que se estampaba la imagen grabada en una plancha metálica. A veces se utilizaba la técnica de la rueda; esta tenía un ornamento grabado y al hacerlo girar sobre el cuero húmedo repetía el diseño de forma constante. Los relieves se doraban o tintaban con color. Y para libros valiosos como el de la entrada de la librería, se fabricaban tapas de madera recubiertas de piel fina repujada. Pero toda aquella encuadernación sofisticada era algo inalcanzable para Joan y su labor se limitaba a ayudar al cosido de los pliegos.

Por el momento debía dedicar toda su atención a entender las instrucciones que le daba el oficial. Le pedía herramientas cuyos nombres no había oído en su vida, usaban palabras que él no comprendía y muchas veces dudaba qué hacer frente a una orden. Se sentía torpe e inútil.

—¡Espabila, chico! —le increpaba el hombre con expresión seria.

Cuando llegó la hora de la comida, Joan respiró aliviado. Y no era por el hambre que sentía, sino porque deseaba regresar a Santa Anna. El convento no era un lugar muy hospitalario, pero allí tenía a su hermano, al novicio y a fray Jaume, y era lo más parecido a un hogar. Demasiadas novedades para un solo día, se sentía inseguro, necesitaba asentar todo aquello en su cabeza. Pero de algo estaba convencido: los libros le fascinaban, y por supuesto los escritos. ¿Qué misterios contendrían? La prohibición de aprender a leer despertaba en él un enorme deseo de hacerlo.

Los aprendices despejaron las mesas de trabajo y cada uno sacó su escudilla; había varias de sobra y le dijeron a Joan que tomara una. Al poco apareció una criada con un perol que contenía un potaje de lentejas, verduras y carne, y llenó las escudillas. Mientras, otra criada dejaba en la mesa unas hogazas de pan ya partidas, jarras con agua, vino y unas manzanas.

El maestro y el oficial se sentaron en un extremo de la mesa y a continuación los aprendices según antigüedad, Joan lo hizo al frente de Lluís. Entonces apareció un extraño personaje. Vestía una saya que le llegaba hasta los pies con mangas largas y que dejaba caer suelta, sin cinturón. Se tocaba con una tela a modo de turbante y lucía una barba donde lo cano dominaba.

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