Prométeme que serás libre (49 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Al segundo día de navegación después de abandonar la costa sarda, el cielo se oscureció, el viento arreciaba por momentos y las olas se hicieron cada vez mayores. Se acercaba una tormenta y no había cala alguna donde refugiarse, así que el capitán ordenó zafarrancho de tormenta. Las velas se recogieron, los remos se introdujeron en la nave y se aseguró todo elemento movible. La lluvia y las olas barrían la cubierta y la galera saltaba como un caballo encabritado. Joan se encargó de proteger los libros y material de escritura con lonas impermeables y guardarlos bajo el piso de la nave para que el agua no los arrastrara.

El almirante bajó a su camarote y el capitán se quedó junto al piloto y el timonel en la carroza para asegurarse de que la nave tomaba las olas de proa. Los que pudieron se refugiaron bajo cubierta, pero había poco espacio y Joan prefirió quedarse en la carroza, bien sujeto con una cuerda. Era un espectáculo estremecedor ver cómo las olas chocaban contra la proa elevándose varios metros, cómo saltaban por encima de la arrumbada y caían a plomo sobre la chusma cubriéndola de un agua oscura y espumosa. Los galeotes aguantaban como podían acurrucados entre los bancos, las cadenas evitaban que los arrastrara un golpe de mar, pero sufrían continuas sacudidas y tirones y los hierros magullaban sus miembros. Si el barco zozobraba, sus grilletes los arrastrarían al abismo. Tampoco en la carroza se libraban de la furia de la tormenta, pues algunas olas cruzaban toda la nave e inundaban la popa.

Joan no había vivido nunca una tormenta con aquella furia en alta mar; su padre y sus compañeros conocían bien los vientos y los humores del Mediterráneo, no se alejaban demasiado de la orilla y cuando anticipaban mal tiempo, se refugiaban en alguna cala. Aun así, el mar cambiaba con rapidez, y el muchacho recordaba alguna tormenta que los sorprendió en mar abierto, aunque nada en comparación con lo que estaba viviendo. Los maderos crujían y la nave parecía partirse a cada golpe de mar. Las sacudidas eran descomunales y poco se podía hacer aparte de rezar y atarse bien para no caer al mar. Cuando unas horas después el temporal empezó a amainar, la flota estaba tan dispersa que desde cubierta no se veía ninguna otra nave.

Fue entonces cuando ocurrió. El mar continuaba violento, pero la tripulación ya se movía, con precaución, por la cubierta. El cómitre acudía junto a un alguacil a uno de los bancos de proa para evaluar daños, y cuando se encontraban en el pasadizo de crujía, una gran ola golpeó la nave sacudiéndola una vez más. Se sujetaron a tiempo, pero inesperadamente algo cayó sobre ellos tumbándolos sobre cubierta. Era el cadáver decapitado de Carles.

En el zafarrancho de tormenta a ningún oficial se le ocurrió dar orden de arriar el cuerpo. Este se encontraba ya muy deteriorado por los ataques de las aves y la descomposición natural. Y fue en una de las últimas sacudidas, relativamente menor en comparación con las anteriores, cuando la cabeza se desprendió del cuerpo y este se precipitó sobre cubierta con nefasta suerte para el cómitre y el alguacil.

Ninguno de ellos sufrió heridas de gravedad, pero sí un susto de muerte. La noticia corrió como reguero de pólvora entre los galeotes y el resto de la tripulación. Era demasiado casual que el cuerpo del chico cayera cuando la tormenta amainaba, que alcanzara a alguien, y que fueran precisamente el cómitre y el alguacil. Ellos no solo eran los verdugos, sino que se encargaban de fustigar y hacer miserable la vida de los forzados.

Hubo risas, evocaciones a lo escatológico, e interpretaciones de una intencionalidad postrera del chico contra quienes de manera injusta le torturaron hasta arrancarle la vida a latigazos.

Después de la bravura y la gallardía con que afrontó la muerte, solo faltaba aquel insólito acto de desafío de ultratumba para que se le recordara con respeto y asombro.

No encontraron la cabeza y el capitán ordenó poner el cuerpo en un saco con una piedra en su interior y lanzarlo por la borda de inmediato.

Joan no pudo evitar observar de reojo cómo el capitán y el almirante comentaban perplejos el incidente y, para evitar convertirse en blanco de su ira, ocultó la risa que le producían sus expresiones consternadas. ¿Qué harían frente a aquella insubordinación? Conforme a su razonamiento, aquello no era bueno para el orden, no era bueno para la moral, no era bueno para la nave. Pero Carles había escapado para siempre de su injusta justicia de conveniencias.

Escribió en su libro: «¡Bien hecho, Carles! Que Dios te acoja en su seno, amigo».

73

E
l capitán evaluó las pérdidas por el temporal. Encontraron a dos galeotes muertos y otro herido grave en proa por el desprendimiento de un maderamen y multitud de contusionados por golpes, pero estos se consolaban; hubo momentos en que se veían como cena para los peces. Estaban vivos y eso era mucho. La galera no sufrió daños estructurales, aunque había múltiples reparaciones que acometer. Dentro de las pérdidas entraba la pólvora, algunos barriles se soltaron de sus amarres y terminaron rotos y el agua inutilizó unos cuantos más. El capitán castigó a los marinos encargados por negligentes e hizo a Joan responsable de la artillería de la nave, que no solo consistía en el cañón y las dos culebrinas de proa, sino también los falconetes, piezas más pequeñas y movibles que se instalaban en las bordas. En realidad su autoridad se extendía a todas las armas relacionadas con la pólvora, incluyendo los arcabuces, tanto los manejados por la marinería desde la nave como los que usaba la infantería en abordajes y en operaciones terrestres. Era un maestro de armas de fuego y aquello, aunque el capitán no se lo reconociera, equivalía a un puesto de oficial. Al contrario, Pau de Perelló le dejó muy claro que continuaba siendo un forzado cumpliendo su pena y que cualquier falta que cometiera se castigaría de la forma más severa.

Vilamarí deseaba que continuara con sus labores de escribano y leyendo el
Orlando enamorado
. Era mucho trabajo, pero al menos le quitarían los grilletes que aún llevaba en los pies y que limitaban sus movimientos.

Sin embargo, no le concedieron esa libertad de forma gratuita:

—Tendrás que jurar ante Dios y por tu honor que no escaparás sin antes cumplir tu pena de dos años —le dijo Vilamarí.

Joan vaciló. ¡Había fantaseado tanto con huir al llegar a Nápoles y reunirse con Anna! Si juraba tendría que cumplir, aunque la tentación de escapar sería irresistible con ella tan cerca. Pero si huía, ¿qué tipo de vida podría ofrecerle a su amada? No, huir era descabellado, le alejaría aún más de ella.

—Permitidme que jure diciendo que estaré esos dos años bajo vuestras órdenes según dispongáis.

Joan sabía que el almirante tenía el poder de conmutar o atenuar su pena y albergaba la esperanza de que la redujera si le servía bien. Vilamarí aceptó. Al ver su buena disposición, le pidió que le eximiera del rapado de pelo quincenal que sufrían los forzados. El almirante se negó, pero el muchacho se dijo que lo intentaría más adelante. Consiguió, sin embargo, permiso para vestirse como un marino y, habiendo conservado algún dinero en su saco, decidió comprar ropas al tocar tierra firme.

Al llegar a Sicilia se encontraron con una segunda galera de la flotilla, sufrió un mayor castigo en la tormenta y estaba desarbolada. No había ni rastro de la tercera nave. Cuando entraron en la bahía de Palermo, la mar estaba en calma y fueron saludados con salvas de artillería desde el castillo. Joan respondió a instancias del almirante según costumbre.

El joven había oído hablar mucho de Palermo y ansiaba conocerla. Era una hermosa ciudad que crecía alrededor de La Cala, un excelente puerto natural al que solo los vientos de noreste podían inquietar y que se extendía hacia unos montes que formaban un anfiteatro que los locales llamaban Conca d'Oro, pues recordaba a una concha gigante. Era la capital de Sicilia y tenía una espléndida catedral, hermosas iglesias y un poderoso castillo real del tiempo de los normandos. A un penado como él nunca se le permitiría bajar a tierra y deambular a su voluntad por la ciudad, pero confiaba en encontrar la excusa para hacerlo.

Anclaron en La Cala sin que hubiera para ellos un recibimiento triunfal como los de Alguer y Cagliari. El mar también era enemigo y aquel par de naves abatidas que arribaban a puerto eran la imagen de la derrota.

La preocupación resultaba evidente en la carroza de la nave y una vez anclada esta, el almirante Vilamarí desembarcó. Anduvo por la calle Argentería, para seguir callejeando después hacia la catedral, y pasada la residencia del arzobispo, llegó al palacio real normando, donde esperaba ver al gobernador Fernando de Acuña. Un tambor le abría paso y un pelotón de veinte ballesteros al mando del oficial de asalto Torrent le escoltaban. El bullicio de artesanos con su repiqueteo de martillos sobre madera o metal y el parloteo de los mercaderes y clientes en las calles se detenía un instante para apartarse y observar al almirante y a su escolta. Vilamarí estaba inquieto; solo un par de funcionarios de rango inferior acudieron a saludarles y aquello era mala señal.

El gobernador Fernando de Acuña le recibió en un salón de la segunda planta del palacio real, cuyos amplios ventanales góticos daban a la plaza. Se excusó por no acudir al puerto en persona a causa de su salud y le pidió que le contara lo sucedido a su escuadra. Bernat de Vilamarí relató primero la recuperación del Rosellón y la Cerdaña, su viaje con el rey Fernando y cómo la flota ayudó a pacificar dichos condados. Quería que el gobernador supiera que tenía una relación cercana con el monarca. Después contó la captura de las fustas en Cerdeña para terminar con la tormenta que deshizo sus naves.

—La tercera de mis galeras no aparece —dijo—. Conforme el tiempo pasa, mi temor a que haya naufragado aumenta. Preciso vuestra ayuda para que me adelantéis los pagos del rey y así reparar las dos naves que me restan. Calculo que el montante de los trabajos y materiales ascenderá a cuatro mil ducados para ambas naves.

El gobernador movió la cabeza en gesto de disgusto.

—Eso equivale a pagas y suministro de dos galeras por cuatro meses. Lo lamento, pero lo único que el rey autorizó para vos son cuatro mil quinientos ducados por las tres galeras. Con dos solo os puedo dar tres mil, que son las pagas y manutención por tres meses.

—¡Pero tengo que reparar mis naves, dar de comer a mi gente y pagarles las soldadas! —exclamó el almirante—. ¿De qué le sirven al rey dos galeras que no pueden combatir?

—Lo siento —repuso el viejo gobernador repitiendo su gesto de disgusto—. La situación es difícil. Carlos VIII prepara un ejército como nunca antes se vio para entrar por el norte de Italia, llegar hasta Nápoles y conquistar el reino. Por lo visto, esperaba que nuestro rey Fernando le dejara hacer sin interponerse, pero no ha sido así y ambos se amenazan. Nuestro rey está inquieto, si Carlos VIII conquista Nápoles, solo el estrecho de Mesina le separará de Sicilia y el mismo argumento de la herencia de los Anjou que Carlos VIII esgrime para conquistar Nápoles le serviría para Sicilia.

—En tal caso, el rey va a necesitar más que nunca mis galeras listas para el combate.

—Lo siento, pero vos no sois la prioridad.

Vilamarí quedó en un silencio sorprendido a la espera de que el gobernador continuara. Este hizo un gesto de cansancio:

—Tengo órdenes de emplear todos los recursos del reino de Sicilia para reforzar los principales castillos y ciudades en previsión de un ataque de la flota francesa. Además, el rey nombró almirante de Sicilia a Galcerán de Requesens, conde de Palamós. Comandará seis galeras para defender la isla; sus naves son prioritarias y he de reservarles los recursos adecuados.

Aquella era una mala noticia para Vilamarí. El nombramiento indicaba que su rival estaría al mando de las operaciones marítimas en Italia dejándole a él un papel de subalterno. Encajó como pudo el golpe, no tenía más opción que reparar sus galeras.

—¿Qué misión me encomienda el rey? —quiso saber.

—Aquí tenéis vuestras órdenes —dijo el gobernador tendiéndole una carta—. Apoyaréis al rey de Nápoles y al Papa contra los franceses. Cuando eso ocurra, las pagas de vuestros hombres y su manutención deberán salir de las arcas de Nápoles y de Roma y por lo tanto navegaréis bajo sus enseñas. Pero debéis evitar, siempre que sea posible, el enfrentamiento directo con la flota francesa. Y finalmente, cuando sea necesario, os pondréis bajo el mando del almirante Requesens para la defensa de Sicilia.

Vilamarí sabía que nada podía hacer para cambiar la decisión del rey Fernando por mucho que esta le disgustara, así que centró sus esfuerzos en conseguir los fondos para sus naves. Conocía al viejo gobernador desde hacía muchos años y ambos tenían una buena relación, usaría esa amistad al máximo. Fernando de Acuña le invitó a comer y después de un buen vino y de usar toda su persuasión, Bernat de Vilamarí solo pudo obtener la paga de tres meses para las tres galeras. La parte de la galera desaparecida era una concesión especial que le hizo el gobernador; no desobedecía las órdenes del rey, pues se acogía a la esperanza del todo improbable de que finalmente esta apareciera. Al menos Vilamarí podría reparar las dos naves con las que contaba, lo cual era mucho. Sin naves no había flota y sin flota no había almirante y Vilamarí estaba a punto de dejar de serlo.

74

A
l llegar a la
Santa Eulalia,
Vilamarí se apresuró a dictarle a Joan una carta al rey Fernando solicitándole su ayuda. En el escrito recordaba al soberano los servicios prestados, entre ellos el bloqueo naval de Barcelona, sus victorias contra los turcos y las batallas ganadas a corsarios genoveses y provenzales. Decía que la corona necesitaría sus galeras y era preciso tenerlas listas para el combate. Aun queriendo aparentar seguridad y calma, el muchacho percibía la preocupación del almirante.

Vilamarí emprendió la reparación de sus naves de inmediato, sin esperar la respuesta del monarca, y mientras que los trabajos en la
Santa Eulalia
se pudieron efectuar con esta fondeada en el puerto, la segunda nave tuvo que ser varada en la playa.

Al octavo día de su estancia en Palermo, para sorpresa de todos, apareció la tercera de las galeras. La tormenta la arrastró hasta las costas de África, dejándola muy maltrecha y, aunque puso rumbo a Sicilia tan pronto como pudo, el viaje fue largo y penoso a causa de los desperfectos. La tempestad estropeó parte de las provisiones y varios de los tripulantes y galeotes, los más débiles, murieron de hambre y sed en el camino. La aparición de la tercera nave fue una noticia que todos celebraron, en especial el almirante. Pero ahora se necesitaba aún más dinero.

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