Prométeme que serás libre (44 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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—Pero no te creas que los buenas boyas son verdaderamente libres. Si se quieren ir y no hay suficientes galeotes, el capitán los hace encadenar igual que a nosotros. Solo dejan la nave cuando sobran los remeros.

Joan se sumió en un silencio pensativo, Carles pronto percibió su estado de ánimo y dejó de hablar para aplicarse a su comida. El muchacho rumiaba cómo obtener la información sobre el paradero de su familia en Italia. Ese Garau, el alguacil, debía de recordar qué hicieron con ellas, pero nunca hablaría de eso con un galeote como él. La única forma sería que le llegara a considerar como un igual, y entablaran amistad, aunque eso no ocurriría mientras él estuviera cargado de cadenas. Quizá tuviera que aguardar a que terminara su condena y solicitar trabajo de buena boya o con suerte de marino. Se dijo que no podía esperar ese tiempo. Y empezó a rumiar cómo librarse de los grilletes y ser aceptado como tripulación.

64

L
a primera noche ofreció una luna casi llena que brillaba en el firmamento lanzando destellos de plata sobre un mar en calma. Soplaban vientos favorables y el capitán decidió navegar a vela dejando la nave a cargo del piloto y de los vigías, y dio descanso a los galeotes. Antes del ocaso prendieron la farola situada en la parte posterior de la carroza. Solo la galera del almirante mostraba esa luz y era la guía para las naves que la seguían.

Después de cenar y antes de tumbarse sobre los tablones, Carles le dijo a Joan:

—Tenemos suerte de estar cerca de la proa.

—¿Por qué?

—Porque los desgraciados que duermen en popa, cerca de la carroza, lo pasan mal en la noche. Entre los picotazos de pulgas y chinches y la dureza de las tablas cuesta dormir y al cambiar de postura suenan las cadenas. Ese ruido despierta a los oficiales, que hacen azotar a los culpables. Imagínate sufrir todo eso sin ni siquiera poderte mover.

Joan lo imaginó. Era horrible.

Habían baldeado la cubierta poco antes de cenar, estaba limpia de excrementos y orines, pero aún maloliente y húmeda del agua. La brisa era fría, Joan sacó toda la ropa de su saco para acomodarse y dormir. Entonces oyó a Jerònim, el buena boya, que junto a su colega Sanҫ acosaba de nuevo a Carles toqueteándolo por atrás.

—Le has contado muchos secretitos a tu novio, ¿verdad? —le decían.

El chico se defendía a manotazos y el ruido de sus cadenas parecía divertir a los atacantes. Joan se dijo que aquello era indigno y evaluó a los acosadores. Ambos eran de mayor estatura que Carles, aunque él les superaba en altura. Eran musculosos pero no demasiado y calculó que de un primer puñetazo, si le pillaba bien y por sorpresa, tumbaría al primero. Después no temía un enfrentamiento cara a cara con el otro, confiaba en ganarle. Aun así, antes de intervenir se contuvo para evaluar las consecuencias. Con toda seguridad, Garau, el alguacil, consentía aquello, quizá también disfrutara del abuso y se pondría de parte de Jerònim y de su compinche. Además, ya le habían llamando «novio» del chico y si lo defendía, le tacharían también a él de homosexual. Y por fin se dijo que era una locura participar en una pelea recién llegado y que si ganaba, siempre tendría a aquellos individuos a su espalda día y noche. Nunca podría estar tranquilo.

Apretó los dientes y esperó a que se cansaran de molestar al chico, que se defendía como podía, con lágrimas resbalando por sus mejillas y en silencio. Eran dos, y mucho más fuertes, pero Carles ni se sometía ni se resignaba.

Joan sintió vergüenza por permitir aquello. Era una cobardía. Pero se dijo que no podía dejar que sus impulsos le alejaran más aún de Anna y de su familia.

Cuando los de atrás se cansaron de jugar, se acomodaron para dormir. Amed se apoyó en la crujía y Carles se acurrucó contra la borda. Joan trató primero de tumbarse en el banco, pero el cabeceo del barco amenazaba con lanzarle sobre la cubierta. Terminó tendiéndose en la cubierta, estaba húmeda, no había espacio suficiente y topaba con las piernas de Amed y con Carles. Resultaba difícil encontrar una postura algo cómoda y al crujir del maderamen de la nave se unía el ruido de las cadenas de los forzados al moverse. Al final pudo conciliar un sueño intranquilo del que se despertaba a menudo con dolores. En una ocasión se encontró a Carles casi encima de él. Dormía o aparentaba hacerlo. Su primer impulso fue empujarlo con violencia. ¿Qué dirían los demás si los encontraban abrazados? Pero, por mucho que le pesara, el chico le producía ternura y lo apartó con suavidad.

—Entre los hombres soy medio mujer y entre las mujeres, medio hombre —le confesó Carles en un descanso de la boga el tercer día.

Joan miró sus ojos de un azul claro y su expresión lánguida mientras asimilaba la frase.

—Yo sufro doble condena —continuó el chico—. La de galeras y la de ser tratado como una puta por hombres a los que no deseo, que me dan asco.

Joan no dijo nada y esperó a que Carles continuara.

—Tú eres fuerte y sobrevivirás —afirmó el chico—. Pero yo no aguantaré mucho. Moriré aquí.

—¿Por qué te condenaron? —Joan quiso cambiar de conversación.

—Por sodomita.

—¿Entonces tú...?

—Me violaron.

Y Carles le contó su historia. Su padre era un importante mercader de Perpiñán y ya desde su infancia Carles mostraba una feminidad natural que se acentuó al iniciar su desarrollo adolescente. Sin estar grueso, sus formas más redondeadas que los chicos de su edad denotaban una delicadeza inusual. Su padre le espetaba con frecuencia que se comportara como un hombre y, aunque durante un tiempo intentó actuar como se suponía debían hacerlo los hombres, pronto se convenció de que era contra su naturaleza y dejó de fingir. Su padre pasó del desprecio al rechazo y de rechazarle a ignorarle. El hombre decía que Carles era una vergüenza para la familia, pero que por suerte tenía un hijo mayor que heredaría el negocio y el apellido; puso toda su atención en el primogénito actuando como si Carles no existiera. Y el hermano mayor hizo lo mismo. El chico sufría el rechazo de los hombres de su familia, sabía que se avergonzaban de él y sospechaba que si muriera, no lo lamentarían.

Por el contrario, su madre y hermana apreciaban su sensibilidad y le mimaban. La mujer sufría por su hijo e intentaba por todos los medios convencer al padre, aunque sus súplicas eran infructuosas. El mercader quería encerrarle en un convento, pero topaba con la firme negativa de la madre, que había aportado al matrimonio una cuantiosa dote, y del propio Carles. El chico aceptó estudiar latín y teología fingiendo acatar el deseo paterno de cursar una carrera religiosa. El hombre esperaba comprar un cargo eclesiástico que diera a su hijo unas rentas aceptables y así olvidarse de él para siempre.

Carles disfrutaba de la actividad intelectual y gozaba de la lectura y de las enseñanzas de su preceptor. Despechado por el rechazo paterno, decidió mostrarse al mundo tal como era y no disimulaba un cierto contoneo incluso en la calle. Le gustaba que los hombres atractivos le miraran y se dio cuenta de que atraía a algunos de ellos. Al poco inició una relación clandestina con un poderoso eclesiástico del obispado de Elna a quien conoció a raíz de sus estudios teológicos. Estos eran la excusa perfecta y Carles se enamoró locamente de aquel hombre de mundo, atractivo, con autoridad y que casi le triplicaba la edad.

En aquel tiempo el Rosellón y la Cerdaña estaban ocupados por Francia, y la transición a raíz del tratado de Barcelona, por el que Carlos VIII le devolvía a Fernando de España ambos territorios, trajo disturbios importantes. Los beneficiados por el régimen anterior querían conservar sus prebendas mientras sus contrarios buscaban venganza, los malhechores aprovechaban el vacío de poder y las tropas galas en retirada saqueaban.

Carles se vio envuelto en una de aquellas algaradas yendo a casa de su amante con la excusa de la teología. En su trayecto diario había un puesto de guardia y con frecuencia los soldados le hablaban sin que él les atendiera. En aquella ocasión un par de ellos aprovecharon el revuelo para violarlo en plena calle y delante de varios testigos. No había autoridad a quien reclamar y Carles solo pudo ir a llorar su desgracia a su amante, que montó en cólera pero que tampoco pudo hacer nada. Al día siguiente los soldados franceses abandonaron la ciudad dejando atrás saqueos y mujeres mancilladas.

Aquello no fue más que el principio de la desgracia de Carles.

En el momento en que decidió mostrar su homosexualidad firmó su condena; quería desafiar a su padre, aunque sabía que la gran mayoría pensaba como su progenitor. Tampoco le importaba a Carles la desaprobación de esas otras personas. Él era como era y no quería esconderlo.

La homosexualidad no era delito, pero la sodomía sí. Y de eso le acusaron cuando se restableció el nuevo orden en Perpiñán. Varios testigos, aupados por enemigos comerciales del padre, afirmaban que le vieron fornicar con los soldados franceses en plena calle. De poco le sirvió alegar que fue violado, los prejuicios sobre él pesaron más que la verdad. Nadie excepto su madre movió un dedo para ayudarle. Ni su padre, ni su hermano, ni su poderoso amante hicieron nada. Desaparecieron, le dejaron solo.

Carles envió recados desesperados al eclesiástico, que este no respondió. El chico estaba enamorado y su abandono le partía el corazón más que cualquier otra cosa. Al final le mandó un mensaje advirtiéndole que si no acudía en su ayuda, confesaría su relación. Esta vez el clérigo respondió. Le decía que era un chico vicioso y mentiroso, que trató de tentarle a él sin éxito, y que lamentaba que todos sus esfuerzos por llevarle al buen camino hubieran fracasado. Sería la palabra de Carles contra la de él, hombre respetado y poderoso. Aquella traición le hundió para siempre. ¡Fue precisamente aquel clérigo quien le introdujo en los placeres del cuerpo! El abogado que pagaba la madre no pudo hacer nada frente a la palabra de los testigos.

Carles fue declarado culpable. Al ser menor se libró de la muerte a cambio de unos azotes públicos y de sentarle sobre una parrilla hasta que el juez olió su carne achicharrada. Las quemaduras de aquel suplicio eran mortales en la mayoría de los casos, pero Carles, para su desgracia, como él decía, sobrevivió. Los cuidados de su madre y los generosos sobornos a los carceleros para que aceptaran a los médicos lograron mantenerle con vida aun a costa de horribles sufrimientos.

Pero el castigo no bastaba; pasaría el resto de sus días remando en galeras.

En septiembre, la flota del almirante Vilamarí llegó a Colliure con el rey Fernando. El monarca tomó posesión oficial del Rosellón y se instaló en Perpiñán, los notables le juraron fidelidad y el territorio se pacificó una vez las tropas reales lo ocuparon. El 8 de octubre, cumplida su misión, el rey regresaba a Barcelona en la
Santa Eulalia
y Carles, casi restablecido de sus heridas, remaba cumpliendo su condena. Pasó la invernada en Barcelona y, con excepción de algunos días en que se hizo el mantenimiento estacional de la nave, el chico, junto al resto de los galeotes, estuvo todo el tiempo atado en su banco con solo unas lonas cubriéndole del relente.

—Esa es mi doble condena —concluyó—. La miseria que conlleva esta vida de galeote y sufrir los abusos de unos cuantos desgraciados.

—¿Por qué no los denuncias a la oficialidad?

Carles rio de lo absurdo de la pregunta.

—Aún no te has enterado de dónde estás, Joan —repuso—. Un galeote no es nada. Poco más que una rata. Los oficiales no hablan con nosotros ni esperan que nosotros hablemos, solo dirigirte a un mando por encima de un alguacil es un insulto para él.

—Pero tiene que haber forma de denunciar lo que está pasando, aunque sea a un alguacil distinto de Garau.

—No les importa lo más mínimo lo que hagan conmigo. ¿Te crees que no lo saben? Un día de este invierno, en Barcelona, aprovecharon que los oficiales estaban en tierra para violarme.

—¡¿Qué?!

—Sí, me violaron, y mis gritos se oyeron en toda la galera hasta que me llenaron la boca con trapos. —Carles le miraba con ojos húmedos de lágrimas—. Después me azotaron por gritar.

—¿Quiénes fueron? —Joan se sentía horrorizado. Le indignaba que molestaran a Carles, pero una violación era el colmo.

—Esos dos de atrás y Garau —dijo el chico con rabia—. Todos y cada uno de ellos. Y lo hicieron en varias ocasiones.

—Pero ¿cómo se atreven? Son adultos y su pena sería la muerte.

—¿Y quién los denuncia? —repuso Carles—. Nuestra palabra no vale nada.

Joan movió la cabeza en un disgusto azorado sin saber qué responder.

—Aunque te diré algo —le dijo Carles con rabia—. Quieren que me someta a ellos, que sea su puta. Pero antes se helará el infierno que yo consienta. Me lo han quitado todo, pero no podrán robarme mi dignidad.

A Joan le afectó mucho el relato. Admiraba la valentía de aquel chiquillo, débil y de formas femeninas, que no se rendía. Recordó las palabras de Abdalá, la verdadera libertad estaba en el interior del individuo, en su espíritu, en su mente. Y mientras no se sometiera, Carles continuaba siendo libre.

Le habían enseñado a despreciar a los homosexuales. Pero nunca había conocido a ninguno. ¿Qué culpa tenía él de ser medio mujer? Era el deseo de Dios que él fuera así, puesto que así había sido creado. ¿Qué pecado cometía Carles amando a un hombre si esa era su tendencia natural? Joan estaba en galeras por matar, pero Carles no cometió crimen alguno; no merecía el castigo que sufría y sintió una gran pena por él.

Por primera vez desde que fue encadenado a la galera, Joan sacó su libro. Se conservaba bien y estaba por empezar. Destapó el corcho de su tintero, le echó unas gotas de agua para evitar que la tinta se secara y removió el líquido con la pluma. Anotó: «Medio mujer entre los hombres y medio hombre entre las mujeres». Y después: «Mientras conserves la dignidad serás libre».

Y no escribió más. Tenía mucho que pensar sobre aquello.

65

E
n la mañana del sexto día de navegación la flota divisó las costas sardas, habían llegado a mitad de camino. Sin embargo, en lugar de dirigirse al norte y cruzar por el estrecho de Bonifacio que separa Córcega de Cerdeña y seguir hacia Nápoles, la nave capitana puso rumbo sur. El día era claro y la costa se perfilaba nítida sobre el mar azul.

A primera hora de la tarde divisaban el cabo de Caccia, horadado por cuevas de enormes dimensiones, como las de Neptuno y Dragonera, donde los navegantes decían que los piratas escondían sus botines. Detrás estaba el mayor puerto natural del Mediterráneo, llamado de Conté, refugio de naves en las tormentas y lugar de reparación, y en sus cercanías se encontraban varios islotes tras los que los piratas acostumbraban a acechar sus presas.

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