Aunque las conversaciones que Joan oía a los franceses no denotaban temor. El rey Carlos VIII de Francia no le hizo un regalo a los reyes de España impresionado por la toma de Granada. Tenía otros planes. Nada menos que recorrer toda Italia hasta el reino de Nápoles, conquistarlo y declararse soberano por la herencia que le venía de los Anjou, sus antiguos reyes. Pero el rey Fernando I de Nápoles, llamado Ferrante de Aragón, era primo del rey Fernando de España y estaba casado con Juana, la hermana de este. El trato era que España no intervendría contra Francia ni podría acordar alianzas matrimoniales con otros países europeos sin el consentimiento de esta. De alguna forma, Fernando de España le daba carta blanca a Francia contra su primo y hermana.
—El rey Fernando traiciona a su familia de Nápoles —oyó Joan que decía uno de los criados del séquito francés.
—Quizá —repuso otro—. Pero dicen que el astuto rey de Aragón se guarda un as en la manga. ¿Sabes que el acuerdo se rompe si alguno de los dos firmantes ataca al Papa?
—Esa cláusula aparece siempre en los tratados que firman reyes cristianos entre ellos.
—Sí, pero mira el mapa —repuso el primero—. Los Estados Pontificios, donde reina un Papa español, se encuentran en el camino de Francia a Nápoles. El rey Carlos VIII tendrá que pasar por ellos.
Entonces Joan supo que habría guerra en Italia muy pronto y que, a pesar del acuerdo, el rey Fernando no se quedaría con los brazos cruzados.
El taller del maestro Eloi continuaría fabricando cañones sin parar y habría pasajes gratuitos con destino a Italia para muchachos como Joan que quisieran empuñar las armas.
A
pesar de los augurios de guerra, aquel era tiempo de paz y gloria para los reyes Isabel y Fernando. Las buenas noticias no cesaban. En abril, después de la Pascua, se presentó en San Jerónimo de la Murta un marino llamado Cristóbal Colón que decía haber cumplido su promesa a los monarcas, encontrando una ruta mucho más corta para llegar a las Indias. Los reyes y su corte le hicieron grandes honores, entraron en Barcelona juntos y celebraron una misa de acción de gracias en la catedral donde Isabel, Fernando y Juan, el príncipe heredero, apadrinaron el bautizo de seis indios que el «almirante de la mar océana», como Colón se hacía llamar, traía en su séquito.
Los comentarios de los marinos en las tabernas eran muy variados y todos positivos. La apertura de una nueva ruta a las Indias, cuando los otomanos controlaban gran parte del comercio de Oriente, traería consecuencias muy positivas para España. Se reclutaban marinos para el siguiente viaje del almirante Colón y Joan se dijo que sería una aventura apasionante, pero que a él no le interesaba. Tenía su corazón en Nápoles.
En verano llegó la noticia que Joan esperaba. El almirante Vilamarí, recién llegado de Italia, se entrevistó con el rey y logró que el monarca revocase la orden de desguace de su flota. Al parecer, la recuperación de los condados del norte después de más de treinta años de dominio francés provocaba disturbios y la flota era necesaria para reafirmar allí la presencia española. Los reyes continuaban en San Jerónimo de la Murta, así que las galeras de Vilamarí se quedaron en el puerto de Badalona. Sin embargo, algunos de los marinos llegaban a Barcelona en busca de diversión o para ver a sus familiares y allí los esperaba ansioso Joan. Tuvo que soportar fanfarronadas de marinos ebrios contando sus aventuras en Italia, pero obtuvo de ellos una información importante. Un tipo que coincidía con la descripción del Tuerto continuaba al servicio del almirante y tenía un puesto de alguacil en la galera capitana, la
Santa Eulalia
. Sin embargo, no aparecía por las tabernas y cuando Joan obtuvo el permiso de Eloi para viajar a Badalona, a solo un poco más de un par de horas de distancia a pie de Barcelona, y quedarse allí el tiempo que precisara, llegó la noticia de que la flota zarpaba de inmediato hacia el Rosellón. Joan se dijo que debía ser paciente y esperar.
Un par de personajes que no parecían ni marinos ni mercaderes llamaron la atención de Joan a finales de verano en las tabernas. El más joven no alcanzaba los veinte años y vestía sedas y terciopelo, mientras que el mayor estaba cercano a la treintena y a pesar de no ser muy alto, su cuerpo nervudo y su gesto severo imponían respeto. Tenía ojos castaños y la nariz aplastada, mucho más que la de Joan. Observándolos, este concluyó que el muchacho era un noble calavera y el otro, su guardaespaldas.
Al cabo de unos días, Joan se sentó en la mesa desde donde el hombre vigilaba al joven que jugaba a los dados y entabló conversación. Se llamaba Miquel
Corella
, hablaba con un marcado acento valenciano, dijo que residía en Roma y que estaba al servicio de su santidad el papa Alejandro VI.
Joan los acompañó a la salida: el muchacho estaba ebrio y se mostraba violento. Había perdido una buena suma a los dados y después de desenfundar su espada empezó a gritar fanfarroneando con un curioso acento mezcla de valenciano e italiano. Hacía caso omiso a Miquel Corella, que le pedía que envainara la espada y se contuviera. Un gato se cruzó en su camino y dibujando dos círculos en el aire lo ensartó con su espada. El felino lanzó un maullido espeluznante al tiempo que el chico gritaba victorioso.
—¡Maldita sea! —exclamó Miquel Corella sin poder contenerse—. ¡Envainad de una vez la espada! ¡Vamos a tener problemas!
—Los tendréis vos, no yo —contestó el joven con descaro—. Por algo soy el hijo del Papa.
—Estoy harto de hacer de niñera de este inconsciente —le confesó Miquel a Joan días después, cuando tenían ya confianza—. Está acostumbrado a que todos cedan a sus caprichos y hace lo contrario de lo que le ordena su padre. Bebe, maldice, juega a los dados y gasta a espuertas.
Joan supo que se trataba de Juan Borgia, hijo del papa Alejandro VI y al que Vilamarí transportó a Barcelona desde Roma para que casase con María Enríquez, prima del rey y viuda de su hermano mayor, del que heredaba el ducado de Gandía.
—Se propasa con las mujeres de buen ver y yo tengo que resolver los entuertos —le contaba el valenciano—. Y a pesar de que su padre le ordenó que consumara su matrimonio con la prima del rey de inmediato, parece que aún no la ha tocado. El Papa está furioso por sus escándalos, sabe que la reina Isabel es muy beata y le preocupa su opinión.
Los hechos confirmaron las palabras de Miquel Corella, pues un par de días después Juan Borgia, bronco después de haber bebido y de perder a los dados, agarraba de los senos a Margarida, la provocativa hija de uno de los taberneros, que lucía un amplio escote. A la muchacha no le importaron ni los títulos de su asaltante ni las promesas de dinero y le abofeteó. Juan Borgia se revolvió dispuesto a golpearla, pero Margarida, que sabía defenderse, le clavó las uñas en la mejilla mientras chillaba y le llamaba miserable. Joan se interpuso a tiempo sujetando la mano del hijo del Papa, que empuñaba ya su daga. Mientras, Miquel Corella mantenía a raya con su espada a los parroquianos que querían linchar al joven duque. Hirió levemente a un par de marinos mostrando unas notables dotes de espadachín y con la ayuda de Joan, que arrastraba a Juan Borgia, se abrieron paso hasta la calle sin ser heridos.
—¡No sabes quién soy yo, puta! —le gritaba el Borgia a la muchacha.
—Seré puta para quien yo quiera —contestaba Margarida—. Pero para ti soy la Virgen. Métete tu dinero por el culo, porque soy pobre pero digna.
Joan los acompañó y a mitad de camino a su palacio, el duque de Gandía, rabioso, mató con su espada a un perro callejero. Miquel Corella le dio las gracias a Joan y le pidió que los acompañara las noches siguientes. El hijo del Papa se metería de nuevo en líos.
—No podré estar todas, pero lo intentaré —repuso rechazando el dinero que Miquel le ofrecía. Le gustaba el valenciano.
Aquella noche escribió en su libro de aprendiz: «Seré puta para quien yo quiera». Y se sintió orgulloso de la muchacha. Fue Margarida quien, en un cuarto interior de la taberna en un momento en que no había clientes, le mostró a Joan cómo era una mujer. Fue su primera vez.
—La próxima me tendrás que pagar —le dijo sonriente al despedirse de un Joan que aún no había recuperado sus sentidos.
Él no era el único de los afortunados que gozaban de sus favores a cambio de dinero, pero Margarida solo aceptaba a quien ella quería. «Soy pobre pero digna», anotó Joan con una sonrisa y añadió: «¡Aprende, duque!».
En septiembre, el rey embarcó para visitar los condados recuperados y asegurar su pacificación y lealtad a la corona. Y fue el almirante Bernat de Vilamarí quien le llevó con sus naves hasta Colliure; sin duda, el marino había recuperado el favor del monarca. La estancia de la flota en Badalona fue muy breve, ni siquiera le dio tiempo a Joan de acercarse y el Tuerto no se dejó ver en las tabernas de Barcelona.
La espera agotaba al muchacho, que ya no podía con su impaciencia. Hasta el maestro Eloi, que conocía su pasado y aceptaba que frecuentara las tabernas, le llamó la atención por sus ausencias en horario de trabajo.
—Ya falta poco, maestro —le respondía el chico—. Pronto sabré dónde está mi familia.
J
oan había vivido aquella escena muchas veces en sus pensamientos. Estaba el hombre tuerto, el asesino de su padre, en una mesa de la taberna, solitario, bebiendo, carcomido por los remordimientos. Y con la excusa de querer enrolarse como grumete en su galera, Joan se sentaba con él y le hacía hablar. El hombre le contaba dónde estaba el mercado de esclavos en el que vendieron a su madre y hermana y le daba toda la información para encontrarlas. Y después decidía si lo mataba o no. Las veces en que se imaginaba consumando su venganza, sucedía en un callejón oscuro y Joan degollaba al hombre para luego escapar sin nadie que le viera.
Pero todo ocurriría de forma muy distinta.
Joan tenía ya veintidós años y hacía diez del asalto a su aldea. Aquellas terribles imágenes continuaban frescas como el primer día, grabadas a fuego en su memoria, como también lo estaba la cara enjuta del hombre y aquel hueco y su cicatriz donde debiera estar el ojo izquierdo.
Al verlo sintió su corazón acelerarse. Estaba con los jugadores de dados en un rincón de la taberna y continuaba sin usar un parche que cubriera aquel desagradable vacío en su cara. El chico identificó a los tahúres habituales y supuso que los otros eran marinos de la flota de Vilamarí. Al principio parecía que el Tuerto iba a ganar una buena suma y expresaba su satisfacción con aquella sonrisa que
Joan recordaba con rabia y pesadumbre. El muchacho había presenciado muchas partidas de dados en las tabernas y se dijo que pronto la buena racha del marino terminaría.
Y así fue. Entre maldiciones, el hombre fue perdiendo lo ganado para empezar a rebuscar en su bolsa, cada vez más reducida. Apartó de un empujón a uno de sus camaradas reprochándole que se le pegara demasiado y con una palabrota apostó un puñado de monedas:
—Todo o nada —dijo.
Joan vio la mirada que intercambiaron los fulleros y supo que perdería su dinero. Al muchacho le preocupaba el mal humor con que terminaría el marino; necesitaba que le hablara. Pero nadie, entre los asiduos a las tabernas, conocedores de los jugadores profesionales, osaba estropearles un buen negocio, así que presenció en silencio cómo le desplumaban.
Los compañeros del Tuerto, más prudentes en su juego, continuaron con los dados, pero el hombre sin ojo, maldiciendo en voz baja, tomó una jarra de vino y un vaso del mostrador y se fue a beberlo en solitario a una mesa apartada.
Joan esperó a que se calmara, sabía que no era un buen momento para abordarle, pero había esperado demasiado tiempo aquella oportunidad y temió que no se repitiera. Cogió su jarra de vino y su vaso, y se sentó en la mesa del hombre:
—Dios os guarde.
El marino le miró y soltó un gruñido por respuesta. Su único ojo se clavó en el suyo izquierdo e hizo estremecer a Joan: por un instante sintió el mismo miedo que diez años antes cuando aquel tipo, junto con otros, emboscó a su padre y a los de su aldea. Después vino la rabia y el odio. Joan ya no era un niño como entonces y superaba en altura y tamaño a aquel individuo malcarado. Por muy malhumorado que este estuviera, no le ganaba en resentimiento, pero no buscaba pelea y quiso dulcificar su mirada con una sonrisa.
—Sois marino de la flota de Vilamarí, ¿verdad? —inquirió Joan.
El hombre le volvió a mirar desafiante.
—Soy alguacil. ¿Y qué?
—Que en las tabernas se cuentan muchas hazañas vuestras.
El Tuerto contestó con un gruñido y tragó el contenido de su vaso. Lo volvió a llenar.
—Como cuando a sueldo de los Medid de Florencia asaltasteis nada menos que Génova con dieciocho galeras. —Joan pretendía animar al marino recordándole sus glorias—. O cuando defendisteis el reino de Nápoles contra los venecianos y franceses, y después luchasteis contra los turcos en Malta, Gozo y Sicilia. O cuando antes asaltasteis Damieta, en el delta del Nilo, hundiendo quince naves enemigas, tomando el castillo de los mamelucos y cortando el tráfico marítimo de Egipto...
—Es una vida de mierda —le atajó el hombre.
—Sí, pero también se dice que sacáis buenos botines y que el almirante es generoso en el reparto.
—La mayor parte se la queda Vilamarí para los gastos de las naves, para su bolsillo y para el del rey —murmuró el marino—. Y a nosotros, los que nos jugamos la vida, nos da las migajas. Y a veces no tenemos para comer más que galleta dura y lo poco que podemos pescar.
A pesar de la mezcla de temor y repugnancia que le producía el hombre, Joan estaba satisfecho de sí mismo. Logró que aquel tipo huraño hablara, tragándose su odio, conteniendo sus deseos de venganza. Y animado por el éxito, se lanzó a sonsacarle.
—Sí, pero cuando tenéis necesidad, asaltáis los pueblos de la costa —le dijo en tono confidencial—. Cogéis todo lo de valor y vendéis a los cautivos en el mercado de esclavos. Eso da dinero.
El hombre tragó el contenido de su vaso y al intentar rellenarlo vio que su jarra estaba vacía. Gritó al tabernero pidiendo otra y miró a Joan con suspicacia.
—Solo hacemos eso en territorio enemigo. —Su ojo miró alternativamente los de Joan.
El chico sonrió al tiempo que meneaba la cabeza como si trataran un secreto entre colegas y le guiñó un ojo.