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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (63 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Aun así, Joan estaba desesperado; iba a perder a Anna para siempre y, a pesar de sus dudas y el enorme riesgo, decidió tomar aquella opción, la única.

Corrió hasta donde se encontraban ancladas las galeras, lejos del alcance de los cañones de Castel Nuovo. Mientras, iba pensando cómo convencer al almirante para que persiguiera y asaltara la carabela.

Joan sabía que una vez cumplida su misión de desembarcar al rey Ferrandino y sus tropas, las galeras del almirante en jefe Requesens partirían de inmediato para dar apoyo marítimo a las operaciones de Gonzalo Fernández de Córdoba en Calabria, y tenían prioridad a la hora de reponer suministros. Las vituallas escaseaban en Nápoles; se trataba de un bien estratégico crucial en la guerra y el abastecimiento de las galeras era lento. Bernat de Vilamarí tenía que esperar su turno y el almirante seguía la norma de no emprender ninguna acción sin los suministros reglamentarios tanto humanos como de comida, agua, armas y pólvora. Se contaban muchas historias de marinos que perecían de hambre y sed en una nave desarbolada y alejada de su ruta por una tormenta inesperada. Su ley de león le impedía exponer la vida de sus hombres de manera innecesaria.

Sin duda Lucca conocía que las galeras no estaban preparadas y astutamente lo aprovechaba para huir. No le sería fácil a Joan encontrar los argumentos para convencer a Vilamarí.

Cuando llegó jadeante a la
Santa Eulalia
, fue a la búsqueda de su amigo el capitán Solsona y lo encontró desayunando con algunos de los oficiales en la carroza de la nave.

—Deberías pasar las noches en la galera, muchacho —le dijo al verle Pere Torrent, el oficial de infantería—. El capitán te consiente demasiado. No dejas de ser un simple galeote aunque cumplas como artillero.

Torrent era el oficial de mayor rango después del almirante, aunque a bordo, solo de forma nominal, estuviera bajo las órdenes del capitán. Joan pensaba que era un bocazas, estaba habituado a sus pullas y a ignorarlas, y pidió hablar aparte con Genís.

Le contó su situación y su angustia sin ocultarle detalles. Genís Solsona era su amigo y conocía sus amores con Anna.

—El almirante pasa la noche en tierra, en uno de los palacios de la ciudad, tiene una historia galante con una viuda noble —le dijo—. No será fácil que se decida a salir. Solo pudimos reponer el agua y andamos escasos de galleta, habas, garbanzos y tocino.

—La pólvora y los suministros de artillería sobrepasan el ochenta por ciento —repuso Joan—. Y solo se trata de una carabela, deberíamos alcanzarla en pocas horas.

—No si sale con la marea y nosotros la perdemos —replicó el capitán—. En ese caso y si se mantiene el viento sur, costaría alcanzarla. Quizá incluso lograra llegar a Gaeta antes y ponerse a salvo. No creo que las propiedades de un hidalgo napolitano sean suficiente incentivo para que Vilamarí arriesgue sus galeras.

—Con que salgamos con la
Santa Eulalia
basta.

—Para alcanzar a la carabela sí, pero rumbo norte podemos toparnos con naves francesas y el almirante no se arriesgará a llevar solo una. Si sale, irá con las cuatro.

—Pues tendrás que decirle que esa carabela transporta un gran tesoro.

Genís Solsona dejó ir una carcajada.

—Se lo dirás tú si te atreves. Pero corres un gran riesgo si el botín defrauda. No me gustaría estar en tu piel si eso ocurre. Yo solo sé que me has dicho que un gran tesoro navega rumbo a Francia.

Mientras Joan corría hacia el palacio de la viuda situado en las cercanías del castillo de puerta de Capua, Genís Solsona preparaba la
Santa Eulalia
para zarpar y alertaba a sus colegas del resto de las galeras.

Joan no tuvo dificultades para que los criados del palacio le condujeran frente al almirante: este había dado órdenes de que así se hiciera si cualquiera de sus hombres lo requería, día o noche. Lo encontró en una gran mesa en el comedor del primer piso desayunando junto a la dama.

—¿Un gran tesoro? —inquirió Vilamarí, escéptico—. ¿Cómo lo sabes?

—He visto cargar los carros, señor —repuso Joan—. Son varios nobles angevinos los que viajan en esa nave.

En los ojos de Bernat de Vilamarí apareció un fulgor especial, era una tentación demasiado grande para el marino.

—¡Vamos! —dijo—. No hay tiempo que perder.

Se vistió de calle de inmediato mientras ordenaba a los criados que ensillaran un par de caballos y partió al galope hacia las galeras, seguido por Joan, que aún no se sentía demasiado seguro montando, y del criado que se haría cargo de los animales.

Las galeras zarparon más tarde de la pleamar. Cuando cruzaron frente a Castel Nuovo, la carabela ya había partido y no la divisaron hasta bastante después de rebasar Castel dell'Ovo. Joan, tenso, se aseguró de que la artillería y los mosquetes estuvieran preparados. Cuando todo estuvo en orden, se derrumbó sobre unos sacos de pólvora, en proa, lejos de los oficiales. Aquella noche había vivido la experiencia más intensa y hermosa de su vida, y después uno de sus mayores desgarros. Las horas de tensión y la falta de sueño se cobraban su precio.

La carabela cruzó el estrecho entre las islas de Ischia y Procida con las galeras siguiéndola como galgos a la liebre, pero aún a suficiente distancia para que el resultado de la persecución fuera incierto, pues el viento del sursureste la favorecía.

Hacia la mitad del camino entre Nápoles y Gaeta, la nave perseguida se hallaba suficientemente cercana para que las galeras se lanzaran sobre ella obligando a los galeotes a remar a boga viva. No estaba aún al alcance de las culebrinas, pero Genís Solsona ordenó que se disparara una salva de aviso para exigir su rendición. Joan cumplió la orden y los angevinos respondieron alzando en su mástil la bandera francesa como desafío. Después dispararon con un falconete desde su popa. Un pequeño surtidor de agua se alzó en el mar, el tiro no tenía la menor posibilidad de alcanzar a las galeras, pero era señal de que la carabela continuaría en su huida y que de ser alcanzada lucharía hasta el final.

Cuando Vilamarí dio orden de prepararse para el asalto, desconocía que las galeras francesas habían divisado la carabela y acudían a todo remo en su ayuda. Al poco los vigías de la
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alertaron de la presencia de las naves enemigas, pero el almirante, aunque preocupado, no estaba dispuesto a abandonar la caza. Habría abordaje.

La suerte estaba echada y los dados rodaban sobre la superficie azul del Mediterráneo.

99

V
ilamarí era consciente del alto riesgo que asumía y sopesaba todas las posibilidades. Sabía que a pesar de la potencia y la rapidez de una galera, en determinadas circunstancias, esta podía ser vencida por una carabela. Dichas naves, aunque solo se desplazaban gracias al viento, tenían su cubierta mucho más alta y una estructura más robusta. La táctica de la galera era embestir por un costado, donde la borda era más baja, y escalar desde el espolón hasta la cubierta. Pero se daban casos en los que, con viento a favor, la carabela esquivaba la embestida y la galera quedaba situada en paralelo a su contrincante, que, como una araña, la amarraba con garfios para evitar que escapara. En esa posición la galera no podía usar su artillería, situada en proa, ni su espolón para el abordaje y su cubierta; sin protecciones, era barrida por los ballesteros y arcabuceros de la carabela, situados en posición más alta y protegidos por sólidas bordas de roble. La situación era peor si la carabela contaba con un artilugio de reciente uso en la mar: la granada. Se trataba de cubiletes de madera rellenos de metralla y pólvora que, una vez encendida la mecha y a punto de explotar, se lanzaban a la cubierta enemiga causando grandes estragos, pues en una galera apenas había donde refugiarse cuando el fuego llegaba de arriba.

El almirante ponderaba ahora la aparición de las naves enemigas, que los superaban en número. Consideró que tenían en contra el mismo viento que ayudaba a la carabela y que por lo tanto solo podían usar los remos. Reevaluó posibilidades. Si ordenaba boga viva, llegarían a la carabela antes que el enemigo. Pero si los franceses los alcanzaban en pleno asalto, sus galeras sufrirían grandes daños, quizá incluso perdiera alguna. Su instinto cazador se impuso a la prudencia. No iba a renunciar a su presa, olía su sangre. Había que actuar con rapidez.

El almirante dio orden de boga viva al tiempo que cursaba instrucciones al resto de las naves y a toque de corneta los galeotes de la
Santa Eulalia
se incorporaron para clavar a la vez los remos en el mar e iniciar la carrera que debía culminar con la captura.

Cuando la
Santa Eulalia
alcanzó la distancia idónea para la artillería, Vilamarí ordenó ritmo normal de boga. Las galeras francesas se distinguían ya con claridad.

Joan tenía una orden concreta: destruir el timón de la carabela. Sufría a cada disparo y quería ser muy preciso; su amada se encontraba en aquella nave y rezaba para que no sufriera daño alguno. Le costó un par de andanadas lograrlo, pero al final el timón saltó hecho añicos y dejó a la nave a merced del viento sursureste y sin posibilidad de maniobrar para esquivar el abordaje.

El primer asalto corrió a cargo de la galera comandada por el antiguo capitán de la
Santa Eulalia
, Pau de Perelló, que la embistió por popa después de descargar en ella su artillería. Pudo amarrar la nave con sus garfios y entre fuego de mosquetes y saetas los infantes de marina intentaron el asalto, pero la borda era muy elevada en aquel lugar. Los angevinos lanzaban granadas y la situación se hizo crítica para los asaltantes. Aquello entraba en los cálculos de Vilamarí, que con el enemigo ocupado en el castillo de popa lanzó a la
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, a boga viva, trazando un ancho semicírculo, contra el costado de babor de la carabela, entre el castillo de proa y el de popa, el lugar donde su borda era más baja. Joan ordenó disparar la artillería instantes antes del choque, y en la nave contraria se levantó una nube de humo, astillas y polvo. De inmediato, el espolón golpeó el maderamen de la carabela y los infantes, protegidos por el fuego de arcabuces y saetas, lanzaron sus garfios. No hubo respuesta desde la nave enemiga y cuando la infantería pisó la cubierta, los defensores se refugiaron en los castillos de proa y popa. En un momento los ochenta hombres al mando de Pere Torrent se encaramaron a la carabela y la lucha pasó a ser cuerpo a cuerpo.

Joan estaba entre los primeros en subir. Él era el jefe artillero y no debía participar en el asalto, pero se dijo que una vez aquella masa humana se lanzara al abordaje, gritando a todo pulmón, nadie podría impedirle unirse a ellos. En su mano blandía una azcona que clavó con todas sus fuerzas contra un marino enemigo. El desdichado cayó con un grito sujetando el astil del arma que le atravesaba el pecho. Las mujeres estaban ocultas bajo cubierta y, a pesar de su ansiedad por Anna, a quien buscó fue al marido. Lo vio defendiendo el castillo de proa junto a varios hombres y Joan, acompañando a los infantes, se fue contra él, quería alcanzarle antes de que se rindiera. Se alegraba de que el hombre los esperara arrogante, con su espada desenvainada.

—¡Ricardo Lucca! —le gritó.

—¿Tú otra vez? —inquirió este preguntándose el papel que Joan desempeñaba en todo aquello.

—¡Anna y yo nos amamos! —le dijo cuando ya estaba al alcance de su espada.

Joan pudo ver cómo el rostro de Lucca reflejaba la sorpresa y el dolor de la súbita constatación de algo que le torturaba: Anna le había sido infiel. Y Joan añadió lo obvio:

—Ayer dormimos juntos.

Solo decirlo, Joan sintió una súbita compasión por aquel hombre al que ya no le quedaba más opción que morir o matar. Y comprendió que lo quería muerto a toda costa y que aquel era el motivo por el que, con toda crueldad, le había clavado la puya más dolorosa. La que le destrozaba el corazón. Al tiempo que el hombre se abalanzaba sobre él con un rugido de rabia, vio con sorpresa cómo la mirada arrogante de su contrincante se llenaba de lágrimas.

Los ojos húmedos de Ricardo Lucca apenas distinguían al intruso que encontró al amanecer en su hogar, ultrajado con la complicidad de su joven esposa, porque la veía a ella, bella y sonriente. Y se decía que no podía ser, pero que así era. Notaba sus entrañas retorciéndose al tiempo que un sollozo de dolor y furia trataba de salir por su garganta.

Joan detuvo con dificultad los golpes que uno tras otro, con una fuerza desesperada, le propinaba el marido y llegó a temer que, a pesar de su preparación en esgrima y su juventud, este le hiriera. Sabía que no valían rendiciones, aquella lucha era a muerte. Entonces pensó en Anna. Combatía por ella. Y toda la rabia contenida contra su rival durante tanto tiempo estalló en su pecho y empezó a devolver los golpes con el mismo furor con el que se los propinaba su enemigo, aun tratando de mantener su mente fría. Ese no era el caso de Lucca, que, sintiendo la muerte helándole ya el corazón, luchaba con la desesperación del que quiere morir matando.

Un abordaje no era un duelo entre caballeros y cuando los marinos que acompañaban a Lucca se rindieron, los infantes le gritaron a este que también lo hiciera. Pero el napolitano no los escuchaba y no detuvo ni un instante su intercambio de golpes con Joan. Entonces uno de los soldados le clavó una lanza por la espalda, en la zona lumbar, y Lucca soltó un gemido al tiempo que descubría su guardia. Joan aprovechó la ocasión para asestarle un gran tajo en el cuello que le hizo caer sobre cubierta. Tumbado boca arriba, mirando al cielo, Ricardo Lucca quiso entregar cuanto antes su alma al Señor, para que dejara de dolerle, y en unos instantes la vida se le fue junto con la sangre que manchaba las maderas.

El joven tuvo la impresión de que en ningún momento el marido de su amada dejó de mirarle a los ojos. Y que continuaba haciéndolo ya muerto, tendido sobre un charco carmesí. Jamás en el resto de su existencia olvidaría aquella mirada. Se despertaría en las noches viéndola y preguntándose todo lo que aquellos ojos le decían en la vida y en la muerte. Lucca no murió defendiendo sus tesoros de oro y plata, sino en una lucha desesperada por negar que había perdido lo que más quería. El amor de Anna.

Joan se sentía confuso; una avalancha de sentimientos le desbordaba. No hubo nobleza alguna en la forma en que mató a Lucca y ni siquiera le detuvo el hecho de que estuviera herido, de que ya no fuera peligroso. Era culpable de un crimen y comprendió que ya se sentía culpable de asesinar a Lucca antes de matarle físicamente. Quería hacerlo, no se detuvo hasta lograrlo y consumó su crimen sin importarle la legitimidad o decencia de los medios.

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