Castel dell'Ovo parecía listo para soportar el asedio y Joan se precipitó por la larga pasarela sobre el mar que lo unía a tierra, pero, cuando llegaba a la puerta, los centinelas le ordenaron que se detuviera de inmediato.
—¡Debo embarcar en la
Santa Eulalia
, soy su oficial artillero! —les gritó.
—Tenemos orden de que no entre nadie —le apuntaban con ballestas.
—¡Tengo que abordar mi galera! —insistió—. ¡Me declararán desertor!
—No puedes entrar. ¡Vete!
Joan se quedó inmóvil. La
Santa Eulalia
estaba atracada en el pequeño embarcadero del castillo, allí mismo, y no podía llegar a ella.
—¡Vete si no quieres que te disparemos! —le amenazaron.
—Tengo que subir a esa galera.
Los ballesteros montaron sus armas y apuntaron a Joan.
—Por última vez. ¡Vete!
Comprendió que en unos instantes le ensartarían con sus dardos, tenían órdenes estrictas. Miró al agua, ¿podría llegar a nado? Pensó que tenía una posibilidad entre diez, había una buena distancia, las aguas estarían heladas y seguramente moriría de frío antes de alcanzar la nave.
—¡Dejad que el muchacho entre!
Joan miró hacia la puerta, esperanzado, y de inmediato reconoció a quien daba la orden. ¡Era Innico d'Avalos, el noble napolitano del extraño medallón!
El joven sintió un alivio infinito al ver cómo los centinelas le franqueaban la entrada. Innico vestía armadura y su barba blanca acentuaba su semblante serio.
—Tendrás que esperar a que embarquen los monarcas —le dijo.
—Gracias —repuso Joan.
Se dirigió hasta el puerto acompañado de Innico y vio cómo el joven rey Ferrandino —junto a su tío Federico, la reina viuda Juana, hermana del rey de España, y el resto de la familia real— embarcaba en la
Santa Eulalia
y era recibido por Vilamarí y por Genís Solsona. Joan se escabulló hacia proa después de intercambiar un saludo con Genís. La carroza estaba repleta de realeza y no era el momento de dar explicaciones. Saludó a los marinos encargados de la artillería y se derrumbó agotado sobre unas cuerdas al pie del cañón.
A la flota de Vilamarí se habían unido diez galeras napolitanas que continuaban fieles a Ferrandino y un buen número de barcos a vela. Cuando partieron hacia la isla de Ischia, de la ciudad de Nápoles se elevaban varias columnas de humo: unas de los incendios en los palacios de los fieles a la dinastía de Aragón, y otras de las enormes llamas que consumían las naves en el puerto. Era un espectáculo estremecedor que provocaba en Joan sentimientos encontrados. Aquellas llamas, aquel humo, marcaban el fin de una época y su corazón se desgarraba pensando que pasaría mucho tiempo hasta que pudiera ver a Anna de nuevo. Por otra parte, el contacto frío y familiar de las piezas de artillería le transmitía paz y seguridad, aquel era su extraño hogar. Se dijo que de buen grado hubiera cambiado mil veces aquel insólito confort solo por la proximidad de ella. Aún guardaba el calor de su cuerpo en su pecho y para mantenerlo se hizo un ovillo. A pesar del zarandeo y lo duro de las tablas, al poco, extenuado, se entregó al sueño y por un momento su expresión se dulcificó con una sonrisa; soñaba que la volvía a abrazar.
E
l estampido de un cañonazo y después otro despertaron a Joan sobresaltado. ¡Les disparaban a ellos!
—¡Preparad la artillería! —oyó gritar al capitán—. ¡Disparad sobre el castillo!
Habían llegado a la isla de Ischia, pero el recibimiento no era el esperado y desde la fortaleza, que se alzaba sobre un islote rocoso unido a la isla principal por un puente, disparaban a las naves. En sus almenas aún lucía las enseñas napolitanas, al igual que las de la flota, y el joven rey Ferrandino maldecía y se lamentaba por esta nueva traición.
Aunque atontado, Joan pudo ver los surtidores de agua que las balas levantaban en el mar y calculó instintivamente la potencia de disparo, ángulo de tiro, calibre y distancia de la artillería enemiga.
—¡Cargad solo las culebrinas! —gritó a sus marinos—. ¡Con balas de hierro macizo!
Y corrió hacia su amigo el capitán, que se encontraba en la mitad de la crujía.
—Si mantenemos esa distancia, las balas de nuestras culebrinas impactarán en sus muros, pero sus cañones no nos alcanzarán —le dijo.
Genís Solsona informó al almirante y este habló con el rey Ferrandino, su tío Fadrique e Innico d'Avalos, que observaban el castillo desde la carroza de la galera. Después, el almirante Vilamarí cursó instrucciones para el resto de las naves con el sistema habitual de banderolas. Las galeras españolas, con sus artilleros entrenados según las instrucciones de Joan, batirían el castillo desde el mar mientras las naves napolitanas desembarcaban las tropas para cerrar el cerco desde tierra. La chalupa de la
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condujo a Innico d'Avalos a la costa, fuera del alcance de los cañones del castillo para comandar las fuerzas terrestres.
Joan no se equivocó. Las culebrinas de las galeras impactaban con fuerza en los muros y torres de la fortaleza y los cañones de esta solo alcanzaban el mar por delante de las proas de los buques de la flotilla. Joan se sentía orgulloso de su trabajo, muy pocos disparos se perdían y el bombardeo se hizo implacable.
Al mediodía una bandera blanca ondeó en las almenas de la fortaleza. Los soldados napolitanos se habían sublevado contra Giusto di Candida, su comandante, y entregaron el baluarte a Innico lanzando vivas al rey.
En la plaza de armas del castillo se reunió la realeza que transportaban las naves, capitanes y nobles fieles a Ferrandino. También estaba el almirante Vilamarí y algunos oficiales de su flota. Entre estos se encontraba Joan, que se coló para no perderse el acontecimiento.
Giusto di Candida estaba de rodillas frente al rey y le suplicaba perdón. Los demás los rodeaban en círculo.
—Así que acordasteis la entrega de la isla a los franceses, ¿verdad? —le interrogaba Ferrandino en voz alta, para que todos le oyeran.
—Sí, mi señor, y me equivoqué —murmuraba el alcaide—. Os suplico clemencia.
—Pero nuestra flota llegó antes —dijo el rey pensativo, como hablando consigo mismo.
Ferrandino era un joven apuesto, de mirada melancólica y solo dos años mayor que Joan. El pueblo napolitano le quería y al abdicar su padre, las gentes le aclamaban cuando se mostraba en las calles a lomos de su alazán. El viejo rey acertó al pensar que su hijo sería capaz de aglutinar la resistencia. Pero era muy joven y a pesar del cariño que suscitaba, muy pocos le creían capaz de detener al ejército francés.
Ferrandino puso lentamente su mano izquierda sobre la cabeza del alcaide, que continuaba implorando compasión en voz baja, como si fuera a bendecirle, pero de repente tiró de su pelo hacia arriba al tiempo que sacaba su daga y de un potente tajo le abrió un gran corte en el cuello. El hombre empezó a sangrar, se echó las manos a la herida mientras caía al suelo, entre espasmos, sobre el barro que formaba su propia sangre. En unos instantes se quedó inmóvil.
Joan miró a Vilamarí y vio cómo este intercambiaba un gesto afirmativo con Innico d'Avalos. La cuchillada seccionó limpiamente la yugular y a los dos viejos guerreros les complacía el feroz gesto de autoridad de Ferrandino.
El rey ordenó que arrojaran el cadáver al mar y de pronto la comitiva pareció sentirse feliz, más confiada en el joven monarca. Joan se dijo que por cruel que aquello pareciera, era lo que todos esperaban del rey.
Ferrandino nombró a Innico d'Avalos gobernador de la isla de Ischia, que por su cercanía a Nápoles era un enclave estratégico de gran valor. Al día siguiente Carlos VIII de Francia entraba en la ciudad de Nápoles y la población lo recibía con vítores.
Aun así, el joven monarca napolitano no desfalleció y a bordo de la
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y al frente de la flota de catorce galeras que comandaba Vilamarí se acercaba a Nápoles para animar desde el mar a los defensores de los castillos Nuovo y Dell'Ovo, que eran batidos continuamente por la artillería francesa. Los franceses no tenían aún una flota suficiente para oponerse a la de Vilamarí y el rey empezó a recorrer todo el litoral al sur de Nápoles entrevistándose con los gobernadores de las fortalezas costeras que todavía le eran fieles exhortándoles a la resistencia.
Al normalizarse la vida en la galera, Joan encontró el tiempo y la intimidad para escribir en su libro. Las palabras de Antonello retumbaban en sus oídos y pensaba en ellas de continuo. Quizá tuviera mucho que aprender, como decía el librero, pero no estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa y solo se quedaría con lo que él considerara de valor. No importaba que las ideas vinieran de alguien al que él respetaba tanto como a Antonello o ni siquiera del propio Platón.
«Una mujer honesta es la que se entrega al hombre que ama», escribió, y después: «¿No es acaso honesto proteger a la familia? ¿Sacrificarse por los padres, por el hermano?».
Simpatizaba en parte con la frase del librero, pero que Anna complaciera a Ricardo Lucca sin estar enamorada tampoco la hacía una mujer deshonesta. Pensaba que Antonello era injusto. Su reflexión le llevó a una conclusión absurda y aun así la escribió: «Entonces, ¿debiera entregarse Anna a los dos para ser honesta? Cumpliría a la vez con nuestro amor y el amor a sus padres». Joan sacudió la cabeza con rabia, no podía soportar el pensamiento de Anna entregada a su marido. Su cuidada caligrafía mostraba unos rasgos más oscuros y profundos cuando escribió: «Uno de los dos sobra y es él». Después cerró los ojos para ver la faz arrogante de Ricardo Lucca y a continuación la escena del degüello del traidor en Ischia. Solo que en sus pensamientos él era Ferrandino y el degollado, Lucca.
A
los pocos días cayeron en manos francesas los castillos Nuovo y Dell'Ovo en Nápoles defendidos por Alfonso d'Avalos, hermano de Innico y leal a la Casa de Aragón. Y después, una tras otra fueron tomadas las demás plazas fuertes del reino.
Joan se compadecía de Ferrandino, que viajaba en la
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, al ver la derrota en su rostro cada vez que al regresar a un baluarte que creía fiel encontraban la bandera enemiga ondeando en sus almenas. A pesar del cariño que despertaba Ferrandino, ni sus más fieles creían en sus posibilidades frente al poderoso ejército francés, y esa convicción llevaba al sometimiento de sus partidarios.
A Joan le costaba identificar en aquel joven de mirada melancólica, rasgos suaves y tranquilos, que amaba la poesía y se emocionaba con ella, al hombre capaz de degollar a otro con toda frialdad. Meditó sobre esa dualidad del monarca y sobre lo que en él era natural y lo que se veía obligado a hacer en su posición. Escribió en su libro: «¿Se puede ser rey sin ser cruel?». Después pensó en Carles, en su injusta y brutal muerte, y en la historia de leones y corderos de Vilamarí. «¿Se puede ejercer el poder sin causar daño? Quizá el poder no sea otra cosa que la capacidad de dañar.»
A principios de mayo solo se mantenían fieles al rey la isla de Ischia, al mando de Innico d´Avalos, Reggio y algún otro punto disperso de Calabria al que el ejército invasor daba poca importancia.
Conforme los ejércitos de tierra avanzaban hacia el sur, la flota francesa disponía de nuevos puertos y su potencia aumentaba. Ischia era cada vez más vulnerable y tuvo que rechazar varios intentos de desembarco. Pero el poder francés alarmó a las potencias europeas y sus diplomacias trabajaron sin descanso. El 31 de marzo de 1495 se constituía la Santa Liga, formada por el emperador Maximiliano, Venecia, Milán, el Papa y la monarquía española.
La noticia sorprendió a Carlos VIII disfrutando de la caza y las fiestas en la capital de Nápoles, su recién conquistado reino, y tomó conciencia de su vulnerabilidad.
El soberano francés, temiendo verse atrapado, se hizo coronar rey de Nápoles y, dejando un formidable ejército en su nuevo reino, partió hacia Francia con el resto de sus tropas. Sin embargo, en el norte de Italia le cerraban el paso las fuerzas coaligadas de Milán y Venecia y hubo de enfrentarse a ellas en la batalla de Fornovo, en la que poco le faltó para ser derrotado.
La guerra parecía cambiar de signo. El 24 de mayo la flota de Requesens llegó a Mesina con las tropas españolas y en seguida Ferrandino se entrevistó con Gonzalo Fernández de Córdoba. El joven monarca quería tomar de inmediato la ciudad de Nápoles, pero Gonzalo y los almirantes Vilamarí y Requesens le convencieron para empezar por Calabria, la región más cercana a Sicilia, desde donde podían recibir ayuda o retirarse si la campaña se complicaba.
El andaluz, experto general de las guerras de Granada y del norte de África, sabía que las tropas francesas los superaban en número y estaban mejor preparadas. La travesía desde España duró un mes, sufrieron tormentas y vientos en contra, algunos hombres murieron y otros enfermaron y estaban muy débiles. Además, fuera de algunas unidades con experiencia en la guerra de Granada, la mayoría de las tropas eran bisoñas y muchos soldados hablaban solo gallego y euskera y no entendían el castellano. Necesitaba tiempo.
Pero no lo había, el joven rey estaba impaciente por entrar en combate y el 26 de mayo, solo dos días después de la llegada de Gonzalo Fernández de Córdoba a Mesina, la flota de Requesens, junto a la de Vilamarí, cruzaba las tropas por el estrecho de Mesina para desembarcarlas en Reggio. Empezaba la reconquista del reino.
El 6 de julio, Ferrandino se encontraba de nuevo en la
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mientras la flota comandada por Requesens y Vilamarí navegaba hacia la capital del reino. El joven monarca sabía que muchos napolitanos detestaban el dominio francés y decidió actuar.
La flota, luciendo sus gallardetes napolitanos y aragoneses, recorrió el litoral de la bahía muy cerca de la costa para que desde tierra se tomara conciencia de su poderío. Mientras, las naves francesas, inferiores en número, se refugiaron en el puerto bajo la protección de los cañones de Castel Nuovo. Los franceses, sabiéndose superiores en tierra, salieron de la ciudad para impedir el desembarco y acometer a los recién llegados. Pero cayeron en la treta de Vilamarí y se dirigieron al lugar equivocado mientras el joven monarca desembarcaba cómodamente y entraba en la ciudad aclamado por sus partidarios. Los sublevados acorralaron a la guarnición, que se tuvo que atrincherar mientras las casas de los principales nobles francófilos eran asaltadas.