Joan comprendió que era tarde para matizar que en realidad no era suyo, sino del almirante.
—Es que aún no lo he leído —se excusó.
—Pon precio y véndemelo si quieres conservar a un amigo —le dijo Corella impetuoso—. Las galeras de Vilamarí van y vienen de España y podrás comprar los que quieras.
El joven supo que el valenciano no aceptaría una negativa ni excusas, tampoco quería perder semejante amigo y pensó en un precio desorbitado con la intención de que desistiera.
—Veinte ducados.
—Te daré veinticinco —concluyó el capitán papal tendiéndole la mano para cerrar el trato.
Joan se quedó boquiabierto. Le había comprado a Antonello seis libros por veintidós ducados y Corella le pagaba feliz veinticinco por uno. Le estrechó la mano mientras pensaba en otras estrechuras. Las de la soga al cuello. Vilamarí le haría ahorcar si se enteraba de que le robaba. Pero esa era la única salida que Joan veía al extraño embrollo en que se había metido.
J
oan regresó aquella noche aturdido a la
Santa Eulalia
y no solo por el buen vino que Corella le hizo beber. ¡Veinticinco ducados! En su vida había visto tanto dinero junto. Podía adquirir un ejemplar de
Tirant lo Blanc
a Antonello por menos de tres ducados y medio y encima le daría comisión. Con semejantes beneficios podría comprar gran parte de la libertad de su madre cuando la encontrara. De ninguna manera iba a renunciar a aquel dinero, aunque se jugara la vida.
Decidió tomar prestado el libro del almirante y reponerlo tan pronto regresaran a Nápoles. Mientras, si le preguntaban, diría que se había extraviado en algún lugar de la galera y que lo estaba buscando.
Corella olió el libro con avidez al tiempo que hacía resbalar sus páginas con su dedo pulgar. Parecía catar su calidad por su aroma, tal como hizo con los vinos valencianos bebidos el día anterior en el almuerzo y movía la boca como si gustara su sabor.
Joan se sintió emocionado por tal devoción sensual y se dijo que si alguien merecía poseer aquel ejemplar de
Tirant lo Blanc
, era aquel hombre, que a pesar de su aspecto rudo y a veces cortante era un catador de libros. Después, el valenciano le dio los veinticinco ducados y un abrazo.
—Un amigo mío tiene que ser un caballero o al menos parecerlo —le dijo a continuación—. No te ofendas, pero tienes aspecto de pordiosero y aquí en Roma nadie te considerará lo más mínimo con esa pinta. Vamos a solucionar eso.
Al cabo de unas horas Joan lucía jubón y calzones nuevos y se tocaba con un sombrero a la moda. Corella insistió en que con sus beneficios debía comprar prendas de calidad, y como septiembre estaba a la vuelta de la esquina, también ropa de abrigo. El valenciano tenía tendencia al exceso y Joan hubo de batallar para que la ropa fuera más discreta; no se imaginaba subiendo a la galera con lo que Corella quería que comprara. Al final llegaron a un acuerdo y el sastre y sus ayudantes lo cosieron todo de inmediato, en el tiempo de dar un paseo. Cuando vistió con sus nuevas ropas sonrió feliz al espejo. Ahora podría presentarse frente a Anna como un caballero. La impresionaría.
Cuando se despidieron, el valenciano le dijo:
—No me extrañaría que zarparais mañana. —Su semblante era serio—. Hay problemas. El Papa no tiene tiempo para negociar, necesita los suministros que llegan por mar y me temo que tu almirante ha cerrado un buen trato.
—Muchas gracias por todo, don Miquel —contestó Joan emocionado al comprender que se despedían por mucho tiempo.
—Ve con Dios, hijo, y espero que nos volvamos a ver.
Al llegar con sus nuevas ropas a la galera, algunos de los alguaciles y marinos le silbaron burlonamente. El almirante le observó con curiosidad y no dijo nada, pero al poco el capitán le enviaba a limpiar la artillería con la instrucción de hacerlo él mismo, sin la ayuda de ninguno de los marinos a su cargo. Joan captó el mensaje de inmediato y se despojó de sus costosas ropas para vestirse con las antiguas que llevaba en un hatillo. No usaría su nueva indumentaria hasta volver a pisar una gran ciudad.
Las semanas siguientes las pasaron patrullando la desembocadura del Tíber para impedir que las naves ligeras que los Colonna tenían en el puerto bajo la protección del poderoso castillo de Ostia interceptaran el tráfico de mercancías hacia Roma. Ante la superioridad de la flotilla de Vilamarí, los Colonna se dedicaron a esperar y el almirante tampoco hizo amago de atacar la fortaleza.
Mientras, llegaban noticias de que las naves napolitanas con base en Livorno iban siendo derrotadas en pequeñas escaramuzas. El paulatino avance francés no preocupaba a Vilamarí, ya que Alfonso II de Nápoles tenía en el puerto de Civitavecchia, a un día de navegación al norte, una flota de veinte galeras dispuestas a frenar al enemigo.
Cuando apareció la primera en la desembocadura del Tíber, todos en la
Santa Eulalia
dieron por hecho que sería napolitana. Aun así el almirante ordenó de inmediato zafarrancho de combate y que la infantería de marina a cargo de Torrent se ocultara bajo cubierta, avisando a través de señales a las otras naves para que los imitaran. Los asistentes del almirante y del capitán corrieron a vestirlos con sus armaduras blancas, pero no les pusieron el casco cerrado, sino el abierto y prescindieron de varias piezas para mejorar su agilidad. Aun siendo la armadura blanca menos pesada que las antiguas, Joan se dijo que si caían al agua se ahogarían sin remedio. Por un instante el joven acarició la idea de ayudar al almirante a saltar por la borda, pero se dijo que aquel no era el momento. Quizá en la confusión del combate tuviera la oportunidad de vengarse, matarle y quedar impune.
El resto, a excepción de Torrent, que vestía peto y hombreras de armadura, se protegían con armadillas de cuero recubiertas con placas de hierro, que, aunque proporcionaban menor protección, eran más ligeras y baratas.
Una vez vestido con su armadilla y casco, y ciñendo espada y rodela, Joan corrió a proa para asegurarse de que los marinos tenían los arcabuces preparados y que los cañones cargaban munición de asalto. No regresó a la carroza hasta comprobar que todo estaba en orden.
Las galeras recién llegadas no se entretuvieron en la desembocadura inspeccionando, sino que, como si conocieran perfectamente el río, lo remontaron una tras otra hasta llegar a cinco, dirigiéndose a boga viva y sin vacilar al puerto de Ostia. De repente, desde el castillo tronó una aclamación.
—Son galeras francesas —anunció el vigía.
—¿Galeras francesas? —se sorprendió el capitán Perelló mirando al almirante, desconcertado—. ¿Qué ha ocurrido con la flota napolitana?
Vilamarí se encogió de hombros mientras observaba con atención las maniobras de las naves recién llegadas. Unas nubecillas aparecieron en proa de la primera de ellas y oyeron las salvas de cañón, saludo que fue devuelto desde el castillo. Entonces Vilamarí ordenó que sus galeras se colocaran a una distancia prudencial, río arriba, cerca de la orilla opuesta.
—El ejército francés está aún muy al norte —dijo después de un rato—. Esa flota trae suministros y tropas de refuerzo para Ostia. No quieren que el Papa recupere la fortaleza. Será una buena cabeza de puente para cuando asedien Roma. Fijaos lo bajas que están sus bordas, van muy cargadas, quizá hasta lleven cañones para el castillo.
—Nuestra misión aquí ha terminado —le dijo el piloto a Joan—. El Papa no nos contrató para reconquistar Ostia, sino para asegurar el tráfico fluvial hasta Roma. En el trato quedó claro que no nos enfrentaríamos con fuerzas superiores. Los franceses son cinco y nosotros tres, nos volvemos a Nápoles.
Las galeras francesas no tenían aspecto de querer atacar y nadie creía que hubiera combate, pero Vilamarí quiso saber cuántos soldados desembarcaban y envió una chalupa con ocho marinos armada con un arcabuz y ballestas a la orilla opuesta para que desde una zona de juncales observaran las operaciones en el puerto. Al poco les hacían señales con sus banderines.
—¡Doscientos soldados por galera! —exclamó el capitán—. Los franceses refuerzan la fortaleza con mil en total.
Una tras otra las galeras descargaban, abandonando a continuación el puerto, demasiado pequeño para acoger dos naves a la vez, situándose corriente abajo.
Fue entonces cuando la primera de las galeras francesas descubrió la chalupa y en una rápida maniobra le cortó la salida y la capturó sin que Vilamarí pudiera hacer nada.
El almirante ordenó que la
Santa Eulalia
, seguida de las otras dos naves, se situara en el centro de la corriente del río, mirando hacia su desembocadura y encarando a la galera enemiga. Mientras, obligados por los ballesteros franceses, los marinos de la chalupa se rindieron para subir después a la nave por una escala de cuerda.
El piloto le susurró a Joan al oído:
—Como no los suelten, va a haber batalla.
—¡Pero si ellos tienen cinco naves y nosotros solo tres!
—No importa que sean más —repuso el piloto—. El almirante nunca abandona a los suyos.
—Es un suicidio —se lamentó Joan.
—Vilamarí es así. —Había temor y admiración en su voz—. Él tiene sus propias normas y las sigue.
Entonces oyó que el almirante, conocedor de que hablaba francés, le gritaba:
—Joan Serra, ve a proa y traduce.
El joven corrió con sus armas por la crujía hasta la arrumbada y encaramándose al espolón, gritó hasta que le contestaron de la galera contraria.
—Dile que nos devuelvan la chalupa y los hombres —le ordeno Vilamarí—. Que estamos al servicio del Papa y que somos españoles.
Joan gritó el mensaje a la otra galera y respondieron que los de la chalupa espiaban y que ahora eran prisioneros del rey de Francia.
—Dile que los devuelvan en nombre del Papa y de los reyes de España.
Contestaron que ya negociaría el Papa su libertad cuando el ejército francés entrara en Roma.
En el muelle quedaba aún una galera descargando, pero las otras tres se acercaban para secundar a la que capturó la chalupa.
—Dile que, o me devuelve a mis hombres de inmediato, o los abordamos.
La respuesta desde la galera enemiga fue una risotada.
El piloto corrió hacia el timonel y el corneta se preparó, todos tensaban los músculos esperando la orden.
—¡Boga viva! —gritó el almirante—. ¡Al abordaje!
S
onó la corneta y los galeotes se pusieron de pie como un solo hombre para después hundir los remos en el agua, el bombo marcó el ritmo más potente de boga y la nave, situada a favor de la corriente del río, se lanzó hacia delante con fuerza. El almirante le gritó Genís, el piloto:
—Quiero nuestro espolón en su babor, sobre el banco veinte, un poco antes de su carroza.
Joan revisó de nuevo la artillería y a sus marinos, asegurándose de que todos los arcabuceros se colocaran a proa, dejando espacio para que la infantería pudiera correr sobre el espolón. Mientras, el cómitre situaba a los marinos con ballestas como segunda línea y el oficial Torrent gritaba órdenes a sus hombres, que salían de debajo de la cubierta asiendo lanzas cortas y azconas embadurnadas en sus puntas con brea para que no las pudiera asir el enemigo. Joan comprendió que la ventaja de los franceses en un abordaje no era tal. Ellos habían dejado la infantería en tierra y se disponían a regresar a su puerto base para cargar más soldados mientras que en la flotilla de Vilamarí el oficial Torrent comandaba a ochenta infantes de marina duchos en abordajes y otros tantos se escondían en las otras dos galeras. Vilamarí quiso mantenerlos ocultos para no alertar a los franceses y estos cayeron en la trampa.
Genís Solsona tomó el timón y maniobró hábilmente para dirigir aquella enorme máquina de guerra contra el costado de babor de la galera contraria. Joan podía ver a través de las aperturas de los cañones en la arrumbada como una actividad frenética se apoderaba de la cubierta de la nave enemiga, ya que, ante la superioridad de su flota en número de naves, los franceses no esperaban que la
Santa Eulalia
los abordara. La galera contraria quiso maniobrar para colocarse de proa y así enfilar sus cañones contra su asaltante, pero la chalupa capturada les limitaba los movimientos y cuando la soltaron era ya tarde. La trayectoria de la
Santa Eulalia
describía un círculo anticipándose a la rotación de la galera rival y al poco todos supieron que el impacto se produciría inevitablemente donde el almirante quería. El sacerdote rezaba en voz alta junto al mástil de la
Santa Eulalia
, los soldados y tripulantes le acompañaban en sus súplicas y los galeotes gritaban a cada palada por el esfuerzo al que les obligaban los alguaciles a base de latigazos. Desde la galera contraria empezaron a disparar a discreción, con un pequeño falconete situado en la borda y con los arcabuces. Juan les gritó a los suyos que se mantuvieran a cubierto en la arrumbada sin disparar mientras él observaba de cuando en cuando por la tronera del cañón calculando la distancia que los separaba del enemigo. No fue hasta poco antes del choque cuando ordenó el disparo de la artillería. Las mechas prendieron la pólvora y los tres disparos sonaron casi a la vez. El cañón y los dos falconetes vomitaron fuego y metralla entre la que había trozos de cadena que, rotando, segaban todo lo que encontraban a su paso. El resultado fue devastador. Joan vio entre el humo de la pólvora cómo trozos de la nave contraria saltaban hechos añicos en una mortífera nube de astillas. Los forzados de la galera francesa se ocultaban bajo los bancos y por unos instantes no se vio a nadie vivo en cubierta. Al oír el ruido de remos rotos y el impacto de la proa de la
Santa Eulalia
contra la borda de la galera francesa, Joan ordenó disparar. La descarga de arcabuces y ballestas quería evitar que los supervivientes asomaran mientras los marinos de la
Santa Eulalia
lanzaban garfios para sujetar la presa y los hombres de Torrent, azuzados por sus gritos, corrían por encima del espolón, con picas y azconas para caer sobre la nave contraria. Al poco la lucha era cuerpo a cuerpo en la galera francesa. Los infantes se dividieron en dos grupos: unos se lanzaron hacia proa y otros, a popa de la nave abordada.
Joan vio a Torrent sobre la crujía de la galera enemiga: se abría paso a sablazos, junto a sus hombres, hacia la carroza contraria. Allí se encontraban el capitán y los oficiales enemigos; muertos estos o presos, la nave estaría tomada. El trabajo de Joan había terminado, pero en previsión ordenó cargar de nuevo a sus arcabuceros. El joven sostenía una azcona en peso y características muy semejante a la de su padre; con ella en su mano derecha, la rodela en la izquierda y la espada al cinto, empezó a andar por la crujía, más allá del cura, que continuaba rezando, en dirección opuesta a la galera contraria, hacia su propia carroza.