Joan avanzó unos pasos hacia los que subían, siguiendo a sus compañeros. Se encontraron con un grupo de aldeanos y los hombres, armados con espadas, lanzas y ballestas, se situaron al frente. Sus caras mostraron sorpresa y temor y se detuvieron protegiendo a los que venían detrás.
Joan los entendió perfectamente cuando gritaron a sus mujeres que escaparan con los niños y cómo el que lideraba ordenaba a los hombres atacar para cubrir su huida. Notó el silbido de una saeta de ballesta que le rozó y vio cómo el jefe del grupo cargaba contra él espada en mano gritando. Los demás le seguían.
—¡Dispara! —le ordenó Torrent.
Pero el muchacho se quedó rígido, apuntando al pescador que llegaba a la carrera. Buscaba en los ojos del hombre la mirada de su padre.
—¡Dispara, maldito seas! —rugió el oficial.
El chico tuvo la certeza de que moriría si no apretaba el gatillo en aquel momento, y lo hizo. El hombre caía ya sobre él, espada en alto para descargarle un sablazo, y Joan, sin poder apartar sus ojos de los del pescador, oyó el siseo de la mecha prendiendo en la pólvora. Un brutal estampido acalló los gritos de los contendientes y la carrera del hombre se vio cortada en seco. Abrió los brazos al cielo al tiempo que soltaba su espada y la mirada de Joan se apartó de sus ojos para contemplar el horrible boquete abierto en su pecho y del que al poco surgió sangre a borbotones. Cayó de espaldas.
El signo del choque había cambiado. Los pescadores huían en desbandada y los marinos les perseguían; atrás dejaban varios cuerpos atravesados por saetas tendidos en el suelo. Joan no los siguió. Dejó caer el arcabuz y permaneció de pie contemplando, sin saber qué hacer, el cuerpo del hombre al que aún le quedaba un hálito de vida. Entonces un muchachito salió de los matorrales donde se escondía.
Y sin importarle la presencia de Joan, se acercó al hombre, que aún tuvo fuerzas para mirar a su hijo a los ojos. El chico se arrodilló y le cogió de la mano, y Joan se apartó para dejarles intimidad. Sabía muy bien lo que ambos se dirían y también que el chiquillo pasaría a ser el hombre de la casa, el responsable de la familia. De lo que quedara de ella. Unos pasos más allá Joan se puso en cuclillas y. cubriéndose la cara con las manos, estalló en llanto. Al poco vomitaba apoyado en un pino. Él era el niño. Y también el verdugo.
C
on la marea alta la galera se hizo a la mar dejando atrás una aldea abandonada y saqueada, donde no quedaba ni comida ni nada que se pudiera vender. Pero aquellas gentes eran pobres y sus vidas y su libertad eran su única posesión de valor; las veinte mujeres y los cuatro muchachos adolescentes capturados la acababan de perder. Al alejarse, Joan miraba hacia los montes, los olivos, los pinares y cañaverales; intentaba verlos, porque sabía que desde allí los supervivientes los observaban, desolados, con el corazón roto. Y entre ellos un niño cuyo rostro jamás olvidaría.
—Podemos sacar treinta libras por cabeza y eso son veinticinco ducados —calculaba el escribano—. De este lote obtendremos lo suficiente para cubrir los gastos de la flota por más de diez días.
El capitán Perelló afirmó satisfecho con la cabeza. Estaba sentado en la mesa de la carroza junto al oficial Torrent recibiendo su informe de la operación. En el banco del fondo de la estancia, cerca del timonel, se encontraba el almirante, absorto en sus pensamientos y en apariencia indiferente a lo que se hablaba.
Joan se hallaba de pie detrás del oficial; sabía que su comportamiento en la refriega defraudó a Torrent y que este trataría el tema con el capitán. Pero en aquel momento a él no le importaba el castigo. Su atención se centraba en el almirante Vilamarí. Había jurado vengar a su padre y mató a su asesino en la taberna. Pero ahora comprendía que aunque el Tuerto fuera el autor material del crimen, el verdadero responsable era Vilamarí. La evidencia era aplastante. Él tuvo que matar, aun sin quererlo, a alguien que podía haber sido su propio padre. El almirante era el causante de su muerte y el ladrón de la libertad de su familia, él fue quien la destruyó. Su mirada se dirigía a aquel hombre cercano a los cincuenta años, enérgico y arrogante, pero que con frecuencia se ensimismaba. Merecía morir por el sufrimiento causado a su familia y a tantas otras. Conforme le miraba, Joan sentía la rabia crecer en su interior, era un odio frío y por ello más intenso. Suplicó que Dios le concediera la oportunidad de matarle y poder escapar. Su rencor no era suicida; no podía desperdiciar su vida sin antes localizar y rescatar a su familia. Y también ansiaba encontrar a Anna, abrazarla y rezaba cada día para que el Señor le concediera la gracia de hacerla su mujer.
De repente Vilamarí miró hacia la mesa y sus ojos se encontraron con los de Joan. Fue un choque violento y el muchacho supo que en aquellos instantes larguísimos le transmitía su rabia, su odio. El almirante le mantuvo la mirada, su rostro en general inexpresivo mostró primero una leve sorpresa y después Joan creyó ver bailar en sus labios una sonrisa cínica que no terminaba de asomar. El encuentro de miradas se hizo doloroso por su violencia hasta que Joan no pudo aguantar más y apartó sus ojos del hombre al tiempo que este hacía lo mismo.
—Solo uno de los infantes fue herido en un hombro por una saeta de ballesta —informaba Torrent—. Se repondrá fácilmente, si Dios quiere. En cuanto disparamos el arcabuz y cayó el cabecilla, los demás salieron corriendo, como siempre. No creo que esos pescadores oyeran antes un disparo de arcabuz y les produjo pánico.
Cuando terminó el relato de la emboscada y de cómo saquearon el villorrio capturando a sus habitantes, el oficial abordó el asunto de Joan.
—Se ha comportado como un cobarde —reportaba—. Ha dado mal ejemplo, y lo lamento porque al practicar con la espada me pareció un chico valiente.
—Pues recibirá diez azotes en público como escarmiento —dijo el capitán mirando acusador a Joan, que, de pie, le mantuvo la mirada.
—El muchacho no necesita azotes. —Todos miraron al almirante, que hasta aquel momento parecía por completo ajeno al diálogo—. Lo que precisa es más acción. En el próximo asalto será de nuevo el responsable del arcabuz.
Joan hubiera preferido cien veces los azotes. ¡Otra vez le obligarían a matar a inocentes! Estuvo a punto de protestar, aun sabiendo que era inútil, cuando el almirante le miró con intensidad:
—Tienes mucho aún que aprender, Joan Serra de Llafranc.
Joan se quedó paralizado, noqueado como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Nadie antes en la galera le había llamado de aquella forma, refiriéndose a su origen, usando el nombre de su aldea. Una aldea que Vilamarí saqueó, para asesinar y esclavizar a sus habitantes.
Comprendió que el hombre era totalmente consciente de lo que hacía cuando le enviaba a disparar el arcabuz sobre inocentes. Con toda seguridad al negociar con Bartomeu, este, como buen mercader, usó argumentos emotivos para justificar su ensañamiento con el Tuerto. Le habría contado la muerte de su padre y la desgracia de su familia para ablandar su corazón de pedernal.
¡Vilamarí lo sabía todo!, lo supo desde el primer momento. Y ahora jugaba con él de la forma sádica en que el gato juega con el ratón herido antes de matarlo.
L
os días y las noches siguientes fueron de insomnio para Joan. La
Santa Eulalia
asaltó dos aldeas más en su ruta hacia el cabo Passero en la zona sudoriental de la isla de Sicilia. El joven supuso que las otras dos galeras actuaban de igual modo con otros pueblecillos. Siempre seguían la misma pauta; un destacamento desembarcado en secreto la noche anterior, en una cala lejana, guiado por marinos de procedencia local y que Joan no sabía si actuaban de grado o a la fuerza, cortaba el paso a los aldeanos que huían del ataque de las tropas que desembarcaban en su playa. La flota se desplazaba con mayor rapidez que las noticias y siempre los sorprendían.
Ver repetidas aquellas escenas una y otra vez era un suplicio para Joan, que solo era capaz de dormir, agotado por el cansancio, durante el día en un rincón de la galera o unos instantes en la noche bajo las estrellas, en tierra firme, junto al maldito arcabuz que a la madrugada siguiente dispararía sobre aquellos infelices que tanto le recordaban a los de su propia aldea. En aquellas vigilias, mientras no podía conciliar el sueño, rezaba; por su familia, por los inocentes sobre los que caerían al amanecer del día siguiente y por él mismo. Y cuando no rezaba, maldecía. Maldecía al almirante Bernat de Vilamarí, responsable de toda aquella maldad y al que deseaba matar con sus propias manos.
Trataba por todos los medios de no herir a los aldeanos y pensó que si disparaba el arcabuz tan pronto los viera, sin darles tiempo a que le atacaran, no tendría que abatir a ninguno de ellos para proteger su vida. El estampido era la señal para que los marinos cargaran contra los pescadores; estos, sorprendidos por el estruendo, terminaban huyendo y la acción era tan rápida que no le daba tiempo a recargar el arma. Su precipitación al disparar y su falta de puntería disgustaban al oficial Torrent, pues hacía la lucha cuerpo a cuerpo más dura, pero al menos no podría acusarle de desobediencia y cobardía.
Aquellos días fue incapaz de escribir en su libro. Tenía el alma alterada y sus sentimientos eran profundos y violentos. Encerraron a las mujeres capturadas en el estrecho espacio bajo cubierta de proa y al principio gritaban.
—Solo las puedes visitar y escoger una si el capitán decide premiarte por algo especial o si tienes cuatro sueldos con que pagar —le dijo el piloto malinterpretando su expresión descompuesta al oír los gritos—. El oficial Torrent las hace custodiar con mucho cuidado para evitar que provoquen peleas entre los hombres o que alguna de ellas salte por la borda. Él y sus soldados recogen el dinero para el almirante.
—Ahora es también alcahuete —murmuró Joan entre dientes.
Se desesperaba cuando las oía; pensaba en su madre, en su hermana y en Elisenda, rezaba por ellas y por que no se hubieran ahogado en el mar tratando de escapar de aquel suplicio.
Pasados un par de días, y quizá resignadas a lo inevitable, las cautivas dejaron de gritar y aquello, junto con la noticia de que no habría más ataques a las aldeas de pescadores, permitió a Joan tranquilizarse lo suficiente para conciliar, aunque inquieto, el sueño. Sus pensamientos empezaron a tomar coherencia. Tenía mucho que escribir en su libro y lo hizo poco a poco. «El almirante lo sabía todo sobre mí», garabateó un día. «Me hizo matar a mi propio padre», anotó el siguiente. «Yo he sido el niño huérfano a la vez que el verdugo», dejó escrito unas horas después. «Qué quiere el almirante que aprenda. ¿A matar inocentes como él?» Y «Juega conmigo como hace el gato con el ratón herido antes de matarlo, pero yo he de matarle antes», escribió al fin.
Doblando el cabo Passero en el extremo oriental de Sicilia, la flotilla, para desilusión de Joan, no se dirigió a Nápoles, sino a Otranto, a cinco días de navegación del cabo.
—Es un puerto franco —le aclaró Genís—. Allí convertiremos los esclavos en dinero.
La rutina se reestableció en los días en que la flotilla navegaba por mar abierto y la lectura por parte de Joan del
Orlando enamorado
para los oficiales se reanudó. Una tarde el capitán le dijo:
—Hoy no habrá lectura. El almirante cenará en su camarote y tú le servirás la comida.
El encargo no le gustó a Joan. La galera tenía sus cocineros y eran ellos quienes servían la mesa de los oficiales. Además, el capitán y el almirante compartían un asistente que se encargaba de la limpieza y de mantener en buen estado sus ropas y armas, de afeitarles la barba y de cualquier otra necesidad. Esa tarea le correspondería al asistente y no a él, se decía. No quería hacer de criado.
El camarote del almirante estaba situado bajo la cubierta de la carroza y se accedía a él desde la crujía descendiendo un corto tramo de escaleras y por un angosto pasillo que conducía también a la enfermería. Eran los dos únicos espacios de uso individual en la nave. Joan no estaba acostumbrado a llevar una bandeja y anduvo con sumo cuidado el trayecto apoyando sus hombros en las paredes del pasillo para evitar que alguno de los vaivenes de la galera hiciera caer los cacharros.
—Adelante —dijo el almirante cuando llamó.
Un nuevo equilibrio le permitió abrir la puerta con una mano mientras mantenía la bandeja en la otra y se encontró con una pequeña habitación donde el espacio estaba aprovechado al máximo. Sobre unos baúles se hallaba el lecho y al fondo había una mesa donde Vilamarí escribía. Encima de esta se abría una pequeña escotilla que daba a popa y que suministraba luz natural, lo que obligaba al almirante a sentarse de espaldas a la puerta.
—Deja la bandeja sobre la repisa, encima del jergón —le dijo el almirante.
—Como ordenéis —repuso Joan.
Pero cuando iba a hacerlo, vio sobre el lecho una lujosa daga otomana a medio desenvainar. El corazón le dio un vuelco. Solo tenía que tirar del arma y degollar al marino que en aquel momento le daba la espalda. Toda la rabia contenida, todos sus deseos de venganza se agolparon en la boca de su estómago como un vómito incontenible mientras el corazón latía acelerado. ¡Al fin podía vengar a su padre! Era una oportunidad irrepetible.
Las manos le temblaban y dejó con cuidado la bandeja en la repisa mientras calculaba que con un movimiento rápido podía terminar de desenvainar el puñal y asestarle a aquel miserable un golpe mortal antes de que pudiera reaccionar. Una voz interior le advertía que si le mataba en aquellas circunstancias, no tendría escapatoria y que sería ejecutado de la forma más atroz; pero la rabia, mezclada con una fiera alegría, crecía en su interior. ¡Tenía que hacerlo, ahora o nunca!
Alargó su mano y su mirada fue al cuerpo del almirante mientras medía las distancias. Entonces advirtió que fingía leer, que había un espejo colgado en la pared de popa y que a través de él le observaba con disimulo. La mano derecha del marino estaba oculta sobre su regazo y Joan tuvo la certeza de que empuñaba una daga.
¡Era una trampa! Con toda seguridad la daga otomana carecía de hoja. Un movimiento en falso y sería él el apuñalado. Sintió que sus músculos se agarrotaban al tiempo que la mirada dura de Vilamarí se encontraba con la suya en el espejo.
—¿Deseáis algo más, almirante? —preguntó el muchacho después de un largo instante en el que no pudo hablar. Tenía la garganta tan seca que casi le dolían las palabras.