De los más de ciento cuarenta hombres de la fusta, cuarenta y seis murieron en el combate y los veinticinco heridos graves fueron lanzados por la borda. De los supervivientes, veintidós eran esclavos cristianos que recibieron la libertad y los musulmanes ilesos o con heridas de poca consideración fueron cargados de cadenas. La mayoría volvieron a remar en su propia fusta bajo el mando del piloto Genís y custodiados por buena parte de la tropa. Solo uno de los asaltantes murió y pocos recibieron heridas. Todos, a excepción de los galeotes musulmanes, celebraron la victoria y a los forzados se les obsequió con un plato adicional de habas, más agua y un cazo de vino.
Nadie le dio las gracias a Joan, que se vio rodeado por dos alguaciles y conducido de nuevo a su banco, donde le pusieron los grilletes. Jerònim y su colega Sane; le palmearon la espalda, esta vez con cariño:
—¡Buen trabajo, cañonero!
P
usieron rumbo a Toro para reunirse con las otras naves y les costó varias horas de navegación tranquila encontrarlas. La toma de la otra fusta se hizo sin ninguna baja cristiana y todos se mostraban contentos.
El viento era favorable y navegaban a vela para dar descanso a los galeotes y una vez recogidos los vigías en Toro, se dirigieron a Cagliari, la capital del sur de Cerdeña. La ciudad los recibió con salvas de honor, clarines y trompetas, y cuando la población supo de la captura de los piratas, hubo grandes muestras de alegría; sus ataques sangraban la ciudad. Se detuvieron solo un par de días para repostar agua, provisiones y pólvora, vender una de las fustas y varios de los esclavos. Después la flota partió hacia Alguer, vigilando en el camino la presencia de naves sarracenas.
Allí le esperaba a Joan una carta. Su corazón batió acelerado cuando el alguacil gritó su nombre y se la llevó al banco donde estaba encadenado. Temía que fueran malas noticias. El trabajo de fundidor era peligroso y rezó para que Gabriel estuviera bien.
Era muy raro que un galeote recibiera una carta, de hecho, casi ninguno sabía leer, y el acontecimiento creó gran expectación.
Queremos saber qué pone! —decía uno.
—¡Léela en voz alta! —pedía Jerònim.
—¡Yo también quiero una carta! —aullaba un tercero, y pataleaba imitando la rabieta de un niño pequeño.
—¡Dejadle tranquilo! —le defendía Carles—. Que igual son malas noticias.
Joan quería leerla en intimidad y la guardó en su bolsa a la espera de que la atención de los galeotes desocupados se dirigiera a otro asunto.
Al fin pudo observar el sello en el lacre rojo; era de Bartomeu. La abrió y vio que en su interior guardaba otra carta, esta sin lacre, pero bien pegada. El corazón le dio un brinco al reconocer la letra de Anna.
Primero leyó la de Bartomeu, lo hizo de forma rápida e impaciente, todo su deseo estaba en la nota de la muchacha. Después de mencionar la carta de Anna, el mercader le decía que había enviudado; su esposa murió víctima de una peste. En cambio, su hermano Gabriel, Abdalá y demás conocidos gozaban de buena salud y le enviaban sus mejores deseos y ánimos para que soportara bien su pena. Añadía que esperaba que el alguacil Garau cumpliera según el dinero que le pagaron antes de salir de Barcelona y que añadiera carne a su comida al menos cuatro veces por semana.
Los sobornos para favorecer a los prisioneros eran habituales en las galeras y los alguaciles acostumbraban a cumplir. Joan no había recibido nada y no se sorprendió, sabía que Garau era un miserable.
Sea como fuere, en aquel momento el asunto de la comida no le preocupaba. Toda su atención y esperanza estaban puestas en la pequeña carta que acariciaba en sus manos sin atreverse a abrirla. En la última misiva que Joan envió a Anna antes de partir de Barcelona no mencionaba su condena a la vergüenza y a galeras. Calculó el tiempo y dadas las dificultades de su correspondencia, la respuesta había sido increíblemente rápida. Era imposible que su carta hubiera llegado a Nápoles y que el librero napolitano la entregara de inmediato, que Anna respondiera al instante, que el librero la hubiese enviado en una galera que zarpara en el mismo día hacia Barcelona y que... No, definitivamente, no daba tiempo. Anna envió aquella carta antes de recibir la suya última. Quizá supo de su condena, quizá había dejado de quererle.
Sentía la angustia atenazándole el pecho y sin poder contenerse rasgó el sobre.
Querido Joan. Sabéis que mi corazón y todos mis pensamientos están en vos y en el amor que me disteis y que yo correspondo.
El muchacho suspiró aliviado.
Pero la desdicha me abruma a causa de la boda acordada por mi padre con un viudo de fortuna. Hice todo lo posible para rechazar a otros pretendientes y también a este. Pero mis padres dicen que no soportan más mis caprichos, que hace años que debiera estar casada y no me permiten ni más excusas ni más dilaciones. ¡Estáis tan lejos, mi amor! Creedme que no deseo ese matrimonio, pero no puedo negarme más. Mi deber de hija es obedecer.
No sé cómo deciros cuánto lo siento, ni cuánto ansiaba conocer la plenitud del amor en vuestros brazos. Pero sabed que mi corazón siempre será vuestro.
Rezaré por vos y os suplico que vos también recéis por esta desventurada que en este escrito pone su alma y todas sus lágrimas. Anna
Joan se quedo inmóvil con la carta entre las manos tratando de asimilar el golpe. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras la releía. Había estado temiendo aquello y cada día rezaba para que no ocurriera. ¡Se entretuvo tanto en Barcelona! Se maldijo por no haberla seguido a Nápoles tan pronto supo que aquel era su destino. Sus excusas fueron la falta de recursos, su juventud y la obligación de esperar a la flota de Vilamarí para saber el paradero de su familia. ¡Qué estúpido fue!
No solo no pudo averiguar nada, sino que terminó cargado de cadenas y remando en la galera de los que esclavizaron a su familia y asesinaron a su padre. Quería releer la carta, pero las lágrimas no le dejaban y en un ataque de furia la hizo añicos y los lanzó por encima de la cabeza de Carles al mar. De inmediato se arrepintió. ¡Era la última carta de Anna! ¡La obligaban a casarse y él, allí encadenado, no podía hacer nada! Sentía una rabia infinita contra sí mismo.
Se puso de pie y con un bramido empezó a tirar de sus cadenas para arrancarlas hasta que sus manos y el tobillo comenzaron a sangrar.
Carles quiso sujetarle para que dejara de herirse, pero de un empujón lo lanzó contra el banco. Entonces empezó a golpearse la cabeza contra el remo con una ira suicida.
—¡Ayudadme! —suplicó Carles—. ¡Se va a matar!
Amed le cogió del brazo izquierdo y Joan forcejeó para librarse de él mientras Carles le agarraba de nuevo. Jerònim y Sang le asieron por detrás, y los de la bancada delantera los ayudaron.
—¡Cálmate, muchacho! —le decía Jerònim.
Rodeado de brazos que le sujetaban, Joan solo podía mirar al cielo. Y lo hizo con un aullido de furia, pena y desesperación.
Unos bancos más allá, el galeote que jamás había recibido una carta, y que poco antes bromeaba pataleando mientras pedía una, le dijo a su compañero que cambiaba de idea. No quería una carta como aquella, suficiente desgracia era remar en galeras.
J
oan no contestó la carta, no podía hacerlo. ¿Qué iba a decirle? La única respuesta válida habría sido ir de inmediato a Nápoles y proponer a Anna que huyera con él. Sería una locura, pero era lo único digno, lo que ansiaba su corazón y lo que Anna parecía pedirle en sus líneas. Sin embargo, él estaba atado a aquellos malditos maderos con grilletes de hierro, no podía hacer nada y se sumió en el desaliento. ¿Para qué vivir sin la esperanza de tenerla? Reflexionaba diciéndose que aún quedaba su familia, que debía rescatar a su madre y hermana y que aquel era motivo suficiente para seguir luchando.
Cuando sus ánimos se serenaron, se prometió que buscaría a Anna casada o no. No le importaría pasar por encima del cadáver del marido. Y anotó en su libro lo que aún no era capaz de escribirle a la muchacha.
«Os amo, Anna. Siempre os amaré y nada me detendrá hasta teneros en mis brazos.»
La flota patrulló por las islas del estrecho de Bonifacio y del archipiélago de la Magdalena al norte. Eran parajes de aguas transparentes que recordaban a Joan los de las calas de la costa de su aldea. No encontraron a ninguno de los piratas y corsarios que frecuentaban aquellas aguas; parecía que, alertados por la presencia de la flota, las habían abandonado. Al no haber combate, Joan permanecía encadenado a los remos. Eso ya no le importaba, en realidad sentía placer remando, el esfuerzo físico mitigaba su dolor.
Entre los galeotes corría un rumor que sumió a Joan aún más en la desesperanza. El rey Fernando había ordenado al almirante que no apresurara su viaje a Nápoles y que cuando terminara con los piratas en Cerdeña hiciera lo mismo en Sicilia. Pero aquello era a la vez contratiempo y alivio. No podía imaginar la tortura de estar encadenado a una galera en el puerto de Nápoles sabiendo que su amada se encontraba a poquísima distancia.
Antes de emprender el viaje a Sicilia, la flota ancló de nuevo en la rada de Alguer, donde se aprovisionó y los oficiales fueron honrados con bailes y cenas. Aquella noche solo quedaban en la nave los galeotes bajo la vigilancia de Garau y unos soldados de guardia que, aprovechando la ausencia de la oficialidad, jugaban a los dados en la carroza. La marinería y la soldadesca gozaban de los últimos placeres de la ciudad antes de embarcarse en una travesía de varios días.
Fue entonces cuando Garau apareció en la crujía junto a Jerònim, que siendo buena boya no estaba sometido a cadenas. Ellos también celebraban su fiesta y por la forma de hablar y reír habían tragado bastante alcohol.
Se detuvieron a la altura de Joan, se pusieron a cuchichear y a reír y después fueron al banco de atrás, al de Jerònim. Joan miró a Carles y le vio muy tenso, tenía miedo. El chico hizo un movimiento rápido, vaciando su bolsa de lona a sus pies. No tuvo tiempo de más. Jerònim le agarró del hombro y tiro de él.
—¡Déjame! —chilló Carles.
Tampoco pudo gritar más. Sanҫ, el camarada de Jerònim, a pesar de sus cadenas tumbó al chico sobre sus rodillas; debían de tenerlo planeado. Mientras, Garau, riendo, le introdujo unos trapos en la boca a la fuerza para acallarlo.
—Nos vas a dejar un ratito a tu novia, ¿verdad? —le preguntó Jerònim a Joan con voz beoda.
Jerònim y Sang forcejearon con Carles mientras el alguacil le quitaba los grilletes.
—¿Qué le hacéis? —preguntó Joan.
No daba crédito a lo que veía. No podía creer que le fueran a violar como le contó que le hicieron en Barcelona.
—¡Tú cállate si quieres vivir! —le amenazó Garau.
El chico se resistía con desesperación, pero eran tres hombres fuertes y en un momento le quitaron los calzones y la camisa. Su cuerpo blanco como la leche destacaba en la penumbra.
Los hombres reían y Jerònim le dijo:
—No te resistas, que sabemos que te gusta, bujarrón.
Joan vaciló un instante. Tenía miedo, sabía que no habría justicia para él si trataba de defender a Carles. Sería castigado y todas sus esperanzas de mejorar su situación, de que reconocieran su habilidad con las culebrinas y de que le dejaran ver a su amada en Nápoles se esfumarían. Pero sintió que no podía abandonar a su amigo y que si no le ayudaba, el recuerdo de su cobardía le perseguiría el resto de su vida.
Una vez decidido, el miedo se convirtió en rabia. Una rabia colosal, surgida de las injusticias, de las sufridas por Carles, de las propias y de su desesperación por la pérdida de Anna.
Tenía grilletes en su pie derecho y en su brazo izquierdo, pero las cadenas le permitían cierta holgura. Era más corpulento que ninguno de los contrarios y estos no sospechaban que él fuera a intervenir. Dio un paso hacia el banco de atrás con la pierna izquierda y tomando impulso descargó, con toda su rabia, un tremendo puñetazo en la cara de Garau, que cayó de espaldas en brazos de los galeotes del banco siguiente. Sin darle tiempo a reaccionar, pasó la cadena de su brazo izquierdo por el cuello de Jerònim y tirando de él hacia su banco empezó a estrangularle. Sang soltó a Carles para ayudar a su colega y el chico se abalanzó sobre los objetos de su bolsa de lona desparramados por el suelo.
Joan le había visto trastear en los momentos de descanso, aunque intentaba ocultar su trabajo. Por discreción, él aparentaba no mirar, pero sabía que usaba sus grilletes de hierro como herramienta. Y al ver a Carles empuñando una larga y afilada astilla de madera arrancada del banco, comprendió en qué se afanaba.
Sin darle tiempo a reponerse, el chico se abalanzó sobre Garau con una furia desesperada y le propinó varias cuchilladas, la primera en el cuello. Carles fue tan rápido y Joan tan lento en soltar a Jerònim que cuando lo hizo, el chico ya le había hundido al buena boya varias veces su astilla en las tripas.
—¡Perdóname, perdóname! —suplicaba Jerònim.
Mientras, Sang trataba de alejarse todo lo que sus cadenas le permitían para que el chico no le hiriera. Pero Carles no le prestó atención y se giró dispuesto a rematar a Garau. El alguacil estaba tendido sobre cubierta y no se movió con los nuevos golpes. Los primeros cortes le habían seccionado la arteria carótida y sangraba como un animal degollado.
Carles regresó hacia Jerònim, que estaba hecho un ovillo en el suelo, y quiso clavarle otra vez su arma mientras el buena boya gritaba. Pero la punta de su cuchillo de madera estaba ya roma y no le hizo más daño que el de los golpes. Entonces tiró la astilla al suelo, y aún desnudo, se quedó mirando a su amigo con una sonrisa trágica.
—Nos van a ejecutar por esto —musitó Joan.
C
uando los oficiales regresaron a la nave encontraron al alguacil muerto y al buena boya con una herida incisiva en los intestinos. El médico de a bordo movió la cabeza con preocupación, aquella no era una herida limpia como la de un arma blanca y encontró astillas entre las tripas del hombre. Dijo que se infectaría y no se equivocó al pronosticar la muerte de Jerònim.
—Te has metido en este lío por ayudarme —le dijo Carles cuando le volvieron a encadenar al banco—. Hacía mucho que los esperaba, sabía que volverían a por mí, aunque no contaba con tu ayuda. Te lo agradezco. La muerte del alguacil y las heridas de Jerònim son solo mi responsabilidad. Diré que tú quisiste impedirlo, pero no pudiste. Tú debes dar la misma versión. Si dices que golpeaste a Garau, te condenarán a muerte.