Prométeme que serás libre (42 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Al final acordaron declarar a Joan culpable de homicidio, pero con la atenuante de defensa propia. Para que hubiera castigo ejemplar tenía que ser culpable y esa era una exigencia inamovible del almirante.

Joan sería paseado por la ruta de la vergüenza de la ciudad, aunque solo recibiría cien latigazos y serían amañados para que no le hirieran. Después penaría dos años como galeote remando en las galeras de Vilamarí. El mercader quiso interesar al almirante con las habilidades de Joan y que cumpliera su condena como marino, pero el almirante se negó en rotundo. Debía remar. Lo más que obtuvo fue que Vilamarí aceptara a regañadientes poner los medios para evitar que los marinos se vengaran de Joan. Aunque le advirtió que si cometía faltas sería castigado como cualquier galeote, e incluso ejecutado.

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L
os condados de Rosellón y Cerdaña fueron pacificados y una vez concluidas las cortes catalanas celebradas en el refectorio del convento de Santa Anna, que tan bien conocía Joan, la familia real partió hacia Zaragoza a principios de noviembre. La flota de Vilamarí, anclada ahora en Barcelona, ya no era necesaria y recibió la orden de zarpar hacia Nápoles con la llegada del buen tiempo. Los familiares del rey Fernando podían necesitarla.

Parte del trato fue el aplazamiento de la pena hasta la partida de la flota a finales de primavera. Vilamarí aceptó la palabra de Bartomeu en nombre de la ciudad y la de Eloi por el gremio, por la que Joan se mantendría en prisión atenuada en casa de Bartomeu hasta que llegara el momento. El infante Enrique dio su visto bueno y se buscó un juez que dictara la sentencia en los términos acordados.

Joan sintió un profundo desánimo al conocer su pena. Salvaba la vida, pero pasar por la vergüenza era un castigo durísimo y galeras era aún peor, muchos hombres morían antes de cumplir los dos años. Pero no era el dolor físico, la humillación, el esfuerzo o la vida miserable de galeote lo que le preocupaba. Por mucho que las galeras de Vilamarí viajaran a Italia, por mucho que atracaran en Nápoles, él estaría en una prisión flotante, no podría ver a Anna ni encontrar a su familia.

Su padre llevaba mucho tiempo presionándola para que aceptara a un galán y con veintiún años ya empezaba a ser mayor. No podría resistir mucho más. Cuando pensaba en ello desesperaba. Joan abrigaba la esperanza de embarcarse en primavera hacia Italia para ir a su encuentro. Aunque no de aquella forma. Cuando él cumpliera su sentencia, ella estaría ya casada y con hijos. Pensó en huir, en embarcarse en secreto, pero con ello se alejaba de Vilamarí y de la posibilidad de conocer el destino de su familia. Tampoco podía traicionar a Bartomeu y a Eloi, que dieron su palabra por él. No solo deshonraría a sus amigos, sino al gremio y a la ciudad y sería condenado a muerte por ambas instituciones. En los meses de espera envió dos cartas a Anna y recibió una. Reiteraba cuánto la amaba, aunque se sentía abatido y sin esperanza. Estaba a punto de perderla para siempre. Dejó varias cartas escritas para que Bartomeu las enviara conforme recibiera las de ella, pero se repetía, no sabía qué decirle nuevo. En ninguna se atrevió a mencionar su castigo en galeras.

Podía salir de casa de Bartomeu, sin embargo, tenía prohibido regresar a las tabernas: la flota estaba atracada ahora en el puerto de Barcelona para la invernada y los marinos las frecuentaban. Considerarían una provocación verle libre y caerían sobre él para vengar a su camarada.

Visitó en varias ocasiones a la bruja del Raval con la esperanza de que calmara su desesperación como hizo en el pasado, pero la mujer rehusaba hablarle las más de las veces. En realidad no le veía cuando él lo deseaba, sino cuando a ella le apetecía. Si le recibía, no le daba bebedizos mágicos, ni siquiera ánimos en forma de buenas venturas, sino que compartía una infusión con él y le escuchaba mirándole con aquellos inquietantes ojos verdes que a veces le recordaban a los de Anna. Ella hablaba poco, solo preguntaba a veces, hurgando en sus sentimientos, y dejaba que él llegara a sus propias conclusiones.

—Te advertí contra el odio, contra los sentimientos negativos —le decía—. Si dejas que te dominen, el diablo devorará tu alma. Transfórmalos en planes, aunque sean de venganza. Pero protégete de ellos.

Le daba un saquito de hierbas para infusión contra el rencor y él le pagaba con un par de dineros, un largo abrazo y un beso en la mejilla. Era huraña y solitaria y aun así Joan sentía que era su amiga y que quizá fuera él el único amigo que ella tuviera.

Tuvo tiempo para despedirse de sus amigos, para charlar largo y tendido con Abdalá, al que a veces ayudaba copiando, y para leer, bajo la guía del musulmán, algunos de los libros que el comerciante tenía en su casa. Los tres disfrutaban comentándolos después. El viejo le decía que solo una vez aceptado el destino se podía trabajar para cambiarlo y que la verdadera esclavitud estaba en el alma y en aquellos sentimientos como el miedo que encadenaban a las personas con más fuerza que los grilletes de hierro. Joan recordaba unas palabras de su padre muy semejantes. También su promesa de ser libre. Pero, muy al contrario, en unas semanas estaría remando encadenado a una galera.

Le entregó a su hermano su colección de libros, que mostraban su progreso como encuadernador y su evolución personal. Eran parte muy importante de su vida.

—Guárdalos en un lugar seguro —le dijo.

Gabriel le preguntó por qué le había encargado a Lluís otro libro pequeño, para que cupiera en el bolsillo de su capa.

—Será mi nuevo libro de aprendiz —comentó Joan.

—¿Libro de aprendiz? —se sorprendió Gabriel—. Pero si tú ya eres maestro fundidor. Y si Felip no hubiera robado tu obra maestra y los gremios no exigieran exclusividad, serías también maestro encuadernador.

—Pero no soy más que un aprendiz en la vida —repuso Joan con una sonrisa triste—. Prueba de ello es mi pena en galeras por asesinato.

Le entregó entonces a su hermano la azcona de su padre: era un símbolo muy emotivo. Se abrazaron y Joan le susurró entre lágrimas:

—Prométeme que tú sí que serás libre.

—Lo seré, Joan, lo seré —le aseguró Gabriel con un sollozo.

Y le dio el coral que aún guardaba y sus ahorros. Solo se llevaría una parte de su dinero a la galera, puesto que muy posiblemente los alguaciles u otros forzados se lo robaran.

Era una mañana radiante de finales de abril y los numerosos naranjos que poblaban los jardines de Barcelona la perfumaban con un dulce aroma a azahar. Al día siguiente partiría la flota y debía cumplirse la primera parte de la condena. Joan fue a Santa Anna, donde se confesó con fray Antoni, escuchó sus consejos y asistió a misa. Después, acompañado por Gabriel y sus amigos, se dirigió a la plaza del Blat, donde se encontraba la prisión de la ciudad. El día anterior los pregoneros cantaron la sentencia, lugar y hora por toda la urbe y allí le esperaban el alguacil, el verdugo y un destacamento de ballesteros de la flota de Vilamarí. También una representación del gremio de los Elois.

El verdugo se encargó de desnudar a Joan de cintura para arriba y de hacerle montar en un borrico. Le ató las manos y puso en la silla del rocín un artilugio que sujetaba a Joan por la barbilla de forma que no pudiera agachar la cabeza para que todo el mundo le viera la cara durante su paso por «la vergüenza».

La ruta de la vergüenza se iniciaba habitualmente en la cárcel de la ciudad y recorría un circuito que regresaba al mismo lugar. El recorrido constaba de cien esquinas y en cada una de ellas se suministraba al reo un azote, dos o tres según la condena. En el caso de Joan constaba solo de cincuenta esquinas, ya que su periplo terminaba en el puerto, donde el alguacil lo entregaría al cómitre de una de las galeras y por lo tanto recibiría dos azotes por esquina. En la parte delantera del asno se colgó un cartel que indicaba el crimen del muchacho. «Muerte con daga en pelea.» También ese texto fue negociado al detalle.

La comitiva la abría un pelotón de treinta ballesteros de la flota y la cerraban un grupo de tambores y otra unidad de ballesteros. Pero el gremio de los Elois estaba también representado. Podían aportar cien veces más tropas que todas las que la flota tenía en el puerto, pero escogieron solo a cincuenta voluntarios entre los herreros más fornidos. A pesar de que contaban con ballestas, cascos y armaduras, desfilarían sin armas aunque con sus herramientas características y con el pendón de san Eloy. Vestían el mandil de cuero que los protegía de las chispas y del metal ardiente, y que era tan duro que resultaba casi imposible de traspasar incluso con una daga bien afilada. Unos llevaban un largo martillo al cinto y otros, unas finas varas de acero cuyo golpe podía partir cualquier hueso. Los agremiados desfilarían antes y después del reo, al que antecedía el alguacil, que iría leyendo el crimen y su sentencia en cada esquina, y el verdugo, que le suministraría los azotes con un látigo escoba. Una parte del castigo eran los latigazos y la otra, el escarnio público, ya que la gentecilla disfrutaba insultando y lanzando porquerías al reo.

Por su parte, el gremio consideraba a Joan inocente y aquel despliegue era para protegerle. La voz había corrido por la ciudad y cuando el desfile se inició al son de los redobles de tambor, no se oía otra cosa que a estos y el cornetín del alguacil que ordenaba a la comitiva detenerse para los azotes. Callaban los tambores y el alguacil leía:

—Joan Serra de Llafranc. Condenado a cien latigazos y a dos años de remo en las galeras del rey por matar en lucha a cuchillo a un marino de la flota del almirante Bernat de Vilamarí.

Entonces el verdugo le daba dos latigazos y la comitiva se ponía en marcha hasta la siguiente esquina. La gente miraba con respeto al muchacho; tenía que ser muy especial para merecer aquel despliegue por parte del más poderoso de los gremios.

—Dicen que fue una lucha limpia —murmuraban los hombres—. Y que el marino sacó primero el cuchillo.

—¡Que lo suelten! —gritaba otro—. ¡Que le dejen libre!

En una de las esquinas esperaban Felip y sus amigos para reírse de Joan. Pero tuvieron que interrumpir sus mofas y salir a la carrera cuando una docena de herreros se lanzaron tras ellos blandiendo sus varas de acero. Parte del respeto que sentía la multitud provenía del miedo que infundían los Elois.

Al fin lo que debía ser una vergüenza pasó a ser un homenaje y a Joan se le llenaban los ojos de lágrimas al ver a sus amigos protegiéndole, dándole ánimos y vitoreándole.

Joan y el verdugo habían coincidido en las tabernas. El chico era de los escasos clientes que le devolvían el saludo, ya que se le consideraba como un apestado, un gafe, alguien al que disgustaba ver.

Los azotes que recibía Joan eran una pantomima, no tanto porque el verdugo le tuviera cariño, sino porque los Elois le advirtieron que cualquier marca que le dejara en la espalda se la harían a él dos veces. Y el alguacil, encargado de supervisar el trabajo del verdugo, comprendió que no le convenía mostrarse estricto.

El alguacil de la ciudad se sintió aliviado al entregar aquel reo tan especial al cómitre de la
Santa Eulalia
, la nave capitana. El oficial firmó el recibí y los alguaciles de la nave le engrilletaron con una argolla en el tobillo izquierdo para trasladarlo a bordo de la galera. Antes, Gabriel le dio un abrazo, un hatillo con algunas ropas y su nuevo libro. Bartomeu y el resto de sus amigos también estaban allí para despedirse. Uno de los alguaciles, después de revisar su contenido, rechazó la plumilla metálica aceptando, sin embargo, un par de plumas de ave.

—Vaya, el reo sabe leer y escribir —dijo—. Pero de poco te va a servir a la hora de remar.

Bernat de Vilamarí le observaba desde la nave y el muchacho, que no le conocía, supo por su aspecto quién era y se irguió para mantenerle la mirada.

Al pisar las tablas de cubierta Joan empezó a rezar. Pero la oración no evitó que su rencor regresara. Los días anteriores estuvo pensando mucho, se reafirmó en la idea de que el almirante era el responsable último de la desgracia de su familia. Y supo que su odio no murió con el hombre al que mató ni con las hierbas de la bruja. Miró hacia el almirante y vio que este aún le observaba. Quizá Vilamarí comprendiera el significado de la dura mirada del chico.

T
ERCERA PARTE
62

L
os alguaciles de la galera obligaron a Joan a quitarse los calzones con que se cubría, exponiéndole a la vergüenza de la desnudez pública, y el médico le hizo una rápida inspección física que incluyó el estado de su dentadura. Como no podía ser de otra forma, el galeno le declaró apto para cumplir su pena.

El muchacho notó la cálida sensación del sol de primavera en su piel y quiso llenar sus pulmones de aire de mar, tan querido y que tantos recuerdos le traía, pero el tufo de la galera le privó de aquel placer. Después, aún desnudo, llegó el rapado de todo el pelo de la cabeza y la cara. El rasurado se hacía cada quince días y no solo servía para evitar piojos, sino que identificaba a los forzados en caso de fuga. Un escribano anotó en detalle sus características físicas, la pena por cumplir y fecha de inicio de esta. Era otra de las medidas de seguridad por si huía. Joan empezó a comprender que el castigo de galeras iba a ser muy distinto a los azotes simulados que recibió en la ciudad.

La flotilla comandada por Vilamarí constaba de tres galeras, la mayor de las cuales era la
Santa Eulalia,
con veintiséis bancos por costado con tres remeros por banco, además de dos espacios vacíos entre los galeotes que se destinaban a la cocina a cielo abierto en un lado y a la chalupa en el contrario. Contaban con un mástil con vela latina y las galeras menores tenían veintitrés bancos por costado.

Aquellas eran naves pensadas para el combate y desembarco rápido de tropas y su característica más apreciada era la velocidad. Se evitaban cargas superfluas en su estructura y se vivía prácticamente al aire libre; por esa razón y por su vulnerabilidad frente a los temporales, salvo en casos excepciones, solo operaban de mayo a octubre. Sus bordas eran bajas para que los remos llegaran con facilidad al agua y su capacidad de almacenaje pequeña. Eso hacía que no pudieran desplazarse largas distancias sin repostar. Sobre todo agua, cuyo consumo era muy elevado dada la cantidad de hombres que precisaba para su movimiento.

El peso era la gran decisión que determinaba las capacidades de la nave. Podían ser ligeras y rápidas, como las que usaban los piratas berberiscos, o pesadas, como las cristianas, que cargaban más cañones y de mayor tamaño. Las galeras españolas, como las de Vilamarí, eran aún más robustas en su proa, ya que montaban una estructura adicional llamada «arrumbada», que facilitaba el abordaje de naves enemigas y protegía a artilleros e infantes de los disparos.

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