El napolitano había muerto como un valiente, pero traspasó la puerta de la vida llevándose de esta el dolor más terrible. ¿Por qué tuvo que decirle que Anna le engañó? Aquello era lo que más le costaría perdonarse, si algún día Joan podía concederse el perdón.
S
in embargo, aquel no era momento para llanto ni remordimientos. ¿Dónde estaba Anna?
La tripulación de la carabela se había rendido y cuando la flota francesa llegó a distancia de combate, era demasiado tarde; las galeras de Vilamarí estaban listas para luchar y tenían el viento a favor. Ni unos ni otros quisieron arriesgarse en una batalla incierta y después de mantenerse un tiempo en posición de combate, regresaron a sus puertos.
La nave y todo su contenido, personas incluidas, pasaron a ser consideradas botín de guerra. Vilamarí no precisaba de demasiadas justificaciones para apoderarse de algo ganado con las armas, pero el hecho de que la carabela alzara la enseña francesa era la prueba definitiva de que depredaba una nave angevina, y por lo tanto enemiga, y no una napolitana fiel a su rey.
Los asaltantes hicieron salir a los que se refugiaban en la bodega, y les ordenaron formar en cubierta. Como Joan sospechaba, allí se encontraban varios miembros de la pequeña nobleza napolitana angevina junto a sus familias y algunos criados. Aquellos hombres, al contrario que Lucca, no participaron en la lucha. Anna se distinguía del grupo por su belleza; estaba pálida y llorosa, pero no parecía herida. Joan suspiró aliviado, sin imaginar lo que iba a ocurrir entonces.
Pere Torrent, usando su derecho a escoger botín, se adelantó hacia Anna y la miró con descaro mientras daba una vuelta a su alrededor:
—Quiero a esta mujer como parte de mis ganancias.
Anna no dijo nada, solo apretó sus labios hasta casi hacerlos desaparecer y miró a Joan. Él le mantuvo la mirada sin saber cómo reaccionar, pero si de algo estaba seguro era de que no iba a perderla ahora en manos de un matón con galones. Pensó en el mercado de esclavos de Otranto e imaginó a Anna desnuda en brazos de Torrent, con el cuerpo de este imponiéndose sobre el de ella, y no pudo resistirlo.
—¡Esta mujer es mía! —gritó Joan—. ¡No la tocaréis!
Todo el mundo le miró sorprendido, nadie se atrevía a desafiar a Torrent. Este, pasados unos instantes de desconcierto, se acercó a Joan, ceñudo, exagerando los andares con los que acostumbraba a pavonearse.
—¿Osas desafiar mi derecho de primicia en el botín? —le dijo amenazante después de plantarse a corta distancia frente a él.
—No desafío vuestro derecho —repuso Joan—. Solo digo que mi derecho sobre esta mujer es mayor que el vuestro.
—¿Tu derecho? —Torrent soltó una carcajada—. Pero ¿de qué derecho hablas, muchacho? ¿Qué derecho tienes tú?
—¡El derecho del amor! —respondió Joan, emocionado—. Yo la amo y ella me corresponde.
Se hizo un silencio expectante mientras Torrent, sorprendido, valoraba aquella afirmación.
—Quizá creas tú tener tal derecho —dijo al fin—. Pero yo no lo admito y esa mujer será mía a no ser que la ganes con la espada.
Joan sopesó solo por unos instantes su respuesta. Se consideraba un buen espadachín, pero Torrent era excepcional. De hecho, él fue quien le enseñó a usar la espada a instancias de Vilamarí. Sin duda el oficial le vencería y quizá le matara en el combate por atreverse a desafiar su inmensa vanidad en público. Y la otra opción... Joan sabía que no tenía otra opción y por toda respuesta desenvainó su espada aún manchada con la sangre del marido de Anna y miró desafiante a los duros ojos azules de Torrent. El oficial se llevó la mano a la empuñadura de su arma y le devolvió una mirada feroz matizada por una sonrisa de superioridad.
—Envaina tu espada, muchacho. —Era la voz de Vilamarí—. Mis oficiales no se baten en público. Y no quiero más disputas, el botín no se repartirá hasta que lleguemos a puerto y yo decida.
Joan obedeció aliviado.
—Torrent te matará —le dijo Genís en el viaje de regreso—. No consiente que nadie le quite la hembra que desea. Y menos que un jovenzuelo como tú le desafíe.
Joan se encogió de hombros. Mientras él estuviera vivo, Torrent no tendría a Anna. Si el oficial le mataba, al menos sería una muerte digna y quizá le redimiera en algo del acto miserable que cometió asesinando al marido de su amada.
—Gozará de ella solo unos días, después cobrará un rescate de la familia o la venderá como esclava —añadió el capitán.
¿Le estaba insinuando Genís que cediera y dejara que Torrent poseyera a Anna? Solo pensarlo le indignaba.
—Que me mate —repuso cortante.
—Reconsidera tu actitud —le dijo Bernat de Vilamarí—. Tienes las de perder en cualquier circunstancia. Aun en el improbable caso de que derrotaras a Torrent, lo único que evitarías es que él tocara a esa muchacha. Si su familia no puede pagar, será vendida como esclava y su amo podrá hacer con ella lo que quiera. Tú no tienes derecho a botín ni recursos, es una mujer muy hermosa y se venderá cara, no la podrás comprar. Y si insistes en retar a Torrent y os batís, lo consideraré como un desafío a la autoridad inaceptable en mis barcos. No solo es él un oficial de alto rango, sino que tú no eres ni siquiera marino o soldado; eres un condenado a galeras al que le estoy dando un trato de favor. Tendré que castigarte de forma ejemplar.
—Torrent no tocará a mi amada mientras yo viva —repuso Joan.
Lo capturado en la carabela no era un tesoro excepcional, pero sí una fortuna que le compensaba a Vilamarí el esfuerzo, los cuatro muertos y la docena de heridos. Calculó con cuidado las partes del botín que correspondían al rey Ferrandino, del que continuaba cobrando por el servicio de sus galeras, descontándole una pequeña parte para el rey Fernando de España, su señor natural. Con aquellos pagos obtendría la bendición de sus actos.
Joan pudo descansar un par de días con sus noches con la seguridad de que nadie molestaría a Anna antes del duelo. Trató de verla varias veces en la bodega de la carabela donde se encontraba recluida, pero una fuerte guardia con instrucciones de que nadie, ni siquiera los oficiales, podían ver a los prisioneros se lo impidió. Visitó a Antonello y se confesó con el sacerdote de la galera varias veces. El episodio de la muerte de Lucca le torturaba, sentía alivio contándoselo al clérigo, sin embargo, la absolución que este le daba, condicionada a penitencias, no le era suficiente. El cura le decía que era un acto de guerra y le perdonaba en nombre de Dios, pero él no podía perdonarse. Tuvo tiempo para pensar y escribir en su libro. Había vivido demasiado en las últimas horas y le costaba traducir sus sentimientos en letras, aunque necesitaba hacerlo: «Señor, tomad el alma de Ricardo Lucca en vuestro seno y perdonadle sus pecados». «Ricardo, fuisteis un hombre valeroso y digno. Os pido perdón por lo que os hice y por la forma miserable en que os maté.» Joan estuvo a punto de eliminar la última frase raspándola en su libro. Porque sabía que si su rival estuviera aún vivo, si aún se interpusiera entre él y Anna, volvería a matarlo. Y terminó escribiendo una súplica: «Señor, perdonad mi pecado y apiadaos de mi alma cualquiera que sea el resultado del duelo».
Antes de la cita con Torrent, Joan fue a la carabela y a pesar de la oposición de los guardas, que no le dejaban pasar, llamó la atención de Anna a gritos:
—¡Si no os vuelvo a ver, sabed que he muerto por vos! ¡Os amo, Anna!
Le empujaron fuera de la bodega y no pudo decir más.
L
a prisión de Anna en la bodega de la carabela era de una angustia insoportable. Recordaba una y otra vez la conversación con Ricardo sobre Joan interrumpida cuando el vigía alertó de que las galeras españolas les perseguían. Su esposo la dejó con un escueto «Disculpadme, Anna» para atender a aquel peligro inesperado. Ocurrió justo cuando su marido le preguntaba si la presencia de Joan en su casa se debía a ella. Se fingió ofendida, aunque notaba como si una mano le retorciera las entrañas, no era tanto el temor al marido ultrajado como unos remordimientos insufribles. Ella nunca quiso traicionarle, pero Joan y su pasión la vencieron.
Sabía que les quedaba mucho por hablar y temía aquella charla pendiente. Notaba los pensamientos de él cuando en cubierta le lanzaba miradas severas, llenas de dolor, mientras se ocupaba junto al capitán y demás combatientes en preparar la defensa. Se abrazó a Ricardo al despedirse, cuando el abordaje iba a ser inmediato y las damas, niños y ancianos se refugiaban en la bodega. Él no respondió al principio, aunque después, aflojando la rigidez de su cuerpo, la acunó con dulzura y al separarse la miró intensamente con sus ojos oscuros, que se humedecieron al decirle que la amaba. Ella sintió amor y las lágrimas acudieron a sus ojos al responder que también le quería y suplicarle que se rindiera antes de ser herido.
Anna vivió el asalto en la bodega y, llena de miedo y remordimientos, rezaba en voz alta junto a los demás mientras la nave se estremecía con los cañonazos, las embestidas de las galeras, el estampido de los mosquetes y granadas, las carreras y el rugido de la batalla en cubierta. Al rato se apaciguó el estruendo y cuando sonó el grito de victoria, supo que los angevinos habían sucumbido.
Después unos desconocidos armados los obligaron a subir a cubierta y allí los juntaron con los combatientes prisioneros. No estaba Ricardo e intuyó lo peor, las lágrimas llenaron sus ojos.
Cuando estuvieron todos reunidos, un hombretón rubio de aspecto desagradable y aire chulesco, que parecía un oficial, dijo quererla como esclava. Se le revolvió el estómago de asco pensando en que podía ser sometida a aquel individuo. Pero entonces, sorprendida, reconoció a Joan entre los soldados enemigos; la miraba. No se le había ocurrido pensar que él estuviera entre los asaltantes. El joven salió del grupo para enfrentarse con aquel hombre. Se desafiaron a gritos y antes de desenvainar su espada, Joan proclamó su amor por ella y dijo que era correspondido. Sin embargo, el que aparentaba ser jefe de todos ellos los interrumpió y entonces supo que ambos se batirían en duelo.
El posterior cautiverio en la bodega durante el viaje a Nápoles y anclados en la bahía fue atroz para ella. La muerte de Ricardo se confirmó y sus remordimientos aumentaron al tiempo que sentía la frialdad de sus compañeros, que habían oído las palabras de Joan. No le hablaban, se apartaban de ella. Se sentía manchada por la sospecha. Los posteriores gritos del joven despidiéndose antes del duelo afirmando que la amaba y que estaba dispuesto a morir por ella aumentaron su vergüenza. Estaba abrumada, apenas se atrevía a mirar a sus amigos a la cara, no dejaba de llorar de pena, culpa y angustia. Se sentía indigna.
Las siguientes horas del atardecer y noche fueron de incertidumbre e insomnio. Los cautivos especulaban sobre los abultados rescates que les obligarían a pagar y sobre la esclavitud que sufrirían de no poder reunir los fondos necesarios. Anna sabía que su familia no contaba con dinero; sería esclavizada. Pero aquella no era su preocupación más inmediata. Rezaba por el alma de Ricardo, pidiéndole perdón, y por Joan, para que saliera ileso y victorioso de su combate. Pero una trágica duda se impuso a cualquier otro pensamiento. ¿Se habrían enfrentado Joan y Ricardo? ¿Fue él quien le mató? Rezó hasta la extenuación para que aquel temor fuera infundado.
Si Joan hubiera matado a Ricardo, lo habría hecho por que la amaba y ella sería la responsable directa de la muerte de su esposo. Era un buen hombre y no merecía ni su traición ni morir por su culpa.
Pero al tiempo se angustiaba sabiendo que también Joan podía morir en las horas siguientes. Sentía tanta zozobra que en aquellos momentos se decía que no le hubiera importado acompañar a su marido en su trágico destino.
V
ilamarí decidió que el duelo tuviera lugar en tierra, donde nadie de la tripulación, fuera de los oficiales, pudiera verlo y empezaría al atardecer en una de las colinas arboladas al norte de Nápoles. Torrent propuso que fuera a primera sangre, pero Joan reclamó el derecho a seguir luchando aun estando herido. El almirante sentenció que el duelo se detendría a la primera herida, aunque el joven no tenía intención de hacerlo. No aceptaba la decisión de Vilamarí, ni jamás aceptaría que Torrent poseyera a Anna. Nunca. Si el bravucón le ganaba, aún herido, se lanzaría a un ataque a la desesperada tratando de asestarle un golpe mortal.
Recordó la ocasión en que tuvo que enfrentarse con otro matón, Felip, que le superaba en edad y fortaleza y cómo gracias a los consejos de su maestro Abdalá pudo vencerle. Aún recordaba sus palabras. Voluntad de vencer, acción de conjunto y sorpresa. Las dos últimas no contaban a su favor en esta ocasión, pero sí su voluntad. Esa voluntad, el deseo intenso de ganar, era lo que marcaría la diferencia. Pensó que él necesitaba desesperadamente vencer mientras que para su rival aquello no era más que un juego de vanidad, una mujer más a la que poseer. Torrent le superaba en experiencia, técnica, quizá también en fuerza, pero no en deseo; Joan estaba dispuesto a ofrecer su vida, el oficial no.
Se trazó un círculo de veinte pasos en una terraza mirando a Nápoles desde la ladera de uno de los montes y la rodearon de antorchas. Eran testigos del duelo los oficiales de la
Santa Eulalia
, además del cura y el médico cirujano. Vilamarí recordó las normas: quien pisara fuera del círculo o fuese herido primero perdía. Las armas eran la espada y la rodela, el pequeño escudo que se usaba en las galeras españolas.
Se dirimía el derecho de amor que Joan reclamaba, por el cual se quedaría con Anna Lucca, siempre que pudiera pagar después su rescate, frente al de primicia que tenía reconocido Pere Torrent como oficial de la tropa de abordaje. Joan desconocía el precio impuesto por Anna, pero estaba seguro de que él no tenía con qué pagarlo. Esa sería su siguiente preocupación si tenía la improbable fortuna de vencer a Torrent.
A Vilamarí le disgustaban sobremanera los desafíos entre sus oficiales y si un par estaban enemistados, los destinaba a naves distintas; requería unión y compañerismo dentro de cada equipo. Sin embargo, no le quedaba más remedio que aceptar el derecho de honor que tenían los oficiales y en caso de conflicto prefería ser él quien manejara la situación imponiendo sus reglas en lugar de que se mataran entre ellos a escondidas. Nunca hubiera permitido que alguien en la situación de Joan se batiera con un oficial, pero al ser Torrent quien desafió, no tenía más opción que consentir. Así que, malhumorado, dio orden al ocaso de que se encendieran las antorchas y dejó que el cura dirigiera unas oraciones. Después, dijo mostrando su fastidio: