—No, Antonello. Bien sabe Dios cuánto preciso del dinero. La búsqueda de mi madre y hermana requerirá mucho y también lo necesitaré para formar una familia con Anna y darle una vida digna si al final me acepta. Pero ahora no pensaba en el dinero, sino en la satisfacción de ser intermediario entre el lector y el libro. Ayudar a que la persona encuentre ese libro que le habla, y que tiene significado especial para ella, debe de ser maravilloso.
—Así que quieres hacerme la competencia.
—Sí, quiero ser librero —confirmó Joan—. Siempre he querido serlo.
Antonello le miró sonriente y afirmó con la cabeza. Hacía mucho que lo sabía.
J
oan volvía a rondar a Anna a distancia, como cuando diez años antes lo hacía en Barcelona tratando de no ser visto. Solo que ya no eran niños, él tenía veintitrés años y ella estaba a punto de cumplirlos. Anna vestía de luto y guardaba todas las reglas que la sociedad imponía a una viuda reciente. Pero cuando se percataba de su presencia en un extremo de la calle, mientras ordenaba el mostrador de la tienda de su padre, le sonreía para después apartar la mirada. Esa sonrisa le servía a Joan para ser feliz. La gran diferencia con sus miradas furtivas en Barcelona, o a su llegada a Nápoles, era que ahora tenía la fundada esperanza de hacerla su esposa.
Después, lleno de ánimo, pasaba a ocuparse de aquel futuro que quería construir para ambos. Sería un tratante de libros, un librero, y bajo la tutela amable de Antonello empezó a buscar nuevos horizontes fuera de los talleres de imprenta y encuadernación.
Las noticias llegaron de Barcelona junto a un cargamento de libros de Bartomeu en los que Joan invirtió el capital que le quedaba junto a un préstamo de Antonello y otro del propio mercader. Había más ejemplares de
Tirant lo Blanc
y una selección de libros no solo de imprentas valencianas y catalanas, sino también de Zaragoza, Sevilla y Salamanca. Se trataba de un adelanto, pues la lista era larga y el mercader tuvo que encargar a su vez parte del pedido.
Todos se alegraban de su liberación y le enviaban parabienes y felicitaciones. Bartomeu, viudo desde hacía unos meses, continuaba perteneciendo al gobierno ciudadano y le aconsejaba sobre el comercio, recomendándole libros para Italia. Abdalá, cuya letra se mostraba menos firme que antaño, pero aún armoniosa y llena de sabiduría, le decía que le tenía siempre presente en sus oraciones. El viejo alababa cada día al Señor por concederle la gracia de poder leer a pesar de su edad. Incluso recibió noticias de los frailes. Las peleas con el prior continuaban en aquel remanso de supuesta paz que era el convento de Santa Anna.
Su hermano Gabriel le decía que, con el consentimiento del padre, cortejaba a Ágata, la hija menor de Eloi, de la que estaba locamente enamorado. Joan le había escrito sobre lo que Vilamarí le dijo y la gestión con el librero de Génova, y Gabriel le pedía que tan pronto supiera sobre su madre y hermana, le informara de inmediato para ayudar en su busca. Y le enviaba algo que emocionó a Joan profundamente: la azcona de su padre y el coral que quedaba.
Joan abrazó el arma de Ramón mientras las lágrimas acudían a sus ojos. Aquel era el símbolo de libertad de la familia y ahora Gabriel se lo devolvía, porque él ocupaba el lugar del padre y era de nuevo libre. A la vez era un recordatorio amargo del cautiverio de su madre y hermana. Joan sabía que un hombre no era libre si su familia no lo era. Él era responsable.
Preguntó a Antonello por su colega genovés. No había noticias. Inquieto, Joan decidió que no podía esperar, que viajaría a Génova. Quizá el coral alcanzara para pagar su pasaje. El librero le hizo desistir, le dijo que su amigo era extremadamente meticuloso y confiaba en él, que no podía ir sin dinero y que no se precipitara. Esperar unos meses, después de casi once años, no cambiaría las cosas.
«Esperar», escribió en su libro con amargura. «Esperar otra vez. Pero ahora es distinto, tengo las fuerzas. Solo me falta el dinero.»
Joan aprovechó su experiencia como escribano en la
Santa Eulalia
para ofrecer a las naves españolas en Nápoles los libros en blanco que precisaban para los diarios de a bordo además de tinta, plumas, pergamino y papel para cartas y todo tipo de material de escritorio. Trataba a los escribanos como colegas, los compensaba con pequeños obsequios y pronto se aseguró el suministro de las flotas. Las naves españolas en Nápoles ya no provenían solo de los reinos de la Corona de Aragón, sino también del resto de España, en especial vizcaínas y andaluzas. Joan hablaba un buen castellano, aprendido con Abdalá y practicado con los marinos en las tabernas, lo que le confería ventaja a la hora de asegurarse el negocio de las naves de Castilla.
Con los materiales de escritura trabajaba a comisión para Antonello, pero los libros escritos o impresos eran su propio negocio y tanto el riesgo como el beneficio eran suyos por entero.
Antonio de Nebrija pasó a ser uno de los autores más vendidos entre los escribanos de las naves. Para los textos en latín, su gramática
Introductiones latinae
resultaba muy útil. Y para quienes escribían en castellano, la gramática de Nebrija publicada en 1492, la primera en Europa de una lengua «vulgar», la que hablaba el pueblo en la calle, se convirtió en imprescindible, pues la propia reina Isabel la patrocinaba. En cuanto a libros de caballerías, consiguió de Bartomeu unos ejemplares de los dos primeros libros de
Amadís de Gaula
, recopilados por Garci Rodríguez e impresos en Zaragoza el año anterior. Los vendió de inmediato.
Mantenía correspondencia permanente con su amigo Miquel Corella; el Papa había regresado a Roma con su corte y el valenciano confirmó que existía una gran oportunidad para la venta de libros españoles. Así que Joan hizo a Bartomeu otro pedido, y con los libros que ya tenía preparó su viaje a Roma.
Aun queriendo mantenerse distante, Anna no podía evitar la librería; era una gran lectora. Y un día en que Joan se encontraba experimentando en la imprenta con un grabado que él mismo había esculpido en madera, Antonello se asomó al taller.
—
Orlando enamorado
—le dijo con su acostumbrada ironía—, quizá te interese saber que tu Angélica está en la tienda revolviéndome los libros.
—¿Ha preguntado por mí? —inquirió Joan, ansioso.
—No, por ti no preguntó —repuso el librero divertido—. Pero sí por las últimas novedades.
Joan tenía las manos manchadas de tinta y corrió a lavarlas lo mejor que pudo. No hubo forma de quitarla de las uñas, así que se vistió con su mejor ropa de calle y se puso guantes a pesar de que llevarlos en verano dentro de las casas era inusual. Ansioso y con aquel extraño aspecto, se precipitó hacia la tienda en busca de su amada.
La vio ojeando un libro, de riguroso luto, pero tan hermosa como siempre. Estaba sola, puesto que siendo viuda se libraba del incordio del ama. Al verle le saludó calurosamente, como lo hubiera hecho con un antiguo amigo, pero frenó cualquier intento de acercamiento físico. Joan insistió en que fueran al despacho de Antonello como antes hacían, pero ella le cortó en seco.
—Os dije que respetaría mi luto —le reprendió—. Esperad a que se cumplan los tres meses.
—Pero...
—Lo siento —dijo ella suavizando sus palabras con una de sus hermosas sonrisas con hoyuelos—. Es lo que acordamos.
—¿Acordamos? —se preguntó Joan.
Ella mantenía su sonrisa y afirmó con la cabeza. Sí, lo habían acordado. Él no lo recordaba así. Fue una imposición, pero no quería desaprovechar el momento discutiendo. Al fin Anna escogió su libro, lo pagó y, después de despedirse manteniendo las distancias como antes al saludar, cubrió su boca con la mantilla negra y salió de la tienda airosa y moviéndose con garbo.
Antonello observaba sonriente a Joan, que la contemplaba desde el umbral de la puerta.
—Te habrás librado de la galera —dijo riéndose—. Pero no de un capitán que te mande.
Joan se dijo que era cierto; Anna era una mujer de carácter. Y no le disgustaba.
La calma en la frontera con los Estados Pontificios permitió a Joan emprender su deseado viaje a Roma. Lo hizo por tierra, pues Gaeta, a mitad de camino por mar, continuaba en poder francés. Contrató un carro y un arriero, lo cargó con sus libros y se unió a una caravana que se dirigía a la Ciudad Eterna protegida por el ejército napolitano. Una vez instalado en la posada, fue a casa de Miquel Corella, que se alegró de verle.
—Tus conocimientos de artillería le serían útiles a su santidad —le dijo al enterarse de que ya no estaba con Vilamarí—. Te puedo conseguir una paga que supere tus ganancias con los libros.
—Muchas gracias, don Miquel —repuso Joan—. Pero creo que serviré mejor a su santidad y a los españoles de Roma con las letras antes que con las armas.
Miquel se encogió de hombros sin insistir. Joan temía que se sintiera desairado, pero el valenciano continuó presentándole clientes entre sus amplias amistades. Todos compraban libros y Joan concluyó, observándolos, que muchos no los adquirían por amor a la lectura, sino por temor a Miquel. Deseaban congraciarse con el valenciano; Miquel Corella era poderoso.
Joan hizo un buen negocio, estableció una importante cartera de clientes entre los españoles en Roma y descubrió algo más. El papa Alejandro VI daba acogida a judíos expulsados y a conversos huidos de España, que formaban una gran colonia en el Trastévere. Provenían de las finanzas, cambistas, recaudadores de impuestos o de oficios que requerían ciertos estudios y en general eran buenos lectores.
Dado que llevaban muchos siglos en España, aquellos judíos solo usaban el hebreo para sus ceremonias religiosas. Así pues, tanto conversos como judíos mantenían la cultura española y serían buenos clientes para sus libros.
Joan escribió: «¿Cómo pueden unos reyes católicos expulsar a los judíos por religión cuando el Papa, máxima autoridad católica, los acoge?».
A
l regresar, Joan informó a Antonello de su intención de abrir una librería en Roma.
—¿De dónde sacarás el dinero? —quiso saber el librero.
—Pienso pedir un préstamo —contestó Joan con entusiasmo—. He tenido buenos beneficios en este viaje. Hay muchos españoles en Roma: los hay en el séquito papal, en el ejército, también comerciantes, conversos y judíos. Estoy seguro de que en un año podré devolver el dinero. Pienso empezar vendiendo solo libros en blanco, material de escritura y libros impresos españoles. También en latín, naturalmente. Después ampliaré a títulos italianos e incluso franceses, quiero que sea una librería internacional. El siguiente paso será tener mi propio taller de encuadernación y, quién sabe, quizá también una imprenta.
—¡Qué miedo me das! —exclamó Antonello con una de sus sonrisas—. Menos mal que te vas a Roma y no me haces la competencia. ¿Y qué harás con los suministros a las flotas españolas? Es un buen negocio que no debieras perder.
—Ya he pensado en eso. Los atenderé personalmente mientras pueda y después tendré agentes en los principales puertos de atraque. Quisiera que vos lo fueseis aquí en Nápoles.
—Vas rápido, muchacho —repuso el napolitano riendo—. En solo unos días has pasado de ser mi agente a que yo sea el tuyo. j
Joan se encogió de hombros; se sentía feliz. Podría ofrecerle un futuro a Anna y conseguir el dinero para emprender la búsqueda de su familia.
—Creo que ha llegado el momento de que vuelvas a hablar con Innico d´Avalos —dijo el librero al rato. Su sonrisa había desaparecido y su expresión era pensativa.
—¿Innico d´Avalos? —inquirió Joan, sorprendido.
—Sí, ya le conoces. Ahora es el gobernador de la isla de Ischia y la ha conservado a pesar de los intentos franceses de conquistarla. Su corte se ha convertido en un santuario de artistas donde, a salvo de la guerra, encuentran entera libertad para crear. Y no solo protege a los artistas, sino también a quienes transmitimos el arte. Le gustaste cuando te conoció. Estoy seguro de que su aval junto a una carta de crédito te ayudarán a obtener el dinero que precisas.
Joan estaba impaciente por darle la gran noticia a Anna. El futuro que podía ofrecerle era mucho más que el de la esposa de un encuadernador; sería una librera que se relacionaría con comerciantes, funcionarios y nobles.
Era un porvenir brillante, deseaba con toda su alma contárselo, pero decidió no romper la distancia que ella imponía. Aun así no pudo contenerse y le compró un anillo de oro. Durante la espera imaginaba, una y otra vez, la expresión del rostro de su amada, su sonrisa feliz al conocer las buenas noticias y soñaba con el momento en que ella se pusiera su anillo. Sin embargo, fue ella quien se acercó a él y el encuentro fue muy distinto de lo que Joan esperaba.
—Estoy embarazada —dijo Anna.
La noticia fue tan sorprendente para Joan que se quedó sin habla. Él no le había notado nada. Estaban solos en el despacho de Antonello, al que ella pidió que avisara a Joan en secreto. Cuando entró en la habitación, se preocupó al ver a Anna seria y con gesto grave. Ella le mantuvo a distancia como de costumbre.
—¿De cuánto? —preguntó cuando fue capaz de reaccionar.
—De dos faltas.
—¡Entonces es mi hijo! —exclamó Joan alborozado después de echar sus cuentas.
—Creo que no —repuso ella mirándole a los ojos—. Si son dos faltas, es de Ricardo.
—¿Ricardo?
—Sí, Ricardo —le confirmó, severa—. ¿Recordáis? Era mi marido.
—Sí, claro que recuerdo —repuso él, molesto—. Pero vos me decíais que era a mí a quien amabais.
Ella meneó la cabeza con incredulidad.
—¿Y eso qué tiene que ver? —le dijo—. Él era mi marido y jamás le negué mi cuerpo. Era su derecho.
Joan calló. ¿Por qué se habría hecho aquella ilusión estúpida? Quizá fuera porque la amaba tan intensamente que, después de la primera noche juntos, en la que solo hubo caricias, creyó que ella rechazaría al marido. No fue así. Se sentía muy decepcionado. Por un momento imaginó a Anna amándose con Ricardo y una furia antigua le invadió. Miró el vientre de la joven. No se notaba, pero allí crecía la semilla que su rival depositó en el interior de ella. Y que se convertiría en un ser vivo, que siempre le recordaría su crimen y la victoria postrera de Ricardo.
—Lo entiendo —dijo Anna al ver la expresión desencajada de Joan—. Con eso no contabais cuando pedisteis cortejarme. No os preocupéis, sois libre. Les diré a mis padres que cambiasteis de opinión.