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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (65 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—Empezad y quiera Dios que ni os matéis ni quedéis lisiados.

Torrent hizo unos molinetes con su espada a modo de exhibición de profesor de esgrima y después cargó contra Joan, que cauteloso le esquivó haciéndose a un lado. El joven pensó que precisamente esa prepotencia de su instructor, al que jamás llegó a considerar maestro, podía compensar en algo la superioridad de este. Después Torrent le fue lanzando estocadas que Joan paraba con su espada o la rodela, siempre girando a un lado y sin descubrir nunca su guardia, concentrado en buscar un fallo en la de su rival. El oficial llevaba ya una veintena de golpes descargados y varias fintas de exhibición y Joan ni siquiera había atacado una vez. Entonces Torrent encadenó una serie de sablazos que hicieron retroceder al joven contra una de las antorchas y a punto estuvieron de hacer que pisara fuera del círculo, pero pudo desplazarse hacia un lado librándose del acoso.

—Está muy bien esa defensa, muchacho —le dijo Torrent como si continuara instruyéndole—. Pero a ver cómo atacas.

Joan no le hizo caso y siguió defendiéndose. Notaba el jadeo del oficial y se dijo que los quince años que se llevaban le permitían mantenerse más entero, el tiempo jugaba a su favor. Torrent parecía aburrirse y lanzó, uno tras otro, ataques tanto directos como iniciados después de amagar para engañarle. Pero Joan continuaba moviéndose y rotaba en un sentido u otro, esquivando o deteniendo con sus defensas.

—¡Ataca de una vez! —le gritó al fin exasperado.

El joven no se inmutó; se jugaba demasiado y no ansiaba ningún prestigio como espadachín, que se exhibiera Torrent, él solo quería ganar. Así que el oficial continuó atacando y aunque en ocasiones llevaba a Joan contra los límites del campo, este siempre se libraba. El joven mantenía todos sus sentidos alerta y en su concentración se repetía dos palabras: «Anna» y «vencer». Vio cómo el cansancio y el aburrimiento hacían mella en su antiguo instructor y esperó a su siguiente embestida. Entonces, sin permitirle regresar a su posición de defensa, se abalanzó sobre él descargándole golpe tras golpe sin darle oportunidad siquiera a un paso lateral. Solo podía retroceder. La noche se llenó de pavesas cuando la espalda de Torrent chocó contra una de las antorchas. La derribó y salió del círculo acosado por Joan, que no cejaba en su ataque.

—¡Detente! —gritó el almirante—. ¡Has ganado!

Pero continuaba.

—¡Para, maldito loco! —jadeó Torrent—. La mujer es tuya.

Solo entonces Joan se detuvo. Tiró sus armas al suelo e indiferente a los que le rodeaban y a Genís Solsona, que acudía a felicitarle, se arrodilló al tiempo que se santiguaba para rezar.

Cuando su mirada se cruzó de nuevo con la de Torrent, le vio ceñudo y con gesto tenso. El oficial se le acercó y le dijo:

—Lo has hecho muy bien, estoy orgulloso de ti.

Y Torrent le dio a un sorprendido Joan un sudoroso y maloliente abrazo.

—Felicidades, muchacho —le dijo el almirante con expresión seria—. Has ganado el combate de buena lid. Esta noche nos reuniremos en consejo para fijar el precio de la dama y decidir qué castigo se te impone por atreverte a retar a un oficial superior. Mañana conocerás tu destino.

103

J
oan se notaba tembloroso cuando a la mañana siguiente fue requerido por el almirante; era muy consciente de que su destino y el de su amada dependían de las palabras que se pronunciaran a continuación. Bernat de Vilamarí se sentaba en el banco del fondo de la carroza y le rodeaban Pere Torrent, Genís Solsona y el cómitre. Joan quedó de pie frente a sus jueces a la espera de su sentencia.

—Joan Serra de Llafranc —dijo Vilamarí en tono solemne—. Mis galeras tienen unas normas por las que se rigen y cuya finalidad es hacer de ellas las mejores naves de guerra del Mediterráneo. La primera norma es el principio de autoridad y obediencia. Enfrentándote a un oficial rompiste esa norma y mereces un castigo. Y ese castigo debe ser riguroso y tu escarmiento público y ejemplar.

La mirada de Vilamarí era severa y Joan sintió un nudo en la garganta. Conocía bien la crueldad y la injusticia de su principio de autoridad y recordó a Carles y su heroica muerte. Al almirante no le importaba lo que era justo o no, la justicia para él era el orden que le convenía. Esperó temeroso sus palabras.

—A partir de este momento dejas de desempeñar las funciones de artillero jefe de esta nave. A pesar de la habilidad que demostraste con culebrinas y cañones, muchos piensan que, siendo un condenado a galeras, se te concedió un privilegio inmerecido. Además, algunos de tus subordinados aprendieron ya lo suficiente para tomar el mando de la artillería.

Joan temió lo peor. ¿Le encadenarían de nuevo a los remos? El esfuerzo físico no le preocupaba, sino los grilletes, la falta de libertad. ¡No podría ver a Anna!

—También dejarás de ser lector y escribano en la carroza de la galera.

El joven esperaba el inevitable mazazo y se irguió cuan alto era para recibirlo de forma digna. De poder cambiar el pasado, volvería a actuar como lo hizo y la dignidad era lo único que le quedaba. Pero el almirante no cerró su sentencia y continuó hablando.

—Sin embargo, el oficial Torrent admite que tiene parte de culpa por desafiarte.

El joven miró al oficial y este reafirmó lo dicho por el almirante con un gesto de cabeza. Estaba sorprendido, jamás creyó que Torrent tuviera calidad moral para admitir culpa alguna.

—También hemos valorado que prestaste unos excelentes servicios a la
Santa Eulalia
como artillero —continuó el almirante—. Esto nos hace moderar tu sentencia, que es la siguiente: a partir de hoy dejas de pertenecer a la tripulación de esta galera.

Joan le miró atónito.

—¿Ya no pertenezco a la tripulación? —repitió intentando comprender qué significaba aquello.

—No.

—¿Vuelvo a remar?

—¡No! —exclamó Vilamarí—. Los galeotes forman parte de mi tripulación. Tú estás fuera, tu condena es ser expulsado de nuestros navíos.

—¿Estoy entonces libre? —Los ojos de Joan se abrieron como platos.

—No —repuso el almirante—. Te faltan diez meses para cumplir tu sentencia. Los tendrás que completar luchando en los ejércitos de España en la primera ocasión que se te presente. Te extenderé un documento reconociendo tus servicios en la
Santa Eulalia
como oficial artillero, pero me darás tu palabra de servir al rey con los meses que te faltan, lo antes posible. Si no lo has hecho en cinco años, serás castigado con una nueva pena de galeras de dos años más.

A Joan le costaba creer lo que oía. ¡Era libre! Aunque frenó su euforia; ¿de qué le servía ser libre si Anna era esclava?

—¿Y la señora Anna Lucca?

—Hemos llegado a un acuerdo con respecto a su precio.

Joan contuvo el aliento.

—Cuatrocientos ducados —sentenció Vilamarí.

—¡Cuatrocientos ducados! —repitió Joan mirando descorazonado al almirante.

De sus negocios con los libros apenas pudo ahorrar unos veinte y era imposible que la familia de Anna tuviera ni la mitad del dinero del rescate. Barajaba mil opciones. Quizá Antonello quisiera prestarle. Pero por mucho que le diera y aun juntándolo con lo que pudiera recoger el padre de Anna, tampoco se alcanzaría semejante fortuna. Todos sus esfuerzos habían sido en balde.

—Quiero que sepas algo más —continuó Vilamarí.

Joan no deseaba escuchar nada, quería irse, pero le era imposible sustraerse a la obediencia del almirante y permaneció allí, de pie, esperando a que terminara.

—Al estar cumpliendo tu condena como galeote, no tienes derecho a la parte que le corresponde al jefe artillero en el botín. Era tu trabajo en lugar de remar.

Joan afirmó con la cabeza, ya sabía aquello. Los galeotes no tenían botín.

—Sin embargo, tu trabajo no incluía el de oteador.

—¿Oteador?

—El que identifica las posibles presas —informó Vilamarí—. Sin tu aviso no hubiéramos capturado esa carabela. Hiciste ese trabajo. Y el oteador participa en el botín.

—¿Participo en el botín? —repitió Joan sin terminar de creer lo que el almirante decía.

—Sí. Y tu parte son cuatrocientos ducados.

Joan le miró aturdido. ¿Le estarían gastando una broma de mal gusto? Observó la cara de cada uno de los oficiales, sonreían, pero no parecían burlarse de él. ¡Podría liberar a Anna! ¡Y también era él libre!

—¿Es eso cierto? —inquirió mirando al almirante.

Este afirmó con la cabeza.

—Gracias —masculló emocionado—. Gracias.

—Agradéceselo a los amigos que hiciste en la
Santa Eulalia
—sentenció el almirante.

Al poco el cómitre anunciaba a la tripulación que Joan Serra era castigado por una insubordinación leve y perdía su posición de jefe artillero de la
Santa Eulalia
. Además, se le expulsaba de la galera. Su lugar sería ocupado por uno de los marinos artilleros antes a sus órdenes.

Joan se asombró al sentir tristeza al oír aquella proclama que le concedía la libertad.

Al despedirse de su amigo el capitán Genís Solsona, Joan le agradeció su ayuda, pero este repuso:

—A quien más has de agradecer es a Torrent.

—¿Torrent? —inquirió asombrado.

—Sí, él ha sido tu mayor valedor.

—Sí, parece que le emocionó la forma en que defendiste a tu mujer —repuso—. Que reclamaras tu derecho por amor le llegó al corazón.

—¿Él, emocionado? —Joan no salía de su asombro. Veía a Torrent como a un pedazo de animal rubio incapaz de sentir—. ¿Que mis palabras le llegaron al corazón?

—Sí, y también a los demás. Incluso al almirante, aunque no lo reconozca.

Joan estaba desconcertado. Aquellos hombres sin escrúpulos que no dudaban en robar, violar y matar se emocionaban por el amor. Le costaba creerlo. A pesar de su rudeza, los esfuerzos de Vilamarí para hacer de sus oficiales, mediante la lectura, gente presentable ante los notables de las ciudades donde recalaban habían dado algún fruto. El amor y el caballero enamorado que lo daba todo, incluso la vida, por su dama aparecían continuamente en los libros de caballerías y eran valores respetados. Sin buscarlo, el día del asalto Joan encontró el único argumento que podía frenar el poder de Torrent de tomar lo que le apeteciera. El amor.

Torrent se mostró seco y arrogante en la despedida. Después de darle las gracias, no pudo evitar preguntarle:

—¿Me dejasteis ganar en el duelo?

—No —repuso huraño—. La suerte te ayudó. Pero luchaste bien, ganaste a tu mujer de buena lid. Disfrútala.

Su respuesta no disipó las dudas de Joan.

Una vez firmado el documento de su licencia condicional, del que recibió copia, Joan tenía aún mucho que decirle a Bernat de Vilamarí, aunque se contuvo. Aún temía y respetaba la autoridad que este emanaba. Se conformó haciéndole una pregunta. La que durante todo aquel tiempo en la galera ansiaba formular sin atreverse:

—¿Dónde vendisteis a los cautivos de Llafranc?

El almirante le miró sereno, sin el menor asomo de culpabilidad o remordimiento. Ocultaba las emociones que el muchacho le producía. Él contemplaba a las víctimas de sus actos, lejano, las veía como a ovejas camino del matadero y su sufrimiento era desagradable pero necesario. Nunca antes convivió con una de ellas. Bartomeu le confió a Joan, pero él rechazó protegerlo comprometiéndose solo a mantenerlo a salvo de venganzas por la muerte del Tuerto. Sin embargo, el chico tocó fibras sensibles, desconocidas, en su corazón. Era consciente de que Joan quiso matarle y también de que terminó salvándole la vida. Hubiera querido hablarle, tenía mucho que decirle, pero no podía, no era lo correcto. Él era el almirante.

Se limitó a responder, lacónico, aquella pregunta que hacía mucho esperaba:

—En Bastia, en la isla de Córcega.

—¿Cómo puedo encontrar a mi madre y a mi hermana?

Vilamarí meditó unos momentos antes de responder:

—La isla de Córcega pertenece a Génova, que la controla a través de una concesión que la república le hizo a la Banca de San Giorgio. La banca interviene en todos los asuntos de la isla, incluido el mercado de esclavos de Bastia, y tiene su sede en un gran edificio en el puerto de Génova. Quizá aún guarden documentos sobre las transacciones y puedas saber dónde fueron revendidas.

Joan ponderó la información. Era todo lo que necesitaba y dijo escueto:

—Adiós, almirante.

—Adiós, Joan Serra de Llafranc. Que tengas suerte.

C
UARTA PARTE
104

J
oan se sentía ansioso por abrazar a Anna, pero a la vez le invadía una suave nostalgia que le hacía demorar el momento maravilloso del encuentro. Abandonaba la
Santa Eulalia
para siempre y recogió sus cosas remolón, intentando asentar sus pensamientos. Le costaba digerir lo ocurrido en la vorágine de las últimas horas, convencerse de que lo que vivía era cierto, que no se trataba de un hermoso sueño del que despertaría de un momento a otro.

Miró al cielo de la bahía de Nápoles, era un día esplendoroso, oyó los graznidos de las gaviotas y las vio volando bajo las nubes y el sol, por encima del mar azul. Anduvo hasta proa y, al tiempo que acariciaba el frío bronce de los cañones, las contempló absorto. Eran libres. Como él.

Escribió en su libro: «Libertad, al fin. Mi amada es también libre, y solo mía. Gracias, Señor».

Hizo que el barbero de la galera le arreglase el pelo y le afeitase la barba; vistió sus mejores ropas y, ufano y sonriente, se despidió del resto de las gentes de la
Santa Eulalia
.

Joan sentía su corazón rebosante de alegría al subir a la carabela con el recibo, expedido por el escribano y firmado por Vilamarí, que daba la libertad a Anna. No podía aguardar al instante en que se fundirían en un abrazo. Era el fin de una pesadilla, ya nadie podía oponerse a su amor; nunca más se separarían.

Los marinos de guardia, a pesar de conocerle, comprobaron escrupulosamente los sellos y el documento y a continuación uno gritó hacia la bodega de la nave:

—¡Anna Lucca! Subid a cubierta.

Después de unos momentos que se le antojaron interminables, ella salió con las mismas ropas que vestía el día en que la carabela fue capturada, parpadeando ante el sol de cubierta. Vio al joven sonriéndole feliz, abriendo los brazos para acogerla en ellos y supo entonces el resultado del duelo. Suspiró aliviada y se acercó a él con una sonrisa. Pero cuando Joan iba a estrecharla se detuvo y preguntó, mirándole inquisitiva con sus ojos verdes:

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