Prométeme que serás libre (61 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Cuando el general francés regresó a la ciudad, acosado por los ciudadanos armados, por el ejército del rey y la escuadra española, no tuvo más opción que guarecer sus tropas en los castillos Dell'Ovo y Nuovo.

Los mismos que antes apoyaron a los franceses juraban ahora fidelidad a Ferrandino alegando que se vieron obligados por las circunstancias. El joven rey se sentía feliz, había recuperado su amada ciudad de Nápoles y fue generoso con los que regresaban a su bando. Pero fuera de lo conquistado en el sur de Calabria por Gonzalo y la capital, la mayor parte del reino continuaba ocupada por un gran ejército al que apoyaban poderosos nobles angevinos y sus tropas. La guerra distaba mucho de haber llegado a su fin.

94

J
oan aguardaba impaciente el permiso para desembarcar en Nápoles, las columnas de humo se elevaban en varios puntos de la ciudad y desde la
Santa Eulalia
se oían disparos. Temía por Anna. Ricardo Lucca pertenecía a la facción angevina y su casa podía ser asaltada por el populacho en cualquier momento.

Los franceses aún controlaban el puerto gracias a los castillos Nuovo y Dell'Ovo y las galeras de Vilamarí vararon en una playa cercana fuera del alcance de la artillería francesa.

Tan pronto Joan saltó a tierra, fue corriendo a la vía del Duomo esquivando a la muchedumbre que celebraba el regreso de Ferrandino y al llegar a la casa de los Lucca suspiró aliviado; estaba cerrada y no mostraba señales de violencia. ¿Habrían abandonado la ciudad? Quería llamar, que Anna supiera que estaba allí, pero se contuvo. No deseaba encontrarse cara a cara con Ricardo Lucca. No aún. No se arriesgaría a perjudicar a su amada. Y tragándose la impaciencia y ansiedad, se dirigió a la librería de Antonello.

Su amigo estaba en el centro de la calle, donde había instalado una mesa y una barrica de vino. Le rodeaban sus empleados y vecinos, que, celebrando felices la llegada del rey, chocaban sus vasos, bromeaban y reían.

—¡Pero si es
Orlando enamorado
! —gritó Antonello al verle—. ¿Qué es esa expresión tensa? Toma un vaso de vino, relájate.

Joan se acercó para brindar con el librero. Este paladeó satisfecho el vino:

—¿A que es bueno? Lo guardaba para una gran ocasión.

El joven no sabía cómo interrumpir su cháchara para preguntarle por Anna, pero el napolitano, malévolo, adivinando su ansia, no parecía tener intención de complacerle.

—Antonello, ¿qué sabéis...? —Pero su amigo le interrumpió.

—¡Francesca! —gritó llamando por señas a una muchacha.

Ella sonrió y él insistió con gestos exagerados para que acudiera. Después de hacerse rogar por un tiempo, la chica mostró otra de sus sonrisas deslumbrantes y fue hacia ellos moviéndose con gracia. Joan se percató de inmediato de que la naturaleza había dotado a la moza con generosidad.

—Francesca —dijo el librero agarrándola del brazo—. Te quiero presentar a un amigo español que es además el mejor oficial artillero de la flota. Un gran partido y un buen mozo. ¿Qué te parece?

Ella hizo un mohín que no la comprometía en la respuesta, aunque sonrió a Joan al tiempo que le miraba a los ojos.

Joan le devolvió la sonrisa, pero se sentía incómodo. ¿Qué pretendía Antonello? ¿Deslumbrarle con aquella belleza para que se olvidara de Anna? No podría hacerlo ni por un instante. El librero era perverso y jugaba con él tentando sus límites. Pero ni presentándole a la mismísima diosa Venus podría quitarle a Anna de su pensamiento.

Uno de los aprendices sacó una guitarra y el propio Antonello fue el primero en cantar. Después lo hicieron otros y la gente se puso a bailar. Era un día de gran fiesta. Joan intercambió unas frases con la bella napolitana, pero su pensamiento no estaba allí; no podía librarse de su temor por Anna, y al rato Francesca le dedico una sonrisa de despedida cuando un oficial de caballería apareció en escena requiriéndola.

—¿Qué sabéis de Anna? —insistió cuando al fin pudo hacer un aparte con Antonello.

—La
signora
Lucca está sana, salva y bellísima en su casa —repuso este—. Y su marido se ausentó de Nápoles con las tropas francesas que luchan en el sur.

—Pero siendo Ricardo Lucca un angevino, ella estará en peligro. —Joan continuaba preocupado—. ¿No asaltarán su casa como han hecho con otras?

—Es posible que sea atacada —repuso el librero con tranquilidad—, aunque hay casas más ricas en la lista y esa gente tiene demasiado trabajo. Pero si el rey Ferrandino no quiere o no puede imponer el orden en las calles, tarde o temprano la casa Lucca también será desvalijada.

Joan tuvo que esperar dos días interminables antes de ver a Anna. Antonello le envió recado avisando que tenía un libro de su interés y al final apareció junto a su ama en la librería. Joan corrió a ocultarse mientras notaba el latir desbocado de su corazón. Tan pronto la esposa de Antonello se hizo cargo del ama, los jóvenes se miraron sonriendo felices para unirse en un fuerte abrazo en la intimidad del despacho del librero.

—¡Cuánto os he echado de menos, Anna!

—Yo también —repuso ella—. ¡He rezado tanto por vos!

—¡No regreséis a vuestra casa, huid conmigo! —le dijo Joan mirándole a los ojos.

Fue un impulso repentino. Y se arrepintió de inmediato. ¿Qué tipo de vida podía él ofrecerle a una dama como Anna? La vida de un fugitivo, la de un esclavo de galeras huido después de arrebatarle la esposa a un caballero. Porque no importaba que Lucca fuera rebelde a su rey; continuaba siendo un caballero y él menos que un don nadie. Sabía que ella se negaría. Y así ocurrió, aunque con argumentos distintos.

—No hay cosa que más desee —dijo—. Pero bien sabéis que el bienestar de mi familia depende de mi matrimonio y no permitiré que ellos paguen las consecuencias de mi locura.

Él la abrazó consolado al saber que aún le amaba y al tiempo triste por aquellas barreras insalvables. Entonces fue ella quien le apartó para mirarle a los ojos:

—Joan, este será nuestro último encuentro.

—¿Por qué? —inquirió él, alarmado.

—No puedo mantener esta relación clandestina —repuso Anna con expresión triste—. Si se descubriera, sería la ruina para los míos. Además, aunque no ame a Ricardo, es una buena persona que no merece un engaño. No es decente que nos veamos.

—¡Decente! —exclamó Joan recordando las palabras de Antonello—. ¡Lo que no es decente es que estéis casada con un hombre al que no amáis! Lo decente es estar con quien se ama.

Anna negó con la cabeza.

—No es así como lo ve la sociedad —dijo.

—¡Os lo suplico! —exclamó Joan, con lágrimas en los ojos—. ¡No me dejéis!

—No puedo hacer otra cosa —repuso ella llorosa.

—¡Pues si nos hemos de despedir, dejad que os visite esta noche en vuestra casa! —le suplicó—. No está vuestro marido.

Ella se negó y pasaron unos minutos batallando y al final Joan le dijo:

—Lo nuestro no puede terminar así, Anna. No podemos despedirnos con una discusión. No insistiré más. Pero esta noche la pasaré bajo aquella celosía de vuestra casa, y también la siguiente, hasta que lancéis la cuerda.

—No creo que lo haga, Joan. Lo siento —repuso Anna, con voz triste. Y añadió después de unos momentos de vacilación—: Pero si ocurriera; ¿me dais vuestra palabra y juráis que no me pediréis más contacto físico que un abrazo o un beso?

—¡Sí! ¡Claro que sí! ¡Lo juro!

95

A
quella era una noche cálida, las casas en Nápoles tenían sus ventanas abiertas en busca de brisa fresca y las voces de los vecinos llenaban las calles de murmullos.

Joan esperaba impaciente entre las sombras del callejón animado por las últimas palabras de Anna. El riesgo era alto porque, aunque las luces tenues de los candiles se iban apagando en las ventanas, aún quedaban las estrellas y una media luna que en unos minutos se alzaría sobre la calleja.

Rezaba. ¡Deseaba tanto verla de nuevo! Y se decía que no sería capaz de soportar su ausencia. Pero al rato, pasada la medianoche y con el corazón en vilo, percibió un leve movimiento en las celosías del segundo piso y después algo que se descolgaba lentamente. ¡Era la cuerda!

Joan trepó con agilidad y de inmediato se fundieron en su abrazo sin palabras. Recogieron la cuerda, la guardaron y esta vez ella le condujo de puntillas a su dormitorio en la primera planta.

—Recordad vuestra promesa de respetarme, Joan —le susurró antes de que se desplomaran en la cama.

Sin embargo, lo que él recordaba eran las palabras de Antonello. El librero le dijo que aquel tipo de promesas no valían nada. Porque eran contra la voluntad del Ser Supremo responsable del impulso de amar. Que esas promesas eran un pecado contra el amor. Y que la mujer decente era la que se entregaba al hombre que de verdad amaba.

Tumbados se abrazaban, se besaban, se acariciaban. Era verano, vestían ropas ligeras y Joan notaba en su propio cuerpo el cuerpo ardiente de Anna. Ella establecía límites y le apartaba la mano cuando los dedos ansiosos de él los transgredían, susurrándole:

—¡Recordad lo que prometisteis!

Y él suspiraba, pedía perdón, añadía que no podía evitarlo y al cabo de unos instantes regresaba otra vez a las zonas prohibidas. La primera gran batalla se libró en los pechos de la muchacha y cuando al final esta aceptó su derrota con un suspiro, Joan los pudo acariciar, besando a su gusto y placer aquellos senos turgentes y sus pezones inhiestos. Estaba borracho de pasión. Ella gemía y temblaba al tiempo que intentaba devolverle las caricias. Pronto no fue suficiente y él empezó a deslizar sus manos hacia su vientre. Anna quiso rechazarle, le apartaba y otra dulce contienda se produjo en aquella zona de deseo. Ella le recordaba en susurros su promesa, le reprochaba su incumplimiento, pero él gemía que era incapaz, que no podía.

Desterrado del bosque que crecía entre aquellas hermosas piernas, Joan buscó consuelo acariciando y estrujando las redondas nalgas sin que ella mostrara resistencia en aquella zona. Pero al poco regresó al pubis y cuando al fin, siempre con delicadeza pero persistente, pudo vencer su aguante, él entró en el paraíso de cálidas humedades y tacto suave del sexo de su amada.

—¡No, por favor, Joan! —musitaba Anna, ya entregada y sin oponerse, cuando él la penetró.

Nunca había sentido algo semejante. Era una embriagadora mezcla de placer físico y culmen espiritual. ¡Estaba en su interior! ¡Era suya! ¡Se le había entregado! ¡Era su mujer! Se acariciaban moviéndose frenéticos al ritmo de sus gemidos hasta que, llegando al éxtasis y sintiéndose morir en una terrible dulzura, un torrente impetuoso surgió de él para llenarla a ella.

Se quedaron mucho tiempo, él encima, mientras sus jadeos se reducían a una respiración suave y después fue casi imperceptible. A ella no parecía molestarle el peso, pero él se puso a su lado abrazándola en el lecho.

—Joan —susurró ella entonces—. No nos veremos nunca más.

Él sintió como si le clavara una daga en el pecho. Unos momentos antes hubiera dado su vida por hacerla suya, no ansiaba otra cosa y si algún ser maligno le hubiera concedido su deseo con la condición de caer muerto una vez consumado este, hubiera aceptado. Pero ahora quería más, la quería para toda la vida. No importaba el precio. No quiso responder y empezó a besarla, el tiempo era trágicamente breve y no quería desperdiciarlo en discusiones. No abandonaría, Anna sería suya.

En esa ocasión ella se ofreció sin lucha y se amaron con la desesperación de la última vez, y culminado su deseo, este se hizo un abrazo tierno. Después Joan cayó en un sueño ligero del que despertó sintiendo humedad en su pecho. Ella lloraba en silencio.

Él permaneció mudo, asustado; no sabía qué hacer ni qué decirle, pero sus ojos se llenaron también de lágrimas que al poco resbalaban por sus mejillas.

—No os preocupéis, mi amor —dijo al fin—. Encontraremos la forma de estar juntos.

—No, Joan —repuso ella serena y determinada a pesar del llanto—. No os veré nunca más. No volveré a traicionar a Ricardo.

—¡Pero me queréis a mí! —repuso él—. Y hoy os he hecho mía. Ahora sois mi mujer, no se puede volver atrás. Sois mía y no renunciaré a vos.

—No, Joan. Os equivocáis. —Ella continuaba serena y hablaba con calma y determinación—. No soy vuestra mujer. Soy esposa y mujer de Ricardo Lucca. Es cierto que os amo y que nada me hubiera gustado tanto como ser vuestra, pero no lo soy. Desgraciadamente, existen cosas más importantes que nuestro amor.

Se hizo el silencio, Joan no quería responder, le asustaba la seguridad y la calma con la que ella hablaba y empezó a temer que fuera cierto, que aquella fuese su última vez. Volvió a los besos y a las caricias y se llenó de trágica felicidad al ser correspondido por ella. Se amaron de nuevo.

A Joan le despertaron unos golpes sobre madera. Notaba aún el contacto cálido del cuerpo de Anna a su lado. Los golpes se repitieron y ella se despertó sobresaltada.

—¡Es el amo! ¡Es el
signore
Lucca! —gritó uno de los criados desde el patio de la casa—. ¡Abridle y vestíos, nos va a necesitar!

—¡Mi marido! —exclamó Anna mirándole con ojos asustados—. ¡Tenéis que salir de aquí!

Se oía el chirriar de la gran puerta que daba a la calle y Joan se vistió a toda prisa. Estaba amaneciendo. Anna, una vez vestida, se asomó a la puerta de la habitación.

—¡Los criados están por todas partes! —dijo—. No podéis subir al segundo piso, os descubrirían en las escaleras. No os daría tiempo a soltar la cuerda y bajar por ella.

Corrió a mirar por las celosías a la calle y añadió:

—Mi marido nos viene a buscar. Habrá sobornando a los guardias de una de las puertas y ha traído carros para cargar todo lo que podamos antes de que el populacho asalte la casa. Huiremos en una nave.

Se oían voces y ajetreo por toda la casa.

—¿Qué queréis que haga? —preguntó Joan llevando instintivamente su mano al puño de la espada.

—¡No puede encontraros en nuestro dormitorio! —le dijo ella mirándole a los ojos—. Voy a bajar a recibirle y ayudarle en la mudanza. Eso evitará que de momento suba aquí. Cuando todos estén ocupados, bajad las escaleras a toda velocidad y salid corriendo a la calle. Si os ven, siempre quedará la duda de que pudisteis entrar a robar o a por una criada.

Observó de nuevo entreabriendo la puerta y cuando se giró, su mirada tenía una mezcla de inquietud y tristeza.

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