—Os amo —le dijo él anticipándose a lo que ella dijera—. Os amo como nunca he amado ni amaré. Nadie puede querer más de lo que yo os quiero.
—Yo también os amo —le confesó ella, y apartando la mirada, le volvió a abrazar.
Entonces Joan oyó que le decía quedamente, al oído:
—Pero no puede ser. Debemos olvidarnos.
«No», se dijo él, sin contestar. Por nada del mundo renunciaría a ella. Pero de nuevo fue consciente de que, fuera de su amor, nada podía ofrecerle. Pese a la falsa apariencia de sus buenos vestidos y su espada al cinto, no dejaba de ser un esclavo de galera al que la fortuna y un valenciano generoso le echaron unas monedas al bolsillo. Ella, en cambio, era una dama respetada que vivía en un palacio y que tenía lo que quisiera. Aquella era la ocasión de suplicarle que lo abandonara todo y escapara con él, antes de que el ama regresara. Embarcarían hacia donde pudieran vivir su amor, libremente, en toda su plenitud. Pero él no era dueño ni de su propia libertad. El único futuro que podía darle era la vida de un esclavo huido al que perseguían.
—¿Por qué? —inquirió él al fin, apartándola lo justo para asomarse a sus ojos verdes—. ¿Por qué no podemos amarnos?
—Estoy casada.
—Pero me queréis a mí —repuso él, agitado—. Hoy no os puedo ofrecer nada, sin embargo, os prometo que conseguiré una gran fortuna para agasajaros como a una reina...
Ella le interrumpió cubriendo sus labios con su mano en un gesto cariñoso.
—No se trata de dinero ni fortunas, sino de lealtad.
—¿Lealtad? ¿A vuestro marido?
—A mi familia.
—¿Y qué tiene que ver vuestra familia en esto?
—Todo. Mi padre acordó ese matrimonio y yo obedecí y me casé. Cuando llegamos a Nápoles como refugiados las cosas no fueron fáciles, había muchos como nosotros, conversos huidos de España, todos con oficios de calidad y los artistas de joyería como mi padre abundaban. Lo que pudimos llevarnos de Barcelona no bastaba ni siquiera para abrir tienda. Ricardo Lucca nos ayudó y yo fui parte del acuerdo. Y no solo eso. Gracias a mi esposo, mi hermano mayor podrá ser un caballero, aquí en Nápoles.
Un sollozo se escapó de su pecho.
—¿Lo entendéis ahora? —Sus ojos se encharcaban en lágrimas.
—¡Pero me amáis!
Ella afirmó con la cabeza.
—Aun así le debo respeto a él. Por eso tenemos que olvidarnos.
—¡No! —exclamó Joan—. ¡Nunca os olvidaré! ¡Jamás!
Anna cerró los ojos y negó con la cabeza.
—Escuchad —insistió él—. Vuestro esposo puede poseer vuestro cuerpo, pero no tiene derecho sobre vuestra alma ni vuestro espíritu. Él no os puede forzar a que dejéis de amarme. La verdadera libertad está en nuestro interior y nadie puede obligarnos a cambiar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos. Nadie tiene ni esa fuerza ni ese derecho.
Ella continuó con los ojos cerrados, parecía decidida.
—¡Ya cumplís por aquello que os paga! —exclamó Joan con rabia—. ¡No os puede pedir más!
Anna abrió los ojos para mirarle alarmada, sentía su furia.
—Perdonadme —continuó él al percibir su inquietud—. Lo único que os pido es que continuemos viéndonos de la forma que sea. Mirándonos en la calle. Dejándonos notas en la librería. Gozando de la dicha que Dios nos concede al amarnos tanto.
—Sufriremos mucho —dijo ella con voz suave.
—¡Sufriremos de todos modos! —exclamó Joan, vehemente—. ¿Es que creéis que podré olvidaros? ¡Que encuentre otra mujer, me pusisteis en esa nota! Pero ¿creéis que eso es posible? ¡Nunca! ¿Me oís? ¡Nunca! —Se detuvo un instante y añadió en tono calmado pero lleno de determinación—: Además, estoy seguro de que llegará el día en que yo seré vuestro esposo. Os lo prometo.
Ella le separó suavemente en silencio, tenía lágrimas en los ojos y volvía a negar con la cabeza.
—Tengo que irme —le dijo—. El ama regresará en cualquier momento y no nos puede sorprender. Mi marido os haría matar.
Como confirmando sus palabras se oyó un barullo; la esposa de Antonello bajaba las escaleras hablando a gritos. Anna se apresuró a salir de la habitación para regresar a la librería. Joan la retuvo solo un instante más.
—Os lo suplico, no me neguéis vuestra mirada —le dijo— Y escribidme, por favor.
E
n los días siguientes las cuatro galeras de Vilamarí patrullaron la costa norte desde las islas de Procida e Ischia hasta rebasar las islas de Ponza sin encontrar naves francesas. Lucían los colores de Nápoles y Aragón.
Entonces llegó la noticia de la derrota de Florencia y de que el ejército francés avanzaba hacia el sur. Con el fin de frenarlo, el rey de Nápoles envió un ejército de tierra a Roma en ayuda del pontífice y por su parte, los reyes de España llamaron a Gonzalo Fernández de Córdoba, un militar que demostró grandes dotes en la guerra de Granada, para que, junto a un pequeño ejército, a bordo de la flota del almirante Galcerán de Requesens, se desplazara a Sicilia con el fin de protegerla de las ambiciones francesas.
Pero todos esos augurios de guerra y de sus calamidades le importaban poco a Joan. Solo pensaba en volver a Nápoles para ver a Anna. Ella no le dio ninguna seguridad y continuaba sin dejarle nota alguna de respuesta en la librería. Joan se sentía deprimido y su ansiedad se convertía en irritación al menor incidente en el que se viera envuelto tanto en su servicio en la galera como en la misma librería de Antonello. Angustiado, apenas dormía y se refugiaba en declaraciones de amor llenas de desesperación, emborronadas con lágrimas, que garabateaba descuidando su caligrafía en su libro. Los domingos en los que la galera estaba en el puerto, la veía paseando con su marido y su odio por aquel hombre que la poseía aumentaba en cada encuentro. Cuando salía con el ama se mostraba más relajada, no se cubría la boca y cada vez que en la distancia divisaba su sonrisa, Joan se sentía desfallecer de dicha.
En una ocasión, al cruzarse con las dos mujeres, Anna le lanzó una mirada que él no supo interpretar y cuando vio a un muchacho agachándose a coger un pañuelo del suelo, comprendió. El chico quiso correr tras la dama, pero una mano agarró la suya, que sujetaba el pañuelo mientras la otra le tapaba la boca. Una moneda cerró un trato rápido. Joan buscó un rincón donde oler el suave perfume a espliego y acariciar la suavidad del pañuelo de su amada. Era fino, estaba rodeado de puntillas y al abrirlo vio que tenía algo bordado en el centro. Eran dos letras: SÍ.
Joan dio gracias al cielo. Aquel pañuelo le retornaba la vida. Al menos podía amarla en la distancia; ella le correspondería.
Los días fueron pasando a la espera de lo inevitable: la llegada del ejército francés a Nápoles. En nada parecía este hecho afectar a los napolitanos que llenaban las calles yendo y viniendo, comprando y vendiendo, charlando, riendo, cantando, incluso llorando si llorar era lo que tocaba; en suma, viviendo la vida tal como venía.
Tener en el paisaje la silueta del Vesubio que mostraba a veces fumarolas inquietantes y producía temblores en la ciudad, quizá preludio de una catástrofe, había enseñado a los napolitanos a guardar la angustia para cuando llegaran las desgracias.
La vida de Joan transcurría a bordo de la
Santa Eulalia
, o en la librería y en los alrededores de la casa de Anna. La navegación se redujo a mínimos a la llegada de la temporada de tormentas y fuera de una hora o dos en las que Joan completaba sus labores a bordo, disfrutaba de permiso ilimitado en tierra.
En una de sus visitas a la librería, Antonello le invitó a comer y le presentó a un hombre de unos sesenta años de barba blanca llamado Innico d´Avalos. La conversación en el comedor del salón del primer piso del librero fue muy animada. Innico mostraba ser un buen conocedor de libros y después de comentarios intrascendentes sobre Nápoles y los forasteros como Joan, la conversación entró en uno de los tópicos de la época; las preferencias de cada uno sobre Platón o Aristóteles. Joan, entusiasta, defendía a Platón ante la sonrisa condescendiente de sus interlocutores. Hablaban en napolitano, pero las formas cultas que usaban Innico y Antonello los llevaban más al toscano, al llamado florentino antico, la lengua escrita de Dante, Boccaccio y Petrarca. Joan, buen lector de dichos autores, fue capaz de seguirlos sin dificultad cuando empezaron a comentar sus obras. En algún momento el joven sintió una cierta incomodidad; Innico le observaba con una atención especial, como si estuviera valorando sus conocimientos, opiniones y reacciones.
Innico llevó la conversación al nuevo tiempo que vivían, el llamado Renacimiento, donde el hombre descubría la luz del saber de la antigüedad después de la noche de las edades bárbaras, góticas, que, a la caída del Imperio romano, trajeron oscuridad e ignorancia a la humanidad. Dios continuaba siendo importante, pero ahora lo era también el hombre, su más alta creación. El hombre era el centro del universo creado por el Ser Supremo. El saber era la luz que lo iluminaba y la ignorancia, la oscuridad.
Al hablar del Renacimiento y su luz, Innico lo hacía de forma entusiasta y acariciaba un medallón de oro que colgaba de su cuello y que en un momento determinado sacó del interior de su camisa. Mostraba un triángulo isósceles dentro de un círculo.
Joan no pudo evitar contar su trágica experiencia con la Inquisición y la muerte en la hoguera de los Corró por vender libros prohibidos y por la simple sospecha de prácticas judaicas.
—¡Qué monstruosidad! —exclamó Innico—. Dios dio al ser humano la facultad de pensar y otros hombres no tienen derecho a decirle lo que debe creer o debe leer. La Inquisición es la oscuridad.
—¡Pienso lo mismo! —soltó Joan—. Dios nos concedió el libre albedrío. Por lo tanto, debemos gozar de la libertad de conocer el pensamiento de otros hombres, ya sea por la palabra o la letra, y decidir sobre él.
—Por fortuna, ahora tenemos la imprenta, que permite la difusión rápida y más económica del conocimiento, de las opiniones, de las creencias —dijo Innico.
—Las religiones son caminos trazados hacia Dios —continuó Antonello—. Hay muchas religiones, pero un solo Dios. Y deben estar al servicio del hombre para acercarlo al Ser Supremo. El hombre ha de servir a Dios, no a la religión, que es solo el camino para llegar a Él.
Innico afirmó con la cabeza; estaba de acuerdo y parecía un hombre sabio.
—España, si consolida la unión de sus reinos, será la gran potencia venidera —afirmó—. Pero debe ser cuidadosa al usar la religión como instrumento político. Ese puede ser el germen de su decadencia. La reina Isabel es una católica ferviente y apoya la Inquisición, de corazón, por influencia de sus confesores. En cambio, el rey Fernando la utiliza como instrumento unificador de sus reinos, para someterlos y como fuente de ingresos. Se vale de la oscuridad cuando vivimos en el tiempo de la luz.
Aquella conversación le dio mucho que pensar a Joan. Innico D´Avalos era un individuo carismático y de pensamiento brillante que hablaba de religión, pero su medallón parecía pagano. ¿O era solo renacentista?
Interrogó a Antonello. Le contó que D´Avalos era un noble napolitano que apoyaba la causa de Aragón. Su padre, también Innico o Iñigo, vino de España con Alfonso V de Aragón, ayudándole a conquistar el reino y recibió como premio un condado y un matrimonio con una marquesa napolitana. El rey Alfonso V fue un gran mecenas de las artes que profesaba devoción por los clásicos y se convirtió en un excepcional promotor del Renacimiento. Decía que «los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer». Esa pasión impregnó toda su corte, herencia que recibió Innico, quien además de militar era gran amante de las artes.
—¿Y cómo es que un personaje tan importante ha querido comer conmigo? —inquirió Joan.
Antonello rio.
—Quizá porque también tú eres importante —dijo.
La respuesta no satisfizo al joven. Continuaba intrigado.
C
uando los libros pedidos a Bartomeu llegaron de Barcelona, Joan los envió a Roma y recibió el dinero. Había más demanda para
Tirant lo Blanc
, pero el joven empezó a listar otras obras españolas que podrían interesar a sus clientes. Si la invasión francesa no lo evitaba, acrecentaría su negocio; vendió libros incluso a sus colegas oficiales de las galeras. El almirante no se entrometía en sus transacciones y hasta parecía aprobarlas.
«Un caballero debe ser capaz de hablar de las artes e incluso de filosofía en sus conversaciones mundanas», decía con frecuencia Vilamarí.
—Te estás convirtiendo en todo un librero —le dijo Antonello—. Si continúas así, tendré que subirte el porcentaje de comisión.
—Acepto mantener el que tengo con tal de que me dejéis ayudaros en la imprenta.
—¿Es que me quieres hacer la competencia? —le preguntó el napolitano riéndose.
—Siempre he querido ser librero —le confesó el joven, vehemente.
—Lo sospechaba —repuso Antonello con su sonrisa guasona— Ve al taller, pero espero que seas de ayuda y no de estorbo.
Y Joan volvió a aspirar el aroma del papel nuevo y de la tinta fresca. Lo amaba. Pero la imprenta era un oficio bastante más sucio que el de escribano. Como aprendiz le tocaba limpiar la tinta de las prensas; eso no ocurría con la caligrafía, en la que los borrones, cuando los había, eran pequeños. Terminaba con las uñas manchadas, algo impropio de un caballero. Sin embargo, eso era una molestia menor para Joan, que se sentía feliz participando en el nacimiento de nuevos libros. En cuanto a las manos, afortunadamente estaban en invierno, y un caballero, como quería aparentar ser, debía usar guantes en la calle.
En las navidades de 1494 los franceses estaban a punto de entrar en Roma mientras el papa Alejandro VI negociaba para evitar ser depuesto por la fuerza de las armas. Aún residía en el Vaticano, pero el castillo de Sant Angelo, con una guardia casi exclusiva de españoles, en su mayoría valencianos, estaba preparado para un largo sitio. Mientras, las calles de Nápoles continuaban sin mostrar inquietud por lo que se avecinaba; hacía poco más de cincuenta años el reino era gobernado por la dinastía francesa de los Anjou y no creían que el regreso de estos fuera a cambiar mucho su vida.
Joan y Anna empezaron a encontrarse con cierta regularidad en la librería a partir de que ella volviera con la excusa de un regalo unos días antes de Navidad. Ella tenía veintidós años y él estaba a punto de cumplir los veintitrés. La esposa de Antonello hizo amistad con el ama, que se sentía muy honrada por las atenciones que le dedicaba una burguesa tan relevante como la librera. Deslumbrada por la cháchara brillante de esta, el ama aflojaba su vigilancia de perro de presa creyendo que la
signora
se quedaba sola con los libros. Pero la
signora
se olvidaba de los libros de inmediato para caer en los brazos de Joan tan pronto ella subía al piso superior de la casa.