El médico dijo que no tenía fractura de cráneo y que era un milagro considerando la cantidad de heridas que tenía en la cabeza y la cara. Tampoco apreció huesos rotos aparte de tres costillas. Tendría que guardar cama unas semanas.
La vida cambió para Joan. Las mañanas eran más hermosas y las tardes apacibles; había pasado del continuo acoso y desprecio de Felip a ser admirado y respetado por los aprendices. Lluís le pidió que tomara la jefatura de la banda, pero Joan dijo que no peleó para eso. No quería el mando.
—Pues debes hacerlo —insistió Lluís—. Si no, cuando se recobre volverá a mandar, aún tiene fieles. Y entonces nos lo hará pagar a quienes te ayudamos.
—Yo no quiero —repuso Joan—. Pero tú sí puedes ser el líder. Tendrás mi apoyo y yo seré tu segundo en la banda.
Eso le dio confianza a Lluís y dijo que lo consultaría con el resto de los amigos. Seguramente Felip formara una nueva banda y tendrían que estar listos para defenderse. Los aún partidarios del matón acusaban a Joan de jugar sucio por usar el escudo y la estaca, pero los demás le justificaban diciendo que el pelirrojo rompió primero las reglas tratando de golpear a Joan con la piedra en la mano. Las posiciones estaban equilibradas.
—Gracias, maestro. Jamás creí que pudiera ganarle.
—Me has dado una gran satisfacción, eres un excelente aprendiz —repuso Abdalá—. Y ese matón merecía un buen escarmiento. Tu causa era justa.
—Pero no importa la justicia si no hay fuerza para defenderla.
—Sí, es cierto —reflexionó el anciano—. Dime qué aprendiste.
—Que hay que tener voluntad de vencer. Aunque no basta por sí sola. También es preciso preparar bien la acción de conjunto. Yo me aseguré de tener antes el apoyo de varios de la pandilla a través de Lluís y de conocer bien la ley de bandas, para poder invocarla cuando Felip quisiera romperla.
—Bien, muy bien —dijo Abdalá complacido—. ¿Y la sorpresa?
—Felip no esperaba mi desafío y menos en aquel momento; yo había fingido absoluta sumisión en los últimos días. Además, conociéndolo, calculé bien que querría jugar sucio con la última piedra. Por eso simulé que no podía correr y por eso tenía un escudo y una tranca bien escondidos entre las matas, detrás del árbol.
—Felicidades. Estoy orgulloso de ti.
Joan escribió a escondidas en su libro de aprendiz: «Voluntad de vencer, acción coordinada y sorpresa».
Cuando Felip recobró los sentidos tardó en recordar lo ocurrido y más en comprender que era el fin de su reinado. Al enterarse Joan de que se encontraba consciente, escogió un momento en que los demás trabajaban en el otro extremo del taller para visitarle. Estaba tumbado en su camastro.
—¿Qué tal te encuentras? —le preguntó.
—Mejor —repuso el matón, arisco.
—Si quieres, nuestra disputa puede terminar aquí. —Y le tendió la mano—. Muéstrame respeto y te respetaré.
Felip, a pesar de su cara llena de moratones y heridas, le miró con desdén.
—¿Quién te crees que eres, remensa? —dijo al fin—. Te haré pagar lo que hiciste.
Joan esperaba esa respuesta y no se inmutó. Había un palo cerca y cogiéndolo con las dos manos golpeó con fuerza la parte de los pies de la tabla sobre la que descansaba el jergón del grandullón. Sonó un fuerte golpetazo y Felip aulló del dolor que le produjo la sacudida de la tabla. El chico vio el temor en sus ojos. Ahora era el matón quien tenía miedo.
—Veo que no has aprendido la lección —le dijo Joan con calma mirando aquellos ojos oscuros de tonalidades rojizas—. Si te enfrentas a mí, te mataré.
Y volvió a golpear la tabla para ver, complacido, otra vez el miedo en el rostro de Felip. Joan se alejó contento, pero se dijo que cuando se recuperara debería estar siempre alerta y tener su puñal listo.
Joan acudió feliz a la calle Argentería y al captar la atención de Anna, la llamó con un gesto. Al poco ella, sin pedir premiso, salía con su cántaro. Hacía mucho que no hablaban, solo se veían a distancia. Fue un encuentro breve en el que le reafirmó su amor y le dijo:
—No temáis más a ese matón pelirrojo. Le di una lección y ya no os puede perjudicar. Podéis volver segura a la fuente.
—Gracias, Joan, pero mis padres no me dejarán salir. Tendré que escaparme como hoy. Lo siento, debo regresar de inmediato.
Él le cogió la mano y se la besó. Las mejillas de la muchacha se sonrojaron y se fue corriendo.
—
J
oan, ¿usaste tú el pan de oro? —preguntó el maestro.
El aprendiz levantó la vista del texto que copiaba, sorprendido. El pan de oro eran hojitas de oro batidas a martillo hasta hacerlas mucho más finas que el papel más fino. Un soplo las hacía volar. Se utilizaba en la ilustración de dibujos y en letras iniciales muy elaboradas. También se usaba en el taller de encuadernación para el repujado de cuero en cubiertas de libros valiosos.
—No, maestro. Hace más de una semana que no lo utilizo.
—¡Qué extraño!
—¿El qué?
—No está en la caja donde lo guardamos.
—¿A ver? —Joan se levantó para comprobar que la caja estaba vacía.
—¿Seguro que no lo tocaste?
—Seguro que no. Quizá lo usaron los del taller.
—No, me lo hubieran pedido. Yo soy el responsable del pan de oro frente al amo.
El viejo tenía el semblante preocupado y su expresión era sombría.
—¿Había mucho?
—Sí, casi por valor de una libra.
Joan silbó sorprendido. Una libra era lo que cobraba el maestro encuadernador al mes, aparte de la manutención. Era una cantidad respetable.
—Joan —dijo el maestro al rato—, sé que eres un muchacho honrado y también sabes cuánto te aprecio. Pero si por alguna de esas locuras de juventud tuviste necesidad, dímelo, por favor, e intentaremos arreglarlo.
—Yo no lo he tocado, maestro. Os doy mi palabra.
Abdalá suspiró.
—Tendremos problemas —dijo al fin—. Se supone que solo tú y yo accedemos a esta habitación.
—Pues habrá entrado alguien más cuando no estábamos.
—Sí, así será. Pero yo soy el responsable y sospecharán de nosotros.
El revuelo que la noticia causó en la casa fue mayúsculo. Para los Corró, sus empleados eran parte de la familia y cuidaban de ellos lo mejor que sabían aunque exigían a cambio lealtad. Solo alguien de la casa podía robar el oro y ese hecho convertía su desaparición en algo gravísimo. Ramón Corró, junto a su esposa, reunió a todos en el patio del taller para darles la noticia. Una libra era una cantidad importante, pero el amo dijo que hubiera preferido que le robaran mil fuera de su casa que una dentro.
Algo parecía haberse roto en el grupo. Se miraban los unos a los otros cabizbajos evaluando si el compañero más cercano podría ser el culpable. El amo terminó pidiéndole al responsable que se dirigiera a él en secreto, que se mostraría indulgente.
Cuando Joan subió al
scriptorium
después del descanso posterior al almuerzo, se encontró, aparte de Abdalá, al amo, a Guillem, al maestro y a Felip. Le esperaban y su semblante era sombrío.
—¿Qué ocurre? —balbuceó el chico, sorprendido.
—Joan, dame tu capa, por favor —le pidió el amo.
—¿Mi capa?
—Sí.
Joan miró las caras de cada uno de los presentes en un intento de comprender qué ocurría. Abdalá mostraba tristeza; mosén Corró, determinación; el maestro Guillem estaba expectante; y Felip apenas ocultaba la satisfacción tras su semblante de circunstancias. Supo que algo malo le iba a ocurrir.
—¡Dame tu capa! —El amo repitió la orden.
Joan hubiera salido corriendo con ella, se temía lo peor. Pero estaba acostumbrado a obedecer y descartó la huida. Empeoraría las cosas. Así pues, con lentitud, sintiendo que ponía su cabeza en la picota, entregó la prenda.
—Maestro Guillem —dijo el amo entregándole la capa—, verificad el forro.
Guillem, no sin antes lanzar a Joan una mirada que este interpretó como acusadora, revisó el cosido de la parte inferior de la capa al tiempo que palpaba la tela.
—Aquí hay dos tipos distintos de puntos —dijo al rato—. Y uno tiene el mismo hilo que usamos para los libros.
—Deshaced esos puntos, Guillem —le requirió el amo.
El maestro se afanó con unas tijeras y al poco extrajo del forro algo que deslumbró por su brillo. Joan lo reconoció al instante: era un pan de oro.
Estaba atónito. Su mirada iba del oro a la expresión indignada de mosén Corró. Cuando reparó en Abdalá, le vio mirando al suelo, moviendo la cabeza en leve negación. En cambio, a Felip le costaba disimular una sonrisa de triunfo.
—¡Nunca hubiera esperado esto de ti! —le reprochó el amo.
—Yo no he sido, lo prometo —se defendió el chico.
Se hizo el silencio, todos esperaban la respuesta de mosén Corró.
—¿Cómo explicas, pues, que haya un pan de oro oculto en tu capa?
—Alguien lo puso allí. —Joan sentía las lágrimas pugnando por brotar de sus ojos—. ¡No he sido yo!
—Lo siento, pero tú tenías acceso al oro, y este aparece escondido en tu capa. Todo te señala a ti y a nadie más. Es mejor que reconozcas tu culpa. ¿Dónde guardas el resto de los panes?
—¡Yo no he sido!
—Joan, te lo repetiré una sola vez. —El amo a duras penas contenía su indignación—. Reconoce tu falta y dime dónde escondiste el resto del oro.
—¡No he sido yo! ¡Lo juro!
mosén Corró le agarró del brazo y por un momento pareció que le fuera a golpear. La sangre coloreaba sus mejillas. Pero se contuvo y le dijo:
—Mira, Joan, no me hagas perder la paciencia.
—Yo no he sido. —No pudo evitar las lágrimas—. ¡Lo juro por mi padre, que está muerto!
Se hizo el silencio y el amo apartó la mirada del chico, que sollozaba, para observar las expresiones del resto. Felip estaba cabizbajo.
—Reflexiona, Joan —dijo mosén Corró al rato—. Ahora ve al taller mientras hablamos. Cuando te mande subir espero que tengas al menos las agallas de reconocer tu falta. Gracias, Felip, vete tú con él.
Joan bajó las escaleras seguido del pelirrojo y al llegar abajo este le dijo:
—Ahora sí que estás jodido. —Había un tono sarcástico en su voz—. ¿Verdad, remensa? —Sonreía y su cara mostraba las huellas de las heridas de unas semanas antes.
Joan se abalanzó sobre él, pero le esperaba, y el grandullón le derribó de un puñetazo en la cara.
—No te doy más porque no quiero que el amo también me eche a mí.
Cuando entraron en el taller los esperaban los otros dos aprendices y el oficial.
—¿Qué ha pasado? —preguntaron.
Joan no dijo nada y se sentó en un rincón con los codos apoyados en las rodillas y las manos en su cara dolorida. Quería centrarse, dejar de llorar, entender qué ocurría.
—Nada —repuso Felip después de dejar un tiempo de intriga—. Que ya tenemos al ladrón.
El amo y los dos maestros le contemplaron con semblantes graves al reencontrarse.
—Joan, ¿has reflexionado? —inquirió mosén Corró.
—No tengo que reflexionar. Yo no he sido.
El librero miró a los otros antes de continuar.
—Bien, veo que persistes en tu actitud. Y lo siento por ti. Recoge tus bártulos y vete. Esta ya no es tu casa.
—Pero...
—Vete ahora mismo —insistió mosén Corró—. Te doy dos días para que lo pienses. Si al tercero no has vuelto aquí con el oro, te denunciaré a las autoridades. Eres muy joven y quiero ahorrarte el castigo y la vergüenza pública del ladrón.
Joan recogió sus cosas en un hatillo, era mayor que el que trajo desde Llafranc, pero las circunstancias le recordaban la tristeza de entonces.
—Lo siento, hijo —le dijo Abdalá—. Te creo, pero no pude convencer a los otros. Las pruebas están en tu contra.
—¡Tiene que ser obra de Felip!
—Puede ser. Pero ellos necesitan defender la honra de la cofradía. Tienen que encontrar al culpable y dar ejemplo para que todos sepan que los delitos entre libreros no quedan impunes.
—¿Aunque castiguen a un inocente?
—Tienen pruebas que ellos creen concluyentes y se ven obligados a actuar. Si no lo hicieran, sería un mal ejemplo inadmisible para la cofradía.
—Me expulsarán de la cofradía, ¿verdad? ¡Ya nunca podré ser librero!
Abdalá afirmó con la cabeza.
—¡Yo no he sido, maestro! —sollozó Joan—. Estoy seguro, Felip lo montó todo. Me odia.
—Lo siento, ojalá que podamos probar tu inocencia.
Joan escribió en su libro antes de irse: «Ha sido Felip».
No se sentía con fuerzas para despedirse de nadie y una vez tuvo sus pertenencias en el hatillo, bajó las escaleras para salir.
—¡Joan! —Era la señora Corró. Le miró un momento a los ojos, unos ojos oscuros y vivaces que le recordaban a los de su madre, y los del chico se llenaron de lágrimas. Ella le tendió los brazos y le tomó entre ellos con cariño mientras él se deshacía en llanto.
—Yo no he sido, ama. Yo no he sido.
—Lo siento, hijo mío. —También lloraba—. Te creo, pero no puedo hacer nada. ¡Que el Señor te ayude!
Ya en la calle, miró a un lado y a otro sin saber adónde ir. Decidió dirigirse al puerto, quizá pudiera enrolarse en un barco. No tenía futuro en Barcelona, las noticias volaban y ningún gremio le daría trabajo. Estaba deshonrado y aun siendo inocente sentía vergüenza. Necesitaba irse, huir. Si se quedaba terminaría en la cárcel.
Oyó que le llamaban y vio a Lluís, que corría hacia él.
—Yo no fui, Lluís —le dijo cuando le alcanzó—. Estoy seguro de que ha sido Felip para librarse de mí.
—Lo lamento, Joan —repuso este—. Ya vuelve a pavonearse como antes y si tú no estás, no podré evitar que empiece a mandar de nuevo.
Joan se encogió de hombros. Tenía preocupaciones más serias que el liderazgo de la banda.
—Te deseo mucha suerte —le dijo Lluís—. Yo también creo que Felip lo hizo para culparte.
Los dos muchachos se abrazaron y Joan reemprendió su camino hacia el mar. Quería irse muy lejos.
E
ra una tarde fría y nublada de finales de noviembre y Joan anduvo hacia el puerto en busca del calor de las tabernas y del vino. Le dieron dos días para devolver algo que él no tenía. Y si no lo hacía, le entregarían a la justicia de la ciudad. Bien sabía Joan lo que le esperaba por ladrón: azotes en público, vergüenza, todo el rito del castigo. Pero aquello no era lo peor. Las escasas opciones que antes tenía de casarse con Anna se reducían ahora a ninguna. Un joyero jamás emparentaría con un ladrón.