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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (28 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Huiría, no aceptaba un castigo sin merecerlo. No soportaba imaginar las risas de Felip mientras su espalda se cubría de las heridas sangrantes del látigo. Embarcaría en la primera nave que lo aceptara, quizá pudiera llegar a Italia y saber más de su familia. Lamentaba alejarse de su hermano, pero el chico tenía un buen trabajo en la fundición, se sentía feliz, y algún día fabricaría la campana que diera el sonido más conmovedor del mundo. El maestro le alojaba en su casa y estaba encantado con el trato familiar que recibía. No podía embarcarse sin darle un abrazo.

También quería despedirse de Bartomeu, pero el mercader no regresaba de viaje hasta dentro de cuatro días. Demasiado tarde. Él se iría antes.

Y claro, tenía que decirle adiós a Anna. Sabía que sería para siempre. Si algún día regresaba a Barcelona, una toquilla cubriría su cabello como mujer casada. Quizá la viera de la mano de sus hijos. No tenía nada que perder, entraría en la casa si fuera preciso y hablaría con ella. Por última vez.

Estuvo en las tabernas donde los grandes barcos reclutaban, pero solo había una carabela en el puerto y no precisaba marinos. Después anduvo preguntando por la playa y no encontró nada. La noche caía, era demasiado fría para dormir en la arena y aunque conocía a los taberneros, estos nunca dejaban que nadie pasara la noche en sus establecimientos. Por muy dormido que estuviera un borracho, lo sacaban a la calle antes de cerrar. No encontraría allí alojamiento y no podía permitirse pagar el albergue de la ciudad. Al fin pensó que quizá lo acogieran en Santa Anna y así dispondría de todo el día siguiente para encontrar barco.

—¿Y vas a salir corriendo siendo inocente? —le preguntó fray Antoni, el suprior, después de escuchar atento su historia.

Su cara huesuda de pelo ralo mostraba sus ojos vivaces, duros. Joan temía aquel momento, aún recordaba la acogida tan poco caritativa que tuvo con él y su hermano a su llegada a Barcelona. Con un prior casi siempre ausente, era fray Antoni a quien debía pedir albergue por compasión. Era él quien controlaba la olla comunitaria y mandaba en los asuntos domésticos.

—No hay forma de probar mi inocencia y no acepto pagar como un ladrón por lo que no hice —repuso el chico—. Dadme albergue por caridad esta noche y mañana me embarco hacia cualquier rumbo. No os molestaré más. Tengo algún dinero de vellón en mi bolsa, os pagaré por la cama y no acudiré a la cena.

El monje le miró soltando chispas por los ojos. Joan temía que aquel tipo colérico le echara de allí a patadas.

—¡Cómo te atreves! —rugió al fin—. ¡Cómo te atreves a ofrecerme dinero!

—Yo... —balbuceó Joan—. Yo no os quería ofender.

—¡Pues claro que me ofendes! —le gritó el monje—. Te quedarás aquí con nosotros el tiempo que sea preciso hasta probar tu inocencia. Somos pobres, pero no tanto como para no darte de comer.

Joan le observó sorprendido. ¿De dónde salía aquella generosidad repentina? Le desconcertaba, no encajaba con lo que conocía del fraile.

—Pero cuando llegamos aquí, mi hermano y yo, vos...

—Aquello era distinto —le cortó—. Una cosa es que el prior quiera imponernos dos bocas más por su capricho y otra que abandonemos a alguien como tú, que has vivido con nosotros y que formaste parte de nuestra comunidad, cuando tiene problemas. Tendrás cama, cena, desayuno y almuerzo.

Le miraba fijamente, con expresión seria, parecía que le gustaba el contencioso que Joan tenía planteado.

—Y no se te ocurra huir —prosiguió—. Me has dicho que eres inocente, y yo te creo. Tienes que probar tu inocencia, aunque solo sea por el honor de la comunidad de Santa Anna.

El honor de Santa Anna era la menor de las preocupaciones de Joan, pero se alegraba del inesperado apoyo. Aquello le dio ánimos para replicar.

—Sí, pero si no logro probar mi inocencia, seré yo quien sufra el castigo del ladrón y no la comunidad de Santa Anna.

El fraile pasó por alto su comentario, estaba meditando sobre el caso.

—Negociaremos un nuevo plazo con mosén Corró —dijo—. Y si hace falta, yo actuaré como abogado frente a los tribunales. Sé de leyes. Creo, además, que es bueno que veas a mosén Bartomeu. Él siempre os ha protegido a ti y a tu hermano.

Joan se dijo que aquel sería un abogado temible. Pero no sabía si era mejor tenerlo a favor o en contra, el monje daba miedo. Le parecía buena idea obtener más tiempo y así poder ver a Bartomeu. Además, esperar un poco no descartaba su primera idea de huir a Italia. Quizá llegara pronto el barco adecuado.

—Tarde o temprano el culpable va a pasar el oro a otro —dijo fray Antoni—. Es comprometedor guardarlo. Lo normal es que intenten venderlo.

—El gremio de los argenteros es muy cerrado y custodian celosamente los datos de sus transacciones —dijo Bartomeu—. Es como la caja de la ciudad que guarda el secreto del dinero depositado en ella y la identidad del impositor.

Fray Antoni, Bartomeu y Joan debatían en la sala capitular de Santa Anna la forma de probar la inocencia del chico. mosén Corró aceptó con alivio prorrogar el plazo para que Joan devolviera el oro. Se le veía incómodo con la idea de llevar al chico a la justicia y Joan se decía que su esposa tenía mucho que ver con ello. También influía la estrecha amistad entre el librero y Bartomeu, pero mosén Corró tenía obligaciones que cumplir y la cofradía era muy estricta. Si Joan no mostraba arrepentimiento y no devolvía el oro, su obligación era denunciarle. Otro gallo cantaría si se probaba inocente; en ese caso sería readmitido con todos los honores.

—Precisamente por el secreto que mantienen los argenteros, el ladrón se sentirá seguro vendiendo el oro —opinó el monje.

—Yo lo enterraría —dijo Bartomeu.

—Vos sí, pero ya no sois un muchacho —repuso el fraile—. Y si es quien sospechamos, es joven y los jóvenes tienen mucho que comprar.

—Tengo un buen amigo argentero. Se llama Pere Roig. Seguro que él puede indagar, a pesar del secreto profesional. Si dice que le prestó el oro a mosén Corró y que en realidad se lo robaron a él, nadie del gremio le negará su ayuda.

A Joan se le cortó la respiración. ¡Pere Roig era el padre de Anna!

—¿Mentiría por vos? —interrogó el monje.

—No mentiría por mí —repuso el mercader mirando a Joan con media sonrisa—. Cambiaría un poco los hechos para hacerle un gran favor a la justicia. Y a la caridad.

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J
oan pasó los días siguientes aguardando a que el padre de Anna averiguara si alguien del gremio de los argenteros compró los panes de oro. Iba cada mañana a contemplar a la muchacha desde una distancia prudencial para no llamar la atención a sus padres y la observaba enamorado mientras ella limpiaba la plata o arreglaba las joyas en el mostrador bajo la supervisión atenta de la madre. En ocasiones también ayudaba a su padre en el taller. Eran miradas furtivas, sonrisas disimuladas que enviaban un te quiero clandestino. Eran tristes por la distancia y alegres por el reencuentro diario. Joan deseaba que ella saliera a la fuente pero era la criada quien se encargaba del menester.

En el convento, Joan seguía los servicios religiosos de los frailes, ayudaba en el huerto y practicaba latín con fray Melchor. Conocía bien las declinaciones, los verbos, los pronombres y un amplio vocabulario que le enseñó Abdalá. Cuando trabajaba en la librería recurría en secreto a fray Melchor con sus dudas en lugar de a su maestro para disimular que sabía leer. El buen fraile se admiraba de su entusiasmo y facilidad con la lengua.

—Necesito latín si quiero llegar a ser un buen librero —le confesaba Joan—. Tiene mucho mérito coser y encuadernar libros hermosos, y también hay que vender libros en blanco, plumas, tinta y todo lo demás. Pero lo que ansío es encontrar el libro adecuado para cada persona y la persona adecuada para cada libro.

—Eso tiene que ser muy difícil —le objetaba el fraile—. Deberías conocer muy bien al libro y a la persona. No sé si llevas buen camino para eso. Pero sí con el latín. Dentro de poco sabrás todo lo que yo sé. Tendrás que buscarte otro maestro, aprendiz.

Aquel día Anna se mostró más expresiva que nunca. Quería decirle algo. Se ponía la mano en el corazón, en la boca y lo enviaba en un beso. Después, furtiva, le mostró el cántaro. ¡Iba a salir! El corazón de Joan latía acelerado y se apresuró hacia la fuente para esperarla. La vigiló a distancia mientras llenaba el cántaro, sabía que ella le había visto y fue a esperarla al callejón. Ambos sonrieron abiertamente al verse, no pasaba nadie en aquel momento.

—No tengo mucho tiempo —le dijo ella. Sus ojos verdes tenían el blanco enrojecido, había llorado—. Solo quería deciros que os amo y os seguiré amando siempre.

—Yo también, muchísimo —repuso él sorprendido por su vehemencia—. ¿Qué os ocurre?

—Nada, solo que os quería ver para que lo supierais.

Joan se alarmó. Había algo que ella no le decía. Anna tenía ya dieciséis años, quizá su padre la hubiera prometido y aquello fuera una despedida. Se lo preguntó.

Ella movió la cabeza negando. Ya no sonreía y parecía a punto de llorar. Dejó el cántaro en el suelo y le abrazó. Joan sintió la cálida ternura de su cuerpo, y la textura de sus pechos apretándose contra él. Contuvo el aliento y le devolvió el abrazo. Se dijo que Anna se arriesgaba muchísimo, pero buscó sus labios y se besaron. Joan siempre recordaría aquel beso, su primer beso de amor, torpe aunque tan intenso que le hizo perder noción de todo lo que le rodeaba. Creyó morir de placer. Después ella le apartó con ternura y le dio una nota doblada.

—Adiós —le dijo mientras cogía el cántaro—. Me tengo que ir.

Sonrió, aunque a Joan le pareció que era una sonrisa forzada. Y se fue corriendo.

La nube de felicidad se esfumó tan pronto ella desapareció tras la esquina, presurosa, hacia su casa. Joan estaba confuso y preocupado. Desdobló la nota impaciente pero no ponía más; decía que le amaba y que le amaría siempre. Parecía una despedida.

¿Qué le ocurría a Anna? Quizá su padre la prometió a alguien y no se lo quería decir. Quizá estuviera a punto de casarse. Se dirigió hacia la calle Argentería y la observó a distancia hasta que recogieron la tienda por la noche y cerraron las puertas de la casa. Antes, ella le vio y se enviaron un beso.

Aquella noche Joan apenas durmió de la angustia. Se despertaba viendo a su amor en brazos de otro y cuando aquel hombre se giraba, resultaba ser Felip, que reía llamándole remensa.

A la mañana siguiente su inquietud persistía y en la misa de la hora tercia junto a los monjes rezó más que nunca. Tenía mucho que pedir. Suplicó que su amor por Anna fuera algún día posible, que se demostrara su inocencia en el asunto del oro y por su madre y hermana.

Entrando en la calle Argentería notó algo raro en la casa de los Roig. Corrió hacia allí para comprobar que no habían abierto la tienda, que la casa estaba cerrada. ¿Qué ocurría? Preguntó a los vecinos y estos también mostraron su extrañeza. Uno dijo que oyó ruidos en la noche pero era invierno, las casas estaban bien cerradas, nadie gritó, y él no quiso investigar.

—Hemos llamado y no contestan —comentó un argentero que tenía su tienda vecina a la casa.

Joan aporreó la puerta sin que se oyera el más mínimo sonido en el interior.

—¿Cómo puedo entrar? —quiso saber—. Quizá estén enfermos o heridos y necesiten ayuda.

—No creo que sea eso —dijo una vecina.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que sabe? —preguntó Joan.

—Nada, yo no sé nada —repuso ella—. Tenemos un patio trasero común y desde allí quizá puedas alcanzar una ventana de su casa. Mi marido tiene una escalera, somos del gremio y ayudaremos en lo que podamos.

El marido quiso saber quién era él para entrar en la casa de los Roig y Joan repuso que era amigo de la familia y además, que si necesitaban ayuda no importaba quién fuera.

—¿No serás un familiar de la Inquisición? —preguntó con recelo el hombre.

Joan le aseguró que no y el argentero le sostuvo la escalera con la que llegó a una ventana cuyos portones cedieron a su presión.

Era una habitación que bien podía ser la de Anna. Pero ella no estaba. Tenía su aroma, se dijo, e hinchó sus pulmones con el aire que ella había respirado. Después recorrió la casa abriendo ventanas para que entrara la luz, aunque no halló a nadie. Había signos de una huida precipitada y de que la familia cargó con lo que pudo. Al llegar a la puerta de la calle la encontró cerrada con llave y en aquel momento fue plenamente consciente de que se habían ido.

—No me extraña que huyeran en la noche —comentó la mujer—. Los Roig son conversos.

42

J
oan se derrumbó. «No la veré nunca más —se repetía—. No la veré nunca más.» Y sus ojos se llenaban de unas lágrimas que contenían las últimas imágenes de la muchacha. Si los Roig escapaban de la Inquisición, jamás regresarían a Barcelona. No podían haber huido por tierra; las puertas de la ciudad se cerraban durante la noche y aun sobornando a la guardia, los caminos eran inseguros y llegar hasta Francia, muy peligroso. Sin duda huyeron en barco y Joan se dirigió al puerto para preguntar por una nave que levara anclas poco antes del amanecer.

Por el camino iba pensando que la tristeza de Anna, su ternura y sus lágrimas se debían a que sabía que iba a partir. Se estaba despidiendo. Y no podía decírselo, puesto que la vida de su familia peligraba; tenía que ser secreto absoluto. Las cosas cambiaron mucho desde que el último gran grupo de conversos embarcó y el miedo a la Inquisición se abatía sobre la ciudad. Ahora quienes colaboraban en su huida eran ejecutados. La trampa se había cerrado sobre los conversos casi por completo. Nadie se atrevía a ayudarlos.

Joan se encontró con un mutismo total. Los marinos respondían a su pregunta con otra:

—¿Eres familiar de la Inquisición?

Aunque Joan era conocido en el puerto, la gente ya no se fiaba de nadie; había muchos preguntando y la red de espías se ampliaba cada día. Los llamados familiares de la Inquisición gozaban de impunidad y de privilegios como no pagar impuestos. Eran laicos y podían desempeñar cualquier oficio, aunque algunos vivían exclusivamente de lo que la Inquisición incautaba a las gentes que ellos denunciaban. Ser familiar de la Inquisición era como tener un certificado de pureza de sangre, y como las denuncias eran secretas y la identidad de los denunciantes anónima, resultaban temibles. Un ciudadano nunca sabía si estaba hablando con uno de ellos.

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