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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (30 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—¡¿Te crees que eres el único que ha sufrido?! —le gritó.

Joan no sabía dónde meterse; se encogió un poco más.

—¿Me ves bien? ¿Me has visto?

El chico afirmó con la cabeza sin saber a qué se refería y sin atreverse a preguntar.

—Pues en el año setenta y seis yo era una mujer hermosa y feliz, muy feliz. Estaba casada con un hombre fuerte que me acunaba en sus brazos y nos amábamos. Mucho. Sobrevivimos a la guerra civil y a las hambrunas. Los dos éramos especieros de familia y nuestro negocio empezaba a funcionar, él atendía a las mezclas químicas y fabricábamos la mejor pólvora de Barcelona. Yo conocía bien las especias para las comidas, las hierbas y los remedios, y tenía las recetas guardadas de muchas generaciones de mujeres de mi familia. Éramos muy respetados en el gremio y nuestros compadres nos consultaban con frecuencia a pesar de que aún no teníamos ni treinta años. Amábamos nuestro trabajo, buscábamos en viejos tratados y experimentábamos nuevas fórmulas. Quería pasarle a mi hija más saber del que yo había recibido. Teníamos una niña de cinco años, que ya jugaba con el mortero, las hierbas y los condimentos, dos chicos de tres y dos años, y una niña a la que yo aún amamantaba. ¡Éramos tan felices!

La bruja calló y se quedó mirando hacia el infinito, con la faz relajada y una sonrisa en la boca, pero en realidad miraba hacia adentro contemplando imágenes muy queridas y oyendo voces largo tiempo añoradas. El repiqueteo de la lluvia en el tejado y el concierto de las goteras en las vasijas continuaban intensos y la bruma era incluso más espesa. En el exterior la riera de la parte trasera de la casa rugía. Joan contempló por un tiempo aquel rostro, tan cambiante al parpadeo de la luz del candil, hasta que no pudo contenerse.

—¿Y qué pasó?

Ella le miró con una expresión dura en su rostro y por un momento él lamentó haberla despertado de su ensoñación.

—Vino la peste —repuso la bruja arrastrando sus palabras—. Preparé los remedios que sabía para proteger a mi familia, pero mi hija mayor enfermó primero. Rezamos y rezamos mientras ensayábamos distintas medicinas, pero los niños también enfermaron, después los siguió mi marido y al poco murió la niña. Me sentía desolada cuidándolos a todos y me faltaba la fuerza, el apoyo y el consuelo que siempre me dio mi esposo. Le abrazaba, le hablaba, pero la fiebre le impedía contestarme. Yo rezaba suplicando para vencer a la peste y salvar a los que me quedaban. Pero los dos niños murieron uno tras otro y después murió él. Solo tenía a la pequeña.

»Mucha gente pereció aquel invierno, aunque también hubo bastantes familias donde no hubo víctimas y en otras solo una o dos... En la mía murieron todos.

La bruja sollozó y tras apoyar los codos en la mesa ocultó su cara. Esta vez el chico esperó paciente a que volviera a hablar. Lo hizo al rato.

—Cuando murió mi bebé salí a la calle con su cuerpo en brazos y grité para que todos me oyeran. Maldije a Dios, renegué de Él y de la Iglesia. Lo hice hasta perder la voz. —La bruja miró a Joan con intensidad—. Tú al menos tienes a quién culpar de tus males. A esos piratas que mataron a tu padre y se llevaron a tu familia, a ese Felip o a la Inquisición. Yo no tenía a nadie. Solo a Dios.

—¿Y qué pasó?

—Algunos querían que se me azotara por blasfema. Estaba enferma de la peste y quizá eso me salvó. Otros decían que había enloquecido y que me moriría como el resto de mi familia. Eso esperaba yo, morirme, reunirme con ellos. Me quedé sola en mi casa, ardiendo de fiebre, hablándole a los fantasmas de mis queridos muertos y no hubo vecino que me trajera ni agua, pero Dios me mantuvo con vida para que aún sufriera más. Y cuando sané, el gremio me impidió abrir la tienda, me expulsaron. Querían que me arrepintiera, que hiciera penitencia pública por mis blasfemias y que quizá algún día, si mi vida era virtuosa, me admitirían de nuevo.

—¿Y qué les dijisteis?

—Que se fueran al infierno. Teníamos este huerto donde cultivábamos plantas medicinales y aquí me vine a vivir. Unos dicen que soy bruja y que tengo un pacto con el diablo. Otros que estoy loca. Pero cada vez viene más gente a la que el médico no le sana. —Y rio—. Ya ves, cuando los rezos no funcionan, no les importa tratar con el diablo si les puede curar.

—¡Ayudadme! —insistió el chico.

—¿A qué?

—A tomar venganza.

—¿Tanto odias?

—Sí.

—¿Quieres ver al diablo? —Había algo extraño, premeditado, en los ojos de la hechicera—. ¿Te atreves? ¿Odias tanto como para atreverte a pedirle venganza a él?

Joan rebuscó en sus sentimientos. Sentía odio, rabia, deseo de venganza, aunque las palabras de la bruja le atemorizaban. Aun notando un miedo atroz, quería a toda costa poder rescatar a sus seres queridos. Deseaba conseguir la fuerza, obtener el poder para alcanzar su venganza, pero se sentía pequeño, incapaz. Quería dejar de sufrir como sufría y estaba dispuesto a pagar el precio que fuera.

—Lo veré si me ha de ayudar a demostrar mi inocencia, a recuperar a Anna y a mi familia y a vengarme de los que tanto daño nos han hecho —dijo al fin.

—De acuerdo, te ayudaré —repuso ella lentamente, arrastrando las palabras y mirándolo de nuevo con aquella fijeza de ofidio—. Pero ¿qué tendré yo a cambio?

—¿Qué queréis?

—¿Qué es lo que más aprecias?

El muchacho tragó saliva. ¿Qué le querría pedir la bruja?

—¿Queréis mi alma? —preguntó el chico con un susurro.

—¡No! —dijo la mujer después de un largo silencio—. Yo no negocio con almas. Trata eso con el diablo cuando le veas. Quiero algo que me sirva a mí.

El muchacho sacó una bolsa que llevaba en el cinto y extendió su contenido sobre la mesa. Había monedas de distinto tamaño y cuatro piezas de coral rojo.

—Eso es todo cuanto tengo —dijo—. Tomad lo que queráis. Tomadlo todo. Hay poco dinero, pero el coral es de primera calidad. Podréis obtener de tres a cuatro libras por él.

—No me das nada que necesite. Gano lo suficiente para vivir, pero aun así te cobraré lo que cobro a la gente por mis remedios.

Y rebuscó entre las monedas para quedarse solo con tres dineros de vellón, la cuarta parte de un sueldo.

—Guárdate lo demás —dijo la bruja una vez escondió los dineros en un bolsillo de su falda—. Pero lo que tú me pides es muy especial, quiero algo que yo no tenga.

—No sé qué más te puedo dar.

—¿Eres virgen?

El chico la miró atónito.

—Sí —repuso Joan observando a aquella bruja horrible.

—Quiero que me des tu virginidad. Ese es el precio.

El chico se quedó mudo de asombro. A pesar de su descuido, de la falta de dientes, de su fealdad presente, estaba convencido de que aquella mujer fue hermosa doce años antes. Muy hermosa. Sin embargo, el sufrimiento y los años la cubrieron con una pátina monstruosa. Le producía repulsión.

—Eso es lo que tienes que pagar —insistió la bruja—. Tómalo o déjalo, pero no me hagas perder más tiempo. ¿Qué dices?

Joan asintió con la cabeza. La mujer lo contempló unos instantes y soltó una risotada.

—¿Tanto odias, chico? —dijo con una mirada que le desnudaba—. ¿Odias tanto?

44

F
uera la tormenta arreciaba y Joan observó aquel interior brumoso y húmedo. Algunas de las goteras eran pequeños chorros de agua y la bruja hizo que le ayudara a vaciar los cachivaches. Joan obedeció preguntándose si el precio que pagaría aquella noche no sería excesivo. Estaba atemorizado, pero quería seguir adelante. Era su única oportunidad de cambiar las cosas, de influir en su destino. Cuando terminaron, ella le preguntó:

—Y ahora dime, ¿sigues decidido a continuar? Te doy la última oportunidad para irte a tu casa sin sufrir más penas.

Joan dijo que llegaría hasta el final y la bruja repuso que esperara mientras preparaba sus pócimas. Al rato le ofreció para beber algo tibio de un sabor terroso y amargo.

—Tómatelo de un trago.

El chico obedeció y por un momento pensó que lo vomitaría. Era muy desagradable y al contemplar a la mujer que le observaba pensó que ella lo era aún más. ¿Cómo podría hacerle el amor? Se estremeció de asco.

—Me contaste que tu padre te enseñó a reconocer a los seres del cielo, ¿verdad?

Joan recordó aquellas nubes algodonosas, blancas y cambiantes sobre un fondo de un azul intenso, el mar en calma y a su padre. Suspiró nostálgico y afirmó con la cabeza.

—Pues hoy conocerás a seres muy distintos.

—¿Los seres del infierno?

Ella rió sin responder y tomando un cuenco con algo en su interior, encendió una astilla en el candil y la aplicó en lo que parecían hierbas. Sopló y al poco empezaron a humear. Era un humo aromático que recordaba el incienso y la bruja se puso a recitar invocaciones incomprensibles para el chico, que la observaba tenso, con el corazón acelerado. En ocasiones soplaba de forma que el humo fuera a la cara de su víctima. Poco a poco el ritmo de sus palabras aumentó hasta convertirse en un canto y levantándose de la mesa, la hechicera empezó a bailar con pasos cortos sin dejar de soplar sobre las hierbas humeantes del cuenco que tenía en las manos. La mezcla del humo con el vapor hacía la atmósfera densa, húmeda y pesada. Al poco Joan notaba los colores con mayor brillo mientras un extraño mareo le embargaba. La mujer se contoneaba bailando a su alrededor y el chico imaginó el volumen de sus nalgas bajo la falda y los pechos que daban forma al corpiño. Aquellas extrañas sensaciones, mezcla de excitación, mareo y aprensión, fueron creciendo en Joan hasta que ella se detuvo de pronto y le ordenó:

—Mira aquí adentro.

Y puso a sus pies un balde de madera. Él obedeció a pesar del vértigo que le invadía y no vio nada más que un agua oscura en el fondo.

—No veo nada.

—¡Observa con atención! —insistió ella—. El tiempo que haga falta hasta que veas.

Obedeció y sentándose en el taburete apoyó sus manos en los bordes del balde para mantener mejor el equilibrio, mientras se preparaba para una larga espera. Ella reinició su canturreo y su baile. Al poco vio algo que se movía en la oscuridad del agua. Una onda, una burbuja y después vio un ser que sacaba la cabeza: parecía un pez que trataba de decirle algo que no pudo entender, pero al sumergirse de nuevo mostró en su parte inferior piernas y sexo como si se tratara de un hombre diminuto. Joan no daba crédito a sus ojos, miró fijamente el agua durante un rato sin que nada más sucediera y después pensó en meter sus manos en la húmeda oscuridad para atrapar a aquel ser y comprobar si era real. De pronto notó otro movimiento y vio cómo un extraño personaje reptaba hasta salir del agua encaramándose por el barreño. Vestía una camisola roja, se tocaba con un birrete de obispo y al sacar todo el cuerpo del agua reveló una mitad inferior de lagartija, con una larga cola. Después apareció otro con una pequeña espada, escudo y piernas de ave. Y luego otro más, medio bichejo medio persona, también armado con espada y que se puso a luchar con el anterior; y a continuación otros dos tocando una viola y una flauta. Y así fueron surgiendo del agua oscura aquellos pequeños seres semihumanos que se movían, luchaban, bailaban y parloteaban de forma ininteligible al ritmo de la canción de la bruja.

Joan los observaba maravillado, ya no necesitaban ni del agua ni del barreño, sino que flotaban en el vacío. Aquellos entes no le daban miedo, le eran familiares, él los veía representados en algunos de los libros que copiaba. Poco a poco fueron tomando formas más desconocidas, más caprichosas y de mayor colorido. Un ser con la parte superior de conejo con largas orejas bailaba con una mujer de abundantes pechos que era un esqueleto de cintura para abajo; ratas con coronas y atributos reales daban órdenes a inquisidores con aspecto de cerdo y así decenas de híbridos o animales humanizados se movían sin cesar.

La bruja dejó de cantar, pero de alguna forma su canción continuaba en el movimiento de los personajes.

—¡Joan! —oyó gritar a la mujer—. ¡Joan!

De pronto toda aquella agitación cesó, desaparecieron los seres y volvió la oscuridad.

—Piensa en los piratas y tu familia, recuerda —le dijo la bruja—. Y en el regidor, y en el suicidio de tu amigo, en Felip, en los inquisidores y en la huida de Anna... Encuentra tu odio.

Y lo sintió llegar como un vómito que subía de su estómago hacia la garganta y notó su cólera saliendo de los escondites más recónditos del interior de su cuerpo. De tener el poder suficiente habría matado a todos aquellos que le causaron mal en aquel mismo instante. «¡Quiero la fuerza para vengarme!», musitó con voz enronquecida, o quizá solo lo pensara. Nunca había sentido una rabia tan poderosa, le ahogaba.

—¡Mira el agua! —le ordenó la bruja—. Ahora verás al diablo.

Y acercando el candil iluminó el interior de la tina y el chico vio una faz horrible, contorsionada, deforme. Cuando la mujer apartó la luz, Joan se incorporó tambaleante. Deseaba alejarse del barreño, sentía que aquello iba a salir de allí, que le atraparía, que le robaría el alma. Dio unos pasos vacilantes y vomitó. Una vez y otra y otra más. Cuando se incorporó notó sus piernas flojear y tendió su mano en busca de la bruja; sabía que estaba allí, a su lado, quiso sujetarse en ella, pero solo llegó a tocarla antes de desplomarse.

Recuperó la conciencia lentamente. Notaba el calor de un cuerpo junto a él y supo que estaba en el camastro de la bruja. Ella le abrazaba, él correspondía a su abrazo y en aquel momento sintió una caricia en su mejilla y un beso. La mujer despedía un olor agradable y un calor suave. Allí, en el lecho, Joan se sintió a salvo, de momento, lejos del barreño maldito, del diablo, lejos de la librería, de la Inquisición, de Felip y de la justicia que quizá ya le estuviera buscando. Estaba tranquilo, casi feliz. Sabía que era solo un instante de tregua, la breve calma antes de otra batalla y que en unos instantes todo empezaría de nuevo. No vestía más que su camisa y palpando comprendió que solo una fina tela le separaba del cuerpo de ella. Su pene estaba duro, en erección. Recordó su acuerdo y se preguntó si aquello había ocurrido durante el tiempo en que él estuvo inconsciente. Le sorprendió que sin mirar a la bruja, solo sintiéndola, notando su calor y su piel suave bajo la camisa, la sensación de asco que le produjera en la noche había desaparecido. Al contrario, era agradable y placentera. A juzgar por el ruido en las latas, una gota cayendo en un recipiente, después en otro, había dejado de llover y el rumor del agua de la riera era tenue. Aquello le reconfortó un poco más. Entonces sintió que la mujer deshacía su abrazo lentamente y se incorporaba. Se movió segura en la oscuridad, vistiéndose, y al poco abría los ventanucos, que dejaron pasar la luz desvaída de la mañana.

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