—Sí —dijo conteniendo las lágrimas—. Lo diré todo.
J
oan pasó las siguientes horas solo en un calabozo sin luz, empapado en su propio sudor, tiritando de frío, pensando en los horrores de aquellas máquinas y sintiendo en sus retinas el calor del hierro al rojo. Sabía de quienes pasaron años en celdas semejantes, muertos en vida. No quería perjudicar a los Corró, pero los demás hablaron y su sacrificio sería inútil. Se puso a rezar.
—Dinos nombres de libros que te parecieran sospechosos —le ordenó el inquisidor cuando le sacaron de aquella mazmorra que le recordaba a una tumba.
—El
De arte entomptica et ydaica
,
Clavicula Salomonis
y
Oracions dels set planetes
.
El oficial calificador no tuvo que consultar:
—¡Son libros nigromantes! ¡Están prohibidos!
«¡Prohibidos!», pensó Joan angustiado. Muchos de los libros que copiaba estaban prohibidos. Ahora lo comprendía todo, pero era demasiado tarde. ¿Por qué no le advirtió mosén Corró? ¿Acaso no podía avisarle? ¿Cómo se atrevió el librero a tomar aquel riesgo? ¿Qué le ocurriría a él por copiar aquellos libros?
—Yo hice lo que se me ordenaba, padre —le dijo al inquisidor—. ¡Yo no sabía que esos libros tuvieran nada malo!
Fray Espina le miró severo.
—Es un pecado leer esos libros —le dijo—. ¡Y mucho más copiarlos!
—¡Pero yo no sabía!
—Mira, hijo —repuso el fraile en un tono casi cariñoso—, si me cuentas todo lo que quiero saber, si compruebo que dices la verdad y no me ocultas lo que ya me han dicho otros y si cumples la penitencia que se te imponga, quizá te puedas librar del castigo. Pero este asunto es muy grave.
—¿Qué queréis saber? —preguntó Joan entre temeroso y aliviado.
—Queremos saber si copiaste libros de los autores que te dirá ahora el teólogo calificador.
El funcionario empezó a dar nombres y Joan admitió que conocía alguno de ellos:
—Bahya ben Yosef.
—Sí, lo conozco. Mi maestro tradujo del árabe
Kitâb al-hidâya ilà farâid al qulûb
, «Los deberes de los corazones». Yo hice dos copias.
—Shelomó Ibn Gabirol.
—Se tradujo del árabe en el taller las
Exhortaciones
. Hice tres copias. Y una de
La fuente de la vida
.
El oficial calificador miró de forma significativa a fray Espina.
—¡Son libros de religión judía! —exclamó ufano—. ¡El converso Corró es judaizante!
—¡Pero si eran libros traducidos del árabe! —se sorprendió Joan.
—Los judíos españoles de hace unos siglos escribían todo en árabe —le aclaró el inquisidor—. Solo las obras principales se tradujeron después al hebreo, al latín y en alguna ocasión al castellano o catalán. Los libros que mencionaste son para judíos. Este es un caso de conversos judaizantes, de relapsos, de los falsos cristianos que andamos buscando.
Aterrado, Joan comprendió el alcance de aquello. ¡Iban a condenar a los Corró por su testimonio! Continuaron preguntándole sobre otros autores y libros, y después por el tipo de comidas que hacían los Corró y si hacían ayunos especiales en determinadas fechas. La vista se le nublaba y respondía de forma imprecisa, atontado, solo una idea le absorbía el pensamiento. ¡No debería haber aprendido a leer! ¡Mintió, faltó a su promesa! ¡De no saber leer, no hubiera podido delatar a los amos! ¿Qué les pasaría ahora por su culpa? Poco pudo aportar con respecto a las comidas, ya que, a no ser en fechas señaladas como Navidad y otras celebraciones, los Corró las hacían en el primer piso y no en el taller.
—¡Pero si cumplen todas las fiestas cristianas y van a misa todos los domingos! —le dijo al inquisidor.
Este le observó con cuidado y después sonrió siniestro.
—Eso lo hacen todos los relapsos. Por fuera parecen cristianos, tienen miedo, disimulan, pero por dentro, en su intimidad, continúan siendo judíos.
Joan se quedó callado mirando al fraile. De poder decir algo que ayudara a los Corró, lo haría, pero el sentimiento de haber causado una catástrofe irremediable le embargaba.
—Fray Antoni Miralles, el suprior de Santa Anna, estuvo aquí antes —dijo fray Espina—. Supo lo de la librería esta mañana. Vino a hablar a tu favor. Dice que tu familia vivió en Llafranc por muchas generaciones y que os conocen bien porque la aldea pertenece a Palafrugell, que es posesión del Santo Sepulcro. Afirma que eres cristiano viejo, que viviste en el convento, que cumples con tus deberes religiosos y que él es tu confesor y guía espiritual. Eso me hace pensar que no fue tu voluntad pecar y he dejado en sus manos la penitencia que él te quiera imponer. Pero te ordeno que nunca más copies libros.
Joan vio que el escribano tomaba nota de todo. ¡No podría copiar libros! Aquella mala noticia apenas le afectó. Temía por los Corró.
—Debes saber que tu testimonio ante este tribunal es secreto y que nadie conocerá lo que dijiste —continuó el fraile—. Estás en libertad, puedes irte.
—Pero ¿adónde? Yo vivo en la librería.
—La librería no volverá a abrirse y lo que hay dentro, junto con cualquier otra propiedad de los Corró, será requisado.
—¡Yo tengo mis cosas allí!
—Habla con el notario de secuestros. —Y el inquisidor señaló a un funcionario sentado en una mesa, que se identificó con una seña—. En un par de días podrás ir a recoger con él lo que es tuyo. Y ahora ve con Dios.
Y con un gesto le despidió. Joan hizo otra genuflexión y anduvo de vuelta el largo trayecto del gran salón. Llegó con miedo pero erguido y salía con la cabeza gacha, aturdido, con el peso de una culpa inmensa. Los Corró fueron como padres para él. Y él les pagaba con una horrible traición que los llevaría a la muerte.
E
l suprior volvió a acoger a Joan en el convento. El muchacho le dio las gracias por su ayuda y le abrió su alma en secreto de confesión. Había roto su promesa y las consecuencias para los Corró serían terribles. Su deseo de saber, su arrogancia le llevaron a traicionar a quien tanto debía. ¿Y qué le diría a Bartomeu? No podría mirarle más a la cara. También le traicionó a él, pues el mercader quería a mosén Corró como a un hermano. Sentía una gran angustia. El fraile escondió su rostro entre las manos y estuvo un tiempo meditando.
—Es cierto que obraste mal —dijo al rato—. Pero también lo es que los Corró se arriesgaron y perdieron. Por lo que me dices, los condenarán por relapsos, por reincidir en el judaísmo y por vender libros prohibidos, les aguarda la hoguera. Tú no eres más que un instrumento del Señor, una de tantas cosas que les podían salir mal. No me gusta la Inquisición, ni su arrogancia, ni su abuso de poder, ni el terror en que tienen sumida a la ciudad. Sin embargo, mi misión es servir a la Iglesia y por lo tanto me desagradan los falsos cristianos.
—Son buenos cristianos —repuso Joan—. Pero creen en el libre albedrío que vos me explicasteis: que el hombre debe escoger sus libros en libertad. Además, ¿y si fueran judíos y no les quedaba más remedio que fingirse cristianos para conservar la vida? Entonces sería lícito que ocultaran su credo.
El fraile apretó los labios y se encogió de hombros, no le importaba el destino de los Corró y no quería debatir sobre ello. Le impuso como penitencia unas oraciones y le encargó, ya que no precisaba ocultar que sabía leer, ordenar los libros del monasterio junto a fray Melchor.
Unos días después, Joan pudo recoger sus cosas de la librería, junto a Lluís, Jaume, Guillem y Pau, acompañados por el notario de secuestros y algunos soldados de la Inquisición. Joan no había hablado con el maestro sobre el interrogatorio al que fueron sometidos, pero los inquisidores le dijeron que Guillem lo había contado todo y pensó que era tan culpable como él de lo que les ocurriera a los amos. Era un tema muy doloroso, todos fueron interrogados, y a ninguno le gustaba recordarlo.
Entraron en la librería en silencio, y al hablar, lo hacían en un susurro. ¡Había tanta vida antes en aquel lugar! Sin embargo, en aquel momento solo daba sensación de muerte. La librería era un cadáver. Joan subió al
scriptorium
y por un momento fantaseó con la idea de encontrar a su maestro Abdalá esperándole con su sonrisa benévola. No estaba y su ausencia, y su muerte casi segura, se sumaron al sentimiento de desgracia que flotaba en la casa.
Reclamó su obra maestra, pero el notario dijo que no figuraba en ningún inventario, que sería su palabra contra la de Felip y que aquel no era asunto de la Inquisición.
—Los van a condenar —afirmó Guillem ya fuera de la librería mientras los oficiales de la Inquisición la cerraban a cal y canto—. No sé qué les ha contado Felip, pero los inquisidores se lo creyeron. Los torturarán y confesarán lo que quieran hacerles confesar. Lo lamento mucho, eran buena gente. Y vosotros, muchachos, id con cuidado, ese Felip es mala persona, os odia, y ahora es familiar de la Inquisición.
Pau, el oficial, se lamentó diciendo que no sería fácil encontrar trabajo, la gente rechazaba todo lo que oliera a Inquisición. Solo los retuvieron como testigos, y quedaron exonerados de culpa, aunque el hecho de ser interrogado ya levantaba suspicacias.
—Pero la gente necesita libros, sobre todo en blanco —afirmó Guillem—. ¿Os habéis fijado en la cantidad de escribanos, notarios y otros que tiene la Inquisición? Todos emborronaban papel al mismo tiempo. —Y sonriendo triste añadió—: No nos tiene que faltar trabajo. Ni a nosotros, ni a los verdugos.
Joan rezó mucho aquellos días por los Corró. Pedía que admitieran sus culpas y que los inquisidores fueran benévolos. Quizá se libraran retornando a la fe, luciendo el sambenito y azotándose en las procesiones. ¿Qué importaba si perdían todos sus bienes? ¡Que al menos conservaran la vida!
Aunque después de reflexionar escribió en su libro: «Quizá no merezca la pena pagar ciertos precios por vivir».
Ayudaba con los libros a fray Melchor y se comunicaban en latín. Aquel no era un monasterio culto, de los que atesoraban una gran biblioteca, la mayoría de los libros eran de oraciones y fuera del fraile bibliotecario y del suprior pocos más leían.
La presencia del muchacho en las tabernas se hizo más frecuente y supo que la flota de Vilamarí esperaba la primavera en los puertos de Sicilia para reemprender los combates contra los turcos. Deseaba que regresaran para encontrarse con el hombre al que él llamaba el Tuerto. Estaba a punto de cumplir los diecisiete años; era alto y su cuerpo estaba bien desarrollado, tenía los nervios a flor de piel por la continua angustia que sentía ante el destino de los Corró y no soportaba bravuconadas. Y se vio involucrado por primera vez en peleas de marinos. Una se saldó con unos empujones y un par de puñetazos con los que Joan tumbó a un borracho con facilidad.
Pero en la segunda brilló el acero de los cuchillos, aunque fueron apaciguados por los parroquianos y los gritos que alertaban de la llegada del alguacil y la tropa.
—Vigila, Joan —le dijo un tabernero amigo—. He visto muchos como tú desangrarse encima de un charco de vino. Si quieres llegar a viejo, contrólate.
Al fin pudo ver a Bartomeu, decía que regresaba de un viaje. Llevaba varios días ausente y Joan sospechaba que esperó hasta asegurarse de que la Inquisición no le reclamara antes de dejarse ver. Si Corró fabricaba libros prohibidos, con toda seguridad él los vendía a clientes seleccionados. El mercader era cristiano viejo y por lo tanto poco vulnerable a los inquisidores, pero ya nadie parecía estar a salvo.
Joan quiso ocultarle lo confesado sobre libros prohibidos a la Inquisición; bajo ningún concepto quería que Bartomeu supiera que faltó a su promesa. Pero conforme hablaban su seguridad se resquebrajó al tiempo que un temor le torturaba. ¿Y si, por mentir a Bartomeu, este se descuidaba y terminaba encausado por los libros prohibidos? Se dijo que no podría soportar tanta culpa. Y rompiendo en llanto se lo contó todo.
Le dijo que el maestro Guillem confesó antes y también Abdalá, al que torturaron sacándole un ojo y rompiéndole las articulaciones. Preguntó muchas veces por él sin obtener respuestas. Debía de estar muerto.
El mercader le miraba como un ave rapaz a su presa. Joan nunca había visto antes una expresión tan dura en su rostro.
—Gracias por preocuparte por mí y por advertirme —le dijo en tono seco—, pero lo que hiciste estuvo muy mal y las consecuencias para tus amos serán terribles. Los quería como a hermanos y me siento responsable por llevarte a ellos. Te recogieron del convento y tú les traicionaste. Y no lo digo porque cedieras ante las amenazas de tortura, hombres hechos y derechos se rompen cuando les muestran los aparatos e instrumentos de suplicio. Amenazar con ellos es uno de los pasos del manual del inquisidor. Pero faltaste a tu promesa. Dijiste que no aprenderías a leer; si hubieras cumplido, nada de esto habría pasado.
—Lo sé, y lo lamento muchísimo —contestó el chico con los ojos en lágrimas—. Pero no pude evitarlo. Además, si no hubiera hablado yo, igualmente Guillem y Abdalá lo habrían hecho bajo tortura.
—No, te equivocas. Guillem y Abdalá no contaron nada. Los inquisidores te engañaron.
—¡Qué!
—El maestro Guillem no pudo decir nada porque nada sabía de lo que pasaba en el
scriptorium
.
—¿Y Abdalá? —inquirió Joan, ansioso—. ¿No dijo nada cuando le torturaron?
—No le torturaron, se encuentra muy triste pero bien de salud en la cárcel de la Inquisición. Para los inquisidores es como un objeto más. Estoy negociando su compra.
Joan sintió un alivio infinito. Las imágenes de su maestro en el suplicio y muerto le asaltaban sin descanso.
—¿Y cómo pudo librarse?
—Es muy fácil. Abdalá es un musulmán declarado y no le pueden hacer nada. Lo mismo ocurre con los judíos que practican abiertamente su religión. La Inquisición solo puede actuar contra cristianos. Le hubieran torturado si estuviera bautizado y practicara el Corán de forma clandestina. Y tampoco sirve de testigo contra los Corró; nunca aceptarían su juramento aunque fuera sobre el Corán.
Joan comprendió entonces que fue su testimonio el que condenó a sus amos.
—Lo siento —musitó—. Lo siento mucho.
La disculpa no satisfizo al comerciante, que se despidió con brusquedad después de repetirle sus reproches. Joan se quedó solo con su culpa y el sentimiento aterrador de haber perdido a su amigo. Le quería como a un padre y aquella nueva pérdida le llenó de una angustia horrible.