Prométeme que serás libre (33 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Y le arrebató el paquete con la obra maestra.

—¡Esto es mío! —exclamó Joan forcejeando con él.

—Es el famoso libro que ibas a presentar hoy a los maestros, ¿verdad? —Felip sonreía.

Joan se preguntaba cómo sabía aquello y qué papel jugaba el pelirrojo en el asalto. Los soldados expulsaron a los operarios y con ellos salió el amo; no así Joan, que se aferró a su precioso libro.

—Pues queda requisado por la Inquisición —le informó el grandullón—. ¿No sabías que los Corró eran conversos?

—¿Conversos? —exclamó Joan, estupefacto.

La noticia le causó tal asombro que soltó su libro. Los amos se comportaban en todo como buenos cristianos, no se distinguían en nada.

—Sí, lo son ambos, él y ella. Dios los cría y ellos se juntan. —Felip sonreía victorioso—. Sus bisabuelos se convirtieron después de la matanza de judíos de 1391, pero como puedes ver, no emparentaron con cristianos viejos.

—Pero cumplen como buenos cristianos.

—Veremos si son capaces de probarlo.

—En todo caso, la Inquisición no puede requisar mi libro —afirmó Joan tratando de recuperarlo—. Tú sabes bien que la obra maestra la paga el aprendiz y es suya. Además, soy cristiano viejo libre de toda sospecha.

—La Inquisición hace lo que quiere. —Joan notaba que el grandullón gozaba del momento—. Y tú aún tienes que probar tu pureza de sangre, remensa.

—¿Qué tienes que ver tú con el Santo Oficio? ¿Quién te da ese poder?

—Soy familiar de la Inquisición. Ya lo era, en secreto, antes de que el converso ese me echara. Y fray Espina me aprecia mucho, le proveo de buena información.

—¿Es por eso por lo que a pesar de robar te libraste del alguacil?

—Pues claro. Los familiares de la Inquisición tenemos inmunidad frente a las autoridades civiles y frente a cualquier otra. Solo nos puede juzgar la propia Inquisición.

Al ver la expresión de Joan, Felip rió. Suyo era el triunfo final.

—Ya ves, remensa —le dijo entre risotadas—. Creías que me habías ganado, ¿verdad? Pues quien ríe el último ríe mejor.

—¡Hijo de puta! —exclamó Joan antes de lanzársele encima.

Felip esperaba que intentara recuperar su obra maestra, pero Joan se olvidó de ella. El matón sujetaba el libro y no estaba preparado para el puñetazo que le reventó el labio. Ni para la lluvia de golpes y patadas que le siguieron. Fueron los soldados los que le libraron de Joan, arrastrando a este hacia la calle, donde esperaba el resto. El alguacil le hizo formar con los demás e impidió así que el maltrecho Felip pudiera revolverse, aunque el grandullón se cuidó de no acercarse al aprendiz. Los prisioneros no estaban atados y el chico, con los puños crispados, le buscaba con la mirada deseando golpearle otra vez.

Los vecinos se congregaron a la puerta de la librería en silencio, el pendón del Santo Oficio se elevó y con un siniestro repique de tambor emprendieron la marcha hacia la cárcel de la Inquisición. Estaba a muy corta distancia, en la plaza del Rey, en los sótanos del palacio real cedido por el rey Fernando.

La fila de prisioneros entraba ya al edificio cuando Joan vio entre los curiosos a Felip, que sonreía a pesar de su labio partido y sus magulladuras. Le mostró su querida obra maestra, elevándola por encima de su cabeza:

—Despídete. Ya no lo verás más.

El pequeño placer de ver las contusiones en la cara del grandullón no compensaba a Joan el dolor que le producía la paulatina conciencia de aquella catástrofe. La pérdida de su obra maestra no era nada frente a la tragedia que se avecinaba.

Los oficiales y aprendices fueron encarcelados en una amplia celda de arcos de medio punto, por debajo del nivel de la plaza, de la que provenía una luz tenue a través de unos altos ventanucos enrejados. A las criadas se las encerró aparte, en las celdas de mujeres, y separaron del resto a los Corró. Abdalá se sentó en un rincón y le hizo seña a Joan para que se acercara. Tomándole de las manos, le dijo:

—Quizá nos despidamos aquí para siempre.

Joan le miró alarmado, consideraba al granadino como a su verdadero maestro a pesar de que fueron Guillem y Pau quienes le enseñaron a encuadernar y tratar el cuero para su obra maestra. Al principio el chico valoraba más el contenido de los libros que su forma y aspecto exterior y fue Abdalá quien le enseñó que ambos, cuerpo y alma, eran importantes. Gracias a él sabía latín, varias lenguas romances y multitud de enseñanzas sobre la vida y los libros. Le quedaba mucho más que aprender de aquel anciano entrañable al que amaba de todo corazón.

—¿Por qué decís eso? —preguntó angustiado.

—Tan pronto sepan que soy musulmán y esclavo, me separarán de vosotros.

—Pero eso no impide que nos volvamos a ver.

—Me temo, hijo, que la librería de los Corró no abrirá nunca más sus puertas —continuó el maestro—. Si sobrevivo, me venderán como a un objeto más de la librería. Las propiedades de los amos serán confiscadas y los inquisidores sacarán cuanto dinero puedan. Parte va para el rey y la otra sufraga este montaje.

—¡Pero me queda mucho que aprender de vos! —sollozó Joan.

—¡Cuánto me gustaría enseñarte más! —exclamó el hombre con los ojos húmedos—. Mira, te quería advertir que...

Pero en aquel momento se oyó un cerrojazo y desde la puerta alguien gritó:

—¿Está aquí el moro Abdalá?

Al responder que sí, le ordenó salir. El anciano y el chico se abrazaron en silencio.

—Que Dios os bendiga, maestro —dijo Joan entre lágrimas al separarse—. Ojalá nos volvamos a ver.

—Que así lo quiera Alá, hijo. —El viejo también estaba emocionado—. Que Él te proteja.

48

J
oan no había visto nunca una sala tan enorme. Seis gigantescos arcos de piedra rebajados, anchísimos, sostenían una gran techumbre de madera. Ni siquiera la nave de la iglesia del Pi, la más ancha de Barcelona, superaba la amplitud de aquellos arcos. Seguramente la catedral tenía mayor envergadura, pero la conseguía con varios arcos, uno tras otro, sostenidos por columnas. Eran ágiles arcos apuntados que se elevaban al cielo uniéndose en una piedra clave bellamente esculpida. Pero en aquella sala ocurría lo contrario; el espacio lo cubría un solo arco poderoso, de elegante sobriedad. Y al contrario que los de las iglesias, aquellos robustos arcos estaban aplanados, en una sorprendente demostración de equilibrio y fuerza. La luz entraba solo por los ventanales de la izquierda y daba al conjunto el aspecto de una enorme gruta. Era el salón del Tinell, la gran sala de recepciones de los reyes de Aragón, y aquella grandiosidad estaba concebida para intimidar a quien visitara al monarca.

Solo que ahora, al final del largo recorrido desde la entrada, no esperaba un rey, sino el inquisidor fray Alfonso Espina. Y Joan, conducido a la presencia del fraile por dos soldados de la Inquisición, se sentía pequeño, lleno de temor, mientras cruzaba aquella sala fría y vacía que devolvía el eco de sus pisadas. No podía mostrar el rey Fernando su intención de forma más clara. El inquisidor poseía todo el poder; el terrenal y el divino, y ocupaba el lugar del rey y de Dios.

El fraile no tenía trono, pero sí una buena silla tras una sólida mesa situada sobre una tarima elevada tres escalones. Un dosel cuya tela colgaba rodeando la espalda y los lados del entarimado le protegían del frío y de las corrientes de aire. Joan pensó que debajo de la mesa tendría un brasero semejante a los que usaban en el
scriptorium
de la librería en invierno. En mesas laterales, solo un escalón por encima del suelo, se encontraban distintos funcionarios: notarios, escribanos y expertos en religión tales como los teólogos calificadores.

Al llegar frente al inquisidor, nadie pareció advertir su presencia; los funcionarios conversaban y fray Espina leía un libro, quizá un breviario, pues parecía rezar.

Al rato, uno de los funcionarios se acercó al muchacho y le mostró un documento donde estaba escrito su nombre, edad, procedencia y que trabajaba de aprendiz en el taller de los Corró, situado en la calle Especiers. Cuando el chico dijo que los datos eran correctos, le hizo jurar que diría la verdad en todo. Después anunció en voz alta:

—¡Joan Serra de Llafranc ha jurado decir verdad!

Un escribano tomó cuidadosa nota y entonces el inquisidor pareció reparar en él.

Nadie le había explicado por qué fray Espina quería verle ni qué preguntas le haría. Los maestros encuadernadores dijeron que ellos serían solo testigos, que seguramente no los acusaran de nada. Pero nadie podía saber las intenciones de los inquisidores, se contaban historias terribles en la ciudad y todo el mundo los temía.

Llamaron primero a Guillem y a Joan en segundo lugar. No sabía, pues, qué preguntas le hicieron al maestro, y el chico estaba atemorizado.

—¿Eres tú Joan Serra de Llafranc? —le preguntó el inquisidor.

—Sí, padre —repuso haciendo una genuflexión tal como le habían indicado los soldados.

—Recuerda que estás bajo juramento —le advirtió un oficial situado en una de las mesas laterales—. Si mientes, no solo cometes un pecado horrible, sino que serás azotado en público y encarcelado por el resto de tu vida.

Joan afirmó con la cabeza.

—¿Cuál era tu trabajo con los Corró?

—Ayudaba en la encuadernación y copiaba libros como aprendiz.

—¿Y qué libros copiabas?

Joan se dijo que si fingía ignorancia, incurriría en perjurio y su castigo sería terrible. Pero aquella pregunta le hizo intuir la razón por la que el amo no quería que él supiera leer. Y entonces comprendió que había peligro en los libros, quizá peligro de muerte. No sabía qué respuestas podían perjudicar a mosén Corró, no quería dañarle, pero nadie le advirtió sobre aquella situación. Pensó en decir que lo ignoraba, que no sabía leer..., sin embargo, el funcionario le acababa de mostrar un documento y él dijo que su contenido era correcto. ¡Estaba perdido!

—¡Responde, muchacho! —le increpó el oficial que le había amenazado con el castigo por perjurio.

Joan sintió pánico, bajo ningún concepto se atrevería a mentir al inquisidor.

—Yo... Yo no recuerdo todo.

—Será mejor para ti que recuperes la memoria. ¡Esfuérzate!

—Copié a Ramón Llull.

—Su ortodoxia está cuestionada —comentó el inquisidor—. ¿Qué obras?

—El
Ars Magna
.

—Ese no es un gran pecado. ¿Y qué más copiaste?

Joan tragó saliva.

—Copie a Arnau de Vilanova.

—¿Qué libros?

—El
Speculum Medicinae
, el
Regimen Sanitatis
y
De considerationibus operis medicinae
.

—¿En latín?

—Sí, padre.

El inquisidor miró hacia la mesa lateral y el oficial calificador revisó unos legajos y después anunció solemnemente:

—Son tratados médicos sin contenido religioso.

—Bien, ¿y qué más copiaste de Arnau de Vilanova?

El muchacho vaciló. Sabía que los libros anteriores eran seguros, pero quizá el siguiente fuera problemático. No obstante, Arnau de Vilanova fue un protegido de los reyes de Aragón, sus escritos debían de ser aceptables.

—¿Qué más? —se impacientó el inquisidor.

—Recuerdo uno titulado:
Tractatus de tempore adventus Antichristi
.

El oficial calificador revisó sus documentos y proclamó triunfal:

—Trata del advenimiento del Anticristo y fue reprobado por los teólogos de la Sorbona de París y la junta de teólogos de Tarragona lo ordenó quemar. Está en la línea de Joaquín de Fiore y critica la organización de la Iglesia. ¡Creíamos que no quedaban copias!

—¡Herético! —exclamó fray Espina, satisfecho—. ¿Qué más?

—Nada más de este autor.

—¡Dinos otros libros aunque no sepas el autor!

Joan sintió pánico. ¡Estaba perjudicando a sus amos!

—¡Habla!

—¡No recuerdo más! —exclamó angustiado.

—¡Más te vale que hables! —le dijo el oficial propinándole un manotazo en la espalda.

—¡No recuerdo! —Joan cerraba los ojos y apretaba los puños—. ¡No recuerdo! ¡No recuerdo!

—Mira, chico —el inquisidor habló después de una pausa en la que se pudo oír el silencio. Lo hacía en un tono amistoso, paternal—, será mejor que nos digas lo que queremos saber. Todos lo hacen, antes o después de ir al sótano. Te podemos descoyuntar las articulaciones, quitarte los ojos, quemarte con el hierro... El maestro encuadernador habló y también ese moro con el que trabajabas. Ya sabemos lo que queremos saber y a ti te toca ratificarlo. Así comprobamos si eres buen cristiano.

Joan sintió un escalofrío. ¿Torturaron a Abdalá?

—¡No recuerdo!

—¡Llevadlo al sótano! —dijo el inquisidor—. Y mientras, que pase otro.

Joan sudaba a pesar del frío del salón cuando a empujones le sacaron de él para hacerle bajar unos escalones. Después de andar por unos pasadizos subterráneos entraron en una cámara iluminada por antorchas.

—Ese es el verdugo —le dijo el oficial apuntando con el dedo a un hombre malcarado.

Y aquel individuo le empezó a mostrar los distintos artilugios: un potro donde se ataba al reo y se le estiraba hasta romperle las articulaciones; unas sogas con las que se colgaba del techo a la víctima para soltarla después de golpe, produciéndole un dolor terrible, y muchos más. También tenían un brasero lleno de ascuas y unos hierros al rojo. De pronto el verdugo, con su mano protegida por un grueso guante, tomó una de las barras y en un gesto rápido aproximó el extremo candente a la cara de Joan. Este dio un salto hacia atrás y soltó un grito de espanto. El hombre lo acorraló hasta que su espalda chocó contra la pared. Joan veía cómo se acercaba el hierro al rojo vivo y notaba su calor en la cara.

—Así es como le sacamos un ojo al moro —dijo el oficial—.

Después le colgamos del techo para soltarlo de golpe varias veces. Chilló como un cerdo, pero nos lo dijo todo.

Al terror del chico se unió una pena terrible. ¡Abdalá! Recordaba sus dulces ojos azules. Le habrían matado. El viejo no podía sobrevivir a aquellas torturas.

—Nos contarás lo que queremos saber antes o después —continuó el hombre—. Pero te conviene hacerlo antes. Es una pena que un buen mozo cristiano viejo quede tullido para toda la vida y pierda un ojo. Por última vez y antes de que empecemos en serio: ¿te ha vuelto la memoria?

Joan no podía apartar su mirada del hierro candente que continuaba amenazándole. Sentía un miedo horrendo, sudaba, recordaba apenado a Abdalá y era incapaz de pensar con claridad. Estaba destrozado.

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