Pero no tenía aspecto de estar bien.
—¿A qué esperamos? —gritó Felip—. ¡Vamos a comer!
Y todos con excepción de Guillem se sentaron a la mesa y empezaron a comer como si no hubiera ocurrido nada; los aprendices e incluso el oficial parecían hacer siempre todo lo que proponía Felip. El maestro, sin embargo, estuvo un tiempo observando al anciano, le acomodó en su mesa y llamó a gritos a las criadas para que le trajeran una escudilla nueva y agua.
—Tomad algo, Abdalá —le instaba cuando todo estuvo en su lugar—. Os sentiréis mejor.
—¡Demasiado respeto para un moro! —murmuró el matón en la mesa.
El musulmán probó un poco de comida para satisfacer al maestro y solo entonces este se sentó a comer con los demás. Felip se mostraba locuaz como siempre, pero había suavizado su tono contra Joan. Incluso le envió un guiño cómplice.
—¿A que el remensa se parece más a un cristiano desde que se viste como nosotros? —decía.
Al levantarse de la mesa, terminada la comida, el maestro cogió a Joan de un brazo y lo llevó a un rincón.
—Eso ha sido intencionado —le dijo muy serio—. Pídele disculpas al viejo. El amo le aprecia mucho y como le cuente lo ocurrido, mosén Corró te echará de su casa.
De una sacudida Joan se libró sin responder de la mano que le atenazaba. No tenía intención alguna de pedir disculpas. El maestro le advirtió:
—Y si vuelve a ocurrir, seré yo quien se lo cuente.
El pelirrojo los observaba a distancia y al alejarse el maestro, se interpuso en su camino con una sonrisa.
—Bien hecho —le felicitó—. No le hagas caso al maestro Guillem, le gustan los moros. Pero tú puedes llegar a ser uno de los nuestros.
A Joan le alivió el comentario, al fin Felip parecía aceptarle.
Joan llegó al trabajo temeroso el día siguiente. ¿Y si Abdalá se había quejado al amo? Quizá Corró le echara de su casa. Estaba muy inquieto, le gustaba aquella familia y su trabajo. Pero el amo le saludó como si nada ocurriera y el día transcurrió de forma normal. A la hora de la comida, Abdalá bajó al patio como de costumbre; su turbante dejaba al descubierto parte del vendaje y a Joan le pareció que se movía más lento. El maestro Guillem se interesó por él y el musulmán se lo agradeció con una sonrisa y una inclinación de cabeza.
—Bien, muchas gracias —musitó—. Que el Señor os bendiga.
Terminado el almuerzo, Felip le dijo al chico:
—Hoy regresarás más tarde al convento, remensa. Te vienes con nosotros.
Aprovechando el descanso de mediodía, los aprendices, Joan entre ellos, salieron a la calle, donde se juntaron con otros muchachos para dirigirse a la iglesia de Sant Just.
Allí Joan vio a tres frailes vestidos con el hábito blanco y negro de los dominicos. Se encontraban en la puerta del templo, que se elevaba cuatro escalones por encima de la plaza donde se congregaba un grupo de gente dispuesta a escucharlos.
Uno de los religiosos los bendijo dirigiéndoles unas frases en latín.
—Ese es fray Juan Franco, el nuevo inquisidor.
—¿Va a predicar en latín? —inquirió Joan—. No lo entiendo.
—No, su compañero le traduce. Franco no habla aún catalán.
Los frailes contaron la historia de unos judíos que torturaron a un niño cristiano para hacerle renunciar a su fe y cómo este murió mártir sin que ellos consiguieran su propósito. La multitud, conmocionada por los sufrimientos del pequeño, se indignaba ante la maldad de los hebreos, y Felip gritó:
—¡Mueran los judíos!
Todos le corearon.
En aquel momento apareció la tropa y el alguacil les dijo que se dispersaran, que Franco no podía predicar en la ciudad. Barcelona tenía su propio inquisidor.
—No es cierto —repuso el dominico que traducía—. Fray Tomás de Torquemada, el inquisidor general, depuso al anterior para nombrar a fray Juan Franco aquí presente. Tiene todos los derechos.
Franco alzaba un pergamino con sellos de lacre, confirmando esas palabras.
—¡La ciudad no reconoce a fray Torquemada! —gritó el alguacil—. Así que ¡fuera de aquí!
—Rendiréis cuentas al rey Fernando —clamaron los dominicos.
Y entonces se organizó el tumulto. Felip y los suyos increpaban a los soldados, y estos bajaron las lanzas amenazantes. Uno de los muchachos cogió una piedra y cuando iba a lanzarla, el pelirrojo le detuvo.
—Hoy no —le dijo—. Y no contra esos.
Joan comprendió el significado de esas palabras el día siguiente cuando después de la comida Felip le dijo:
—Hoy nos vamos a divertir. Vamos a cazar judíos y tú te vienes con nosotros.
—Id con cuidado —les advirtió el oficial—. La ciudad los protege.
—¿Por qué vamos contra los judíos? —quiso saber Joan.
—¡Qué ignorante patán eres, remensa! —le increpó el grandullón—. Los judíos son peores aún que los moros.
Y entonces le habló sobre la maldad de los hebreos y le puso como ejemplo lo oído el día anterior a los predicadores. Cien años antes, la gente les dio una lección asaltando la judería y matando a unos cuantos, pero Barcelona hizo ejecutar a los jefes de la revuelta. Los del Concell de Cent, el órgano de gobierno de la ciudad, estaban comprados por aquellas ratas y los protegían. Por eso las buenas gentes tenían que tomarse la justicia por su mano.
Joan sabía que casi no quedaban judíos en Barcelona, pues unos escaparon y otros se convirtieron al cristianismo. El pelirrojo escupió al suelo al oír eso y dijo que la mayoría de los conversos eran falsos cristianos y que también a esos les llegaría su hora.
Le explicó que los judíos estaban obligados a llevar un círculo de tela cosido en el pecho de sus vestidos mitad rojo, mitad amarillo y en tiempo frío unas capas especiales, que los hacía reconocibles. La mayoría de los que se veían en Barcelona estaban de visita de negocios, su estancia se limitaba a quince días y debían hospedarse en el hostal público y no en casas particulares. Felip dio por terminada su argumentación con un
—¡Vamos, que se hace tarde!
En la calle se les unieron más aprendices hasta superar la veintena. Algunos disimulaban palos bajo sus capas, otros llevaban piedras y Joan se armó con una estaca corta. Viéndolos, la gente se apartaba temerosa y Joan sintió la placentera sensación de pertenecer a un grupo poderoso. El grandullón dio instrucciones y un muchacho se adelantó para regresar diciendo que frente al hostal había un grupo de judíos conversando. Se acercaron hasta la esquina de la calle, Felip se asomó manteniendo a los demás ocultos y les dijo en voz baja:
—Están ahí, los reconoceréis por las barbas, los círculos y sus capas. Cuando diga ya, vamos a por ellos corriendo. No gritéis hasta que les caigamos encima y entonces dadles fuerte. Solo una vez y volved a toda prisa a vuestros trabajos como si nada ocurriera, los soldados no andarán lejos y si pillan a alguno, se lo harán pasar mal. ¿Entendido?
Todos afirmaron. Felip dio la orden y se puso a correr seguido de los demás. Joan vio dos grupos de hombres charlando al sol y su expresión alarmada al comprender que se abalanzaban sobre ellos. Varios lanzaron a la vez un grito de alerta e iniciaron la huida hacia el interior del hostal. Joan blandió su estaca y fue contra uno que escapaba. Se repetía que crucificaron a Jesús y que eran como los moros que mataron a su padre, que se lo merecían. Entonces alguien empezó a chillar y los demás también lo hicieron; hubo gritos de rabia, de dolor, de odio y angustia acompañados por los golpes. Alcanzó a su víctima cuando esta ya llegaba a la puerta del hostal intentando abrirse paso entre los demás que trataban de huir. Llevaba la capucha caída y mostraba pelo gris, era mucho más alto que Joan, pero el chico podía alcanzarle con la cachiporra en la cabeza sin problemas, aunque en el último instante descargó el golpe, procurando que no fuera muy fuerte, en el hombro. Le faltó el coraje para golpearle en el cráneo. Oyó un quejido y sin parar de correr hizo un quiebro para salir de allí lo antes posible. El corazón le latía rápido, pero trató de serenarse y andar tranquilo hasta el convento. Debía actuar con normalidad.
Al llegar a la plaza de Santa Anna había recuperado el ritmo de la respiración, pero su mente continuaba nublada con una especie de embriaguez resultado de aquellos momentos intensos. Se decía que era capaz de actuar como los mayores, que había probado que era tan valiente como el que más. Que se habría ganado el respeto de Felip. Pero tenía grabada en sus retinas la imagen de la sangre brotando de la cabeza de uno de los tendidos en la calle. Su conciencia le decía que aquellos hombres no le habían hecho nada ni a él ni a su familia. «Pero se lo hicieron a Cristo», se dijo para aplacar su remordimiento.
El día siguiente Felip le palmeó la espalda, quizá con demasiado fuerza aunque sonriendo.
—Bien hecho, remensa —le dijo—. Pero la próxima vez le das más fuerte y en la cabeza.
Comprendió que el pelirrojo le había vigilado a pesar de lo rápido del ataque. Y se sintió orgulloso de tener su aprobación.
A
quellas navidades fueron muy tristes para los chicos. ¿Cómo podían estar ellos alegres sin padres ni hermanas? No hacía ni cuatro meses que vivían todos juntos en Llafranc y entonces creían que siempre serían felices, que ningún daño les podía acontecer, resguardados del mar en su casa, lejos de las olas y protegidos del resto de los peligros por el fuerte brazo de su padre, que tan bien manejaba la azcona. Gabriel lloraba con frecuencia.
—¡Quiero a papá y mamá! —decía sabiendo que era un imposible—. Los echo mucho de menos, y también a María y a Isabel.
Joan trataba de consolarle lo mejor que podía, pero sus ojos también se llenaban de lágrimas. Compartía su pena, aunque la ocultaba y se escondía para que el pequeño no le viera llorar. Gabriel había perdido incluso su fascinación por las campanas y algunos de los monjes, al verle tan triste, procuraban animarle, en particular Jaume, que siempre le guardaba algún dulce.
Recordaban la Navidad anterior en su casa. Y el pequeño altarcito con una imagen del niño Jesús en un rincón, cerca del hogar, y aquel tronco maravilloso al que llamaban Tió que les traía golosinas en Nochebuena mientras cantaban canciones navideñas y lo golpeaban con un palo. Cuando Gabriel supo que no habría Tió, se sintió aún más decepcionado.
—Diles a los frailes que pongan el Tió, le daremos de palos, cantaremos y así nos traerá dulces —le insistía a Joan tirándole de la manga de la saya—. Fíjate la de troncos grandes que tienen al lado del fuego. Son más grandes que los de casa. Díselo, que no lo saben.
Joan sospechaba que los frailes no eran tan tontos y si se trataba de milagros, ellos sabrían del asunto más que nadie. Pero se resistía a renunciar a la magia de la Navidad y, con cautela, al encontrarse a solas con el novicio, se lo preguntó. Pere se puso a reír, pero al verle la cara a Joan se contuvo; estaba a punto de recibir otra patada.
—En los conventos, el Tió no trae golosinas —le explicó Joan a Gabriel—. Deja limosnas en el cepillo de la iglesia para que los frailes den comida a los pobres.
—¡Ah, los pobres! —repuso Gabriel, pensativo—. ¿Y si no tenemos hambre, ya no somos pobres?
—No, no tenemos hambre y ya no somos pobres. Hay que rezar y darle gracias al Señor.
Gabriel afirmaba con la cabeza, pero Joan leía la decepción en su rostro.
Siempre que Joan pasaba por la calle Argentería se mantenía atento por si la pequeña joyera estaba en la tienda. Cuando la veía se demoraba por los alrededores lanzándole miradas que buscaban un reconocimiento, un intercambio de sonrisas como en su primer encuentro. Ya vestía elegante y quería que le viera. Pero ella ni le miraba. Pronto comprendió que no se trataba de que no le viera, sino de que no quería verle. Desilusionado, empezó a evitar la calle. Su menosprecio le dolía mucho más de lo que hubiera podido imaginar.
Los frailes decoraron el altar mayor con una figura del niño Jesús, ramas de pino y cuatro cirios; dos para santa Anna, la patrona, y dos para el recién nacido. Pusieron dos velones más en el altar de santa Eulalia y dos en el de san Agustín. Las velas ardían día y noche; aquello era todo un dispendio, pero la celebración lo merecía. La categoría de la fiesta se medía por la cantidad de cera quemada y Navidad era de las más importantes.
La hora nona se celebró en la mesa; aquel día el prior Gualbes presidía la comida y el ambiente era relajado. Las disputas económicas y de derechos entre el prior y su comunidad parecían olvidadas y hasta hubo intercambio de sonrisas con el suprior.
Un fuego excepcionalmente abundante templaba el refectorio, siempre frío en invierno. El calorcito, la comida y la bebida ayudaban a caldear los espíritus y los sentimientos de amor navideños. Había sopa y después gallina rellena a la cazuela horneada con potaje y salsa de pavo. Le seguía la carne y las verduras del cocido y se terminaba con queso tostado y unos barquillos llamados neulas. Para ayudar a bajar todo aquello se bebía en abundancia la clarea, un preparado de vino, miel y especias. La comida se prolongó entre risas mucho más de lo habitual y los chicos y el novicio recibieron permiso para retirarse a sus celdas. Con el calor acumulado en el refectorio, la comida excesiva y la clarea, se dormían en la mesa.
Joan se despertó al rato, Gabriel se lamentaba en sueños y eso le recordó la noche que compartieron celda con el novicio y la angustia de este. Tenía un extraño presentimiento: la tristeza de su hermano no venía solo del recuerdo de la familia perdida, había algo más que le angustiaba, había algo que le había borrado la sonrisa, que incluso le hacía olvidar la emoción del sonido de las campanas. Cuando se lo preguntó, Gabriel no quiso hablar, pero Joan juró que lo averiguaría. Costara lo que costara y aunque fuera lo último que hiciera. El pequeño era lo único que le quedaba de su familia, le amaba con todo su corazón, y prometió a sus padres que cuidaría de él.
Felip continuaba llamándole remensa, aunque desde su participación en el ataque a los judíos le trataba con más deferencia. No era respeto, pero viniendo de él ya era mucho.
—El grandullón necesita tener siempre a alguien a quien incordiar —decía Lluís—. Y es mejor que no te toque a ti.
Un día Felip le dijo que a pesar de que aún era un crío le dejaría participar en una de las batallas con su pandilla. Cada grupo de calles pertenecía a una banda que se enfrentaba con otras bandas vecinas. La de Felip controlaba los alrededores de la calle Especiers, desde la catedral hasta la iglesia de Sant Just, y estaba en guerra con la de la calle Argentería y la de la calle Regomir. Durante la semana se enviaban mensajes de desafío, retándose también de palabra, para caldear los ánimos a la espera del domingo.