El campo de batalla se encontraba fuera de las murallas que cerraban la ciudad por el noroeste, no lejos del mar y cerca de la zona del Canyet. Allí había unos descampados donde los muchachos jugaban a la guerra.
Cada banda lucía un pendón con sus colores; el de los Especiers era azul. Los muchachos iban armados con un escudo de madera pintado del mismo color y un palo en el cinto a modo de espada. Pero el arma principal eran las piedras y la táctica, bastante simple; se trataba de dar con ellas a los enemigos y evitar ser alcanzado. Joan estaba nervioso, todos los chicos eran mayores que él y se decía que Felip debía apreciarle mucho, ya que le aceptaba en su grupo a pesar de su menor tamaño. O que quizá estuviera falto de efectivos. Salieron de la ciudad por el Portal Nou, evitando así cruzar por territorio enemigo. Marchaban como un pequeño ejército, con su pendón al frente y luciendo sus escudos. Joan sintió de nuevo aquella dulce sensación de poder experimentada unas semanas antes.
Al llegar a la zona de encuentro clavaron su pendón en el suelo a la espera de que se presentaran los enemigos y al poco llegaron los de la calle Argentería, que se situaron a la distancia convenida. Una vez dispuestos para el combate, voltearon su pendón, que era amarillo.
—¿Estáis listos, borricos? —les gritó Felip.
—Tenemos que recoger piedras.
Y se dieron un tiempo para que cada combatiente juntara un montón de las desperdigadas por el lugar. Cuando estuvieron satisfechos, el jefe de Argentería chilló:
—Estamos listos para machacaros, cerdos de mierda.
—¡Pues ya! —ordenó el pelirrojo.
Joan lanzó la piedra que tenía en la mano, vio cómo un enjambre de piedras enemigas se les venían encima, y tuvo el tiempo justo para cubrirse, antes de notar los impactos en su escudo. Cuando cogió el siguiente pedrusco, sintió miedo; un golpe como aquellos en la cabeza podía matar. Aun así quería demostrarle a Felip que era valiente y se descubrió un instante para ver y lanzar su piedra. Aquella vez fue más preciso y al mirar por encima de su escudo vio que había alcanzado su objetivo. Pero el otro se cubrió a tiempo.
—Separaos —dijo Felip—. Así les ponemos más difícil el blanco.
Joan corrió a un extremo, allí no tendría que preocuparse de tantas piedras a la vez y pronto la lucha se convirtió en un duelo individual. La práctica de lanzar cada tarde la azcona de su padre contra el blanco colgado del árbol le proporcionaba un brazo fuerte y buena puntería. Pronto lo comprobó con su contrincante. Casi todos los lanzamientos de Joan daban en el escudo o en las piernas de su oponente, que no atinaba demasiado. El chico era mucho mayor en tamaño y lanzaba piedras grandes que llegaban muy potentes, pero Joan no se preocupaba ni de cubrirse, pues la mayoría caían lejos. Pronto comprendió la ventaja que eso le proporcionaba. Podía tirar una piedra al mismo tiempo que llegaba la otra, preocupándose solo de esquivarla, mientras su enemigo tenía que escudarse cuando la suya le impactaba. Pronto Joan lanzaba dos piedras por cada una de su enemigo, este se puso nervioso, terminó descuidando su guardia y recibió una pedrada en el hombro.
A pesar del griterío, Joan oyó un gemido angustioso y vio cómo su contrincante se encogía detrás del escudo. Eso hizo que continuara lanzándole piedras a más velocidad y que el otro se retirara andando de espaldas, tras su escudo, sin atreverse a mirar. Pronto le alcanzó con una pedrada en la rodilla y el herido abandonó el combate cojeando. Eso le dio libertad para atacar al siguiente enemigo, que se batía con Lluís. Entre ambos lograron que se retirara con una herida en la cabeza y al rato los azules superaban en número a los amarillos que aún peleaban.
—¡A la carga! —gritó Felip cuando vio a sus contrincantes lo bastante mermados.
Y blandiendo su porra se lanzó contra los otros seguido por la pandilla que aullaba a todo pulmón. Los amarillos, viéndose en inferioridad, no los esperaron y huyeron a todo correr.
—A por el pendón —ordenó Felip.
Y todos fueron a la caza del que llevaba la enseña, que al sentirse como conejo perseguido por galgos la abandonó. Al poco Felip la alzaba entre vítores de los suyos. El recuento dio una cabeza sangrando y varias contusiones en distintas partes del cuerpo, pero nada serio. Había sido un éxito y todos estaban felices.
—Tienes buena puntería, remensa —le dijo a Joan.
Joan vigilaba a su hermano observando sus reacciones y pronto descubrió miradas temerosas hacia fray Nicolau, el encargado del huerto. El hombre era redondeado y calvo, pasaba de los cincuenta y cinco años, tenía una mirada desvaída de ojos claros y una sonrisa untuosa. Eso le inquietó, él podía vigilar a Gabriel tarde y noche, pero no en la mañana cuando el pequeño trabajaba para el hortelano que precisamente estaba bajo las órdenes de fray Nicolau.
—¿Te ocurre algo? —le preguntaba al pequeño Gabriel—. Dime si alguien te hace algo que te moleste.
—No, no me pasa nada —respondía él negando con demasiada energía.
—Dímelo, Gabriel, soy tu hermano, te quiero y te ayudaré.
El pequeño le miraba muy serio y después negaba con la cabeza.
Joan buscó al novicio y le interrogó sin rodeos:
—¿Qué ocurre con fray Nicolau? ¿Qué os hace?
Al principio no quiso responder, pero ante la insistencia de Joan, le hizo jurar que no se lo diría a nadie. Fray Nicolau le había amenazado con que el suprior le expulsaría del convento si hablaba. El fraile le tocaba y guiaba su mano para que le tocara a él, aunque no iba más allá.
—¿Y le hace lo mismo a mi hermano?
Se encogió de hombros y dijo desconocerlo, pero que era posible.
—¿Y el suprior? ¿Qué te hace el suprior?
—Nada —respondió Pere—. ¡Déjame ya!
Y no quiso hablar más. La inquietud de Joan aumentó para hacerse angustia. Empezó a vigilar a escondidas y una tarde vio al fraile palparle las nalgas al pobre Gabriel, que dio un salto y salió corriendo.
Se quedó helado. A pesar de sus sospechas no había anticipado cómo reaccionar en una situación semejante. Estuvo a punto de correr hacia él para golpearle, pero no lo hizo porque Gabriel ya se había ido. El fraile también se fue y él se quedó furioso y confundido, sin saber qué hacer, culpándose de no proteger a su hermano.
Joan estuvo pensando cómo actuar. ¿Denunciar al fraile? No se atrevía, más aún porque el novicio insinuó que el suprior estaba en ello o lo consentía. Ellos lo negarían todo, le llamarían mentiroso y sería su palabra contra la de frailes respetados. Y él y su hermano dependían del convento de Santa Anna. Además, Gabriel estaba tan avergonzado y temeroso que ni siquiera se atrevía a contárselo a él y no podía esperar que acusara a nadie. Trató de que le confiara su angustia, pero el mutismo del pequeño era absoluto.
Todo el resentimiento de Joan hacia los sarracenos y hacia el regidor de Palafrugell convergía ahora contra aquel fraile que amargaba la vida al hermano que tanto quería.
Sentía una rabia feroz. Por un momento pensó en acudir a Bartomeu, pero al negarse Gabriel a hablar pensó que sería difícil que el mercader le creyera.
Se prometió que, costara lo que costara, él libraría a Gabriel de aquel individuo.
U
n hecho vino a empeorar la vida de Joan aquellos días. El 4 de enero de 1485 los remensas de Pere Joan Sala derrotaron a las tropas reales de Barcelona y decenas de caballeros y peones murieron en el combate. Las posiciones de los sublevados se hicieron más sólidas y la rebelión se extendió con nuevos remensas negándose a pagar las rentas a los propietarios. Los ciudadanos de Barcelona conocían demasiado bien el hambre y la peste que la seguía, y temían un bloqueo de los suministros del campo.
El trato del pelirrojo a Joan empeoró. Era el remensa y de nada le valía alegar que era una invención del propio Felip, que su familia era de pescadores y que siempre fueron libres. El matón usaba un tono despectivo hacia Joan y retomó las bromas pesadas.
—Cada uno es lo que es —decía—. Ellos nacieron siervos y deben cumplir con las obligaciones de sus padres.
Joan discrepaba. Su padre le dijo que había que luchar para ganar la libertad y eso hacían los remensas. Aprovechó la primera ocasión para hablarlo con Bartomeu, él estaba muy cercano al Concell de Cent y sabía de aquellas cosas.
—Los remensas llevan muchos años luchando contra los privilegios abusivos de los señores —le explicó el mercader—. Pelearon junto al rey en la guerra civil contra la Generalitat que representaba entonces los derechos y privilegios señoriales. Pero con la victoria, el rey se olvidó de los campesinos que le ayudaron. De aquello hace ya doce años y la situación de los remensas no ha mejorado.
—Es injusto —dijo Joan, indignado.
—Sí, pero el rey prefiere ser poderoso antes que justo. Y ahora los remensas no solo rechazan los «malos usos», sino que tampoco pagan los diezmos a los propietarios de sus terrenos. Los recaudadores no se atreven a acercarse a las áreas que controlan y si lo hacen se van sin cobrar. A alguno le está bien empleado.
—Me gustaría que Pere Joan Sala y los suyos ganaran —concluyó Joan—. Luchan por su libertad.
Bartomeu sonrió.
—Por su libertad y por algo más, me temo —repuso—. Te aconsejo que no digas eso en voz alta en Barcelona.
Joan afirmó con la cabeza. Lo sabía.
Durante un tiempo el turbante de Abdalá dejaba ver la venda y Joan temía que el amo se enterara de su mala acción, aunque nunca se la reprochó. No quiso hacerle tanto daño al musulmán y le continuaba odiando, pero estaba demasiado ocupado para planear otra venganza contra él. Sus pensamientos se centraban en cómo esquivar el continuo acoso al que Felip le sometía y en lograr que fray Nicolau dejara de molestar a su hermano.
A pesar de sus preocupaciones, Joan no olvidaba a su madre ni a su hermana, aunque con trece años recién cumplidos no tenía medios ni fuerzas para plantearse su rescate. Rezaba por ellas varias veces al día, algunas junto a Gabriel, y mantenía la esperanza de liberarlas cuando fuera mayor.
Bartomeu les habló de los frailes de la Merced, que se dedicaban a rescatar a cristianos cautivos de los musulmanes, y los chicos le suplicaron que pidiera una audiencia para indagar sobre el paradero de las cautivas. Al cabo de un tiempo el mercader llegó con la gran noticia: el general mercedario aceptaba verlos.
Antoni Morell tenía unos cincuenta años, vestía el hábito blanco de su orden y quiso charlar con ellos paseando por la playa. La tarde era soleada, había tres naves fondeadas en el puerto y varias barcas varadas en la arena. Las olas llegaban mansas y aun así parecían querer mojarles los pies. Hacía días que Joan no veía el mar, y cada vez que lo hacía notaba una punzada de nostalgia en su corazón al recordar los tiempos felices con su familia en la aldea.
Al ver al fraile, los chicos le besaron la mano y se arrodillaron suplicándole su ayuda.
—¿Por qué crees que los piratas que asaltaron tu aldea eran musulmanes? —preguntó el general mercedario a Joan.
El chico se encogió de hombros.
—Bueno —respondió—, todos decían que eran sarracenos. Las galeras llevaban gallardetes verdes y el regidor, que los vio, dijo que eran moros.
—Es extraño —dijo el mercedario, pensativo—. Hace tiempo que los sarracenos no atacaban nuestras costas. ¿Cuándo dices que fue el asalto?
—A finales de septiembre.
—Esa es la época en que las galeras dejan de navegar, no están preparadas para las tormentas de otoño e invierno —continuó el religioso—. Y tu pueblo está muy lejos de sus bases. Además, estáis en zona de tramontana y le temen mucho a ese viento. Es extraño.
—Me contaste que estuviste muy cerca de los piratas —intervino Bartomeu—. ¿Les oíste hablar?
Joan se quedó pensativo. ¿Habían hablado?
—Si hablaron no fue en nuestra lengua, no recuerdo haber entendido nada —repuso.
—Es más probable que fueran corsarios provenzales o genoveses antes que moros —sentenció el mercedario—. Hace tres años los provenzales arrasaron la zona de cabo de Creus y hace un par, cuando se inició la guerra con Génova, el genovés Batista asaltó las poblaciones del litoral de Barcelona, capturando incluso una galera que el almirante Bernat de Vilamarí envió para detenerles. Pero aquello fue en julio y estamos hablando de finales de septiembre, no es tiempo de galeras; además, tu aldea estará a más de una semana de navegación de Génova. Yo apostaría por los provenzales, y si han sido ellos, los mercedarios no podemos hacer nada.
—¿Por qué? —se extrañó Joan.
—Porque nuestra misión es salvar antes a las almas que a los cuerpos. Rescatamos a cautivos cristianos con dinero o cambiándolos por prisioneros sarracenos; procuramos traer primero a los más débiles para que no caigan en la tentación de renegar de Nuestro Señor. Salvamos sus almas.
—¿Y no haríais nada si los piratas son de Marsella?
—No, no podemos. Es algo entre cristianos y no hay peligro de que los cautivos renuncien a la fe. Aun así, un cristiano no puede esclavizar a otro a no ser que sea un ortodoxo, como son los griegos.
—Entonces, si los provenzales son cristianos como nosotros, no podrían esclavizar a los de mi aldea, ¿verdad?
—No pueden, pero tampoco pueden robar —repuso el fraile—. Y roban. Esclavizar es quitarle a alguien su posesión más valiosa después del alma: la libertad.
—Entonces, ¿por qué el regidor de Palafrugell dijo que eran sarracenos? —inquirió Bartomeu—. Él sí que es capaz de distinguir entre un moro y un provenzal.
—Pudo haberse equivocado.
—Aun así, os rogamos, fray Antoni, por caridad, que averigüéis si la familia de estos chicos está en el norte de África —dijo Bartomeu.
—No os voy a negar la caridad, pero pienso que la gestión es inútil —repuso el fraile—. Hay otras cosas extrañas en este asunto.
Por ejemplo, si eran sarracenos, ¿por qué no nos pidió el regidor de Palafrugell que buscáramos a sus cautivos?
Joan se encogió de hombros. Demasiados porqués.
Era una mañana lluviosa y con neblina de principios de febrero cuando las campanas de la catedral empezaron a sonar fuera de su hora. Era el lúgubre toque de difuntos. Al poco tiempo se les unieron las de la iglesia del Pi, después las de Sant Just. Se trataba de un campaneo grave que pesaba triste en el alma, que angustiaba. Joan identificó también las de Santa Anna, y pronto los campanarios de toda la ciudad se unieron para anunciar la tragedia.