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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (50 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Vilamarí no obtuvo fondos adicionales del gobernador y, como no confiaba en una respuesta positiva del rey, empezó a usar su propia fortuna. Aun con sus títulos de almirante, era en realidad armador de algunos de los buques y no acostumbraba a hacer demasiados distingos entre su propiedad y la del rey. Varios prestamistas de la ciudad visitaron la
Santa Eulalia
y se rumoreaba que el almirante había hipotecado sus posesiones en Palau y Bosa para obtener el dinero que faltaba.

Los galeotes ayudaban en las tareas dependiendo de sus habilidades, pero siempre limitados por sus grilletes y si bajaban a tierra, incluso para trabajar en las naves varadas, lo hacían encadenados de a dos. Joan se consideraba muy afortunado, ya que sus obligaciones le libraban del trabajo físico y de los grilletes. Lo primero que hizo al bajar a tierra fue comprarse un buen jubón, unos calzones, zapatos y un gran gorro a la moda italiana que disimulaba casi por completo su cabeza rapada.

Su principal misión en tierra consistía en proveer a las naves de pólvora de calidad. La que se salvó de la tormenta era de distintos fabricantes y composiciones y, por lo tanto, de rendimientos dispares. Eso no representaba un gran problema cuando los disparos se efectuaban a poca distancia, como justo antes de un abordaje, pero sí cuando se requería un tiro de precisión. Joan, que se entendía a las mil maravillas en siciliano, se dirigió a la calle de los especieros y escogió a uno, que por su técnica era capaz de fabricar la pólvora con la composición constante de seis partes de salitre, una de carbón y otra de azufre. La supervisión del proceso de elaboración y almacenaje en barriles le ofrecía una buena excusa para visitar cada día la ciudad de Palermo, que, aunque de mayor población y más bulliciosa que Barcelona, le recordaba a esta en muchos aspectos. No podía evitar pasear por la calle Argentería; cerraba los ojos y oía el repiqueteo de los martillos en el metal y el parloteo de las gentes, e imaginaba que se encontraba en la Ciudad Condal, unos años antes, en la calle del mismo nombre y que veía a su amada en la tienda de su padre. Y cuando los abría sentía un intenso dolor por su ausencia. Ardía en deseos de llegar a Nápoles. Estaba seguro de que con su nueva libertad de movimientos encontraría la forma de verla. Escribió una carta a Bartomeu pidiéndole que enviara una buena parte del dinero que le guardaba a Nápoles para recogerlo en el librero napolitano que hacía de correo con Anna y el nombre de este junto a su dirección. Aquel sería el lugar donde iniciaría su búsqueda. Envió copia de la misma carta en una segunda nave. No podía exponerse a que se perdiera alguna de las embarcaciones y con ella su mensaje. Era demasiado importante. Sentía que con él le iba la vida.

Justo al terminar la reparación de las naves aparecieron en Palermo las seis galeras del almirante Requesens. Fueron recibidas con honores y el gobernador don Fernando de Acuña recuperó la salud para la ocasión y acudió al puerto.

Galcerán de Requesens, conde de Palamós, era varios años mayor que Vilamarí y además de ser hijo y hermano de antiguos gobernadores de Cataluña, tenía una amplia hoja de servicios, tanto en la guerra de Granada como en Cerdeña y Nápoles. Era un hombre autoritario y su título de almirante de la flota de Sicilia obligaba a Vilamarí a obedecerle mientras estuviera en aguas de la isla. Había rivalidad entre ambos y a Bernat de Vilamarí no le complacía esa obediencia ni le impresionaba el mayor número de naves de su rival. No en vano él mismo ostentó con anterioridad el título de capitán general de las galeras de Aragón y Sicilia y comandó la flota de veinte galeras y dieciséis naos que bloqueó el puerto de Barcelona obligando a la ciudad a rendirse al final de la guerra civil. Deseaba poner rumbo cuanto antes hacia el reino de Nápoles y acordó con Requesens que mientras las galeras de este recorrerían el norte de la isla de Sicilia en previsión de posibles ataques franceses, las suyas seguirían la costa sur, buscando piratas berberiscos, en su camino a Nápoles.

La carroza era un espacio pequeño y aunque algunas conversaciones los oficiales las preferían en proa, lejos de los oídos del almirante, Joan fue atando cabos de lo oído aquí y allí y supo que estaban preocupados. Vilamarí invirtió casi todo lo obtenido del gobernador y de los prestamistas en reparar las naves y no le quedaba dinero. No tenían provisiones suficientes para llegar a Nápoles, habría que racionar la comida y se arriesgaban al hambre si surgía algún contratiempo.

La situación de Joan en la nave había mejorado ostensiblemente desde que embarcó meses antes como galeote, pero era ambigua, pues aunque era un penado cumpliendo condena, ni los alguaciles ni el cómitre tenían ya poder sobre él mientras que, al contrario, los marinos a cargo de la artillería le obedecían. Su vestimenta tampoco era la de un galeote, ni siquiera la de un marino, pues lucía ropas relativamente caras, apropiadas para un militar, ya que no quería desentonar en la carroza junto a los oficiales. Alguno mostró un gesto de sorpresa y desagrado al verle de aquella guisa.

—¿Quién te has creído que eres? —le espetó Pere Torrent, el oficial de infantería, al verle—. Continúas siendo un maldito penado.

A Joan la única reacción que le preocupaba era la del almirante y, como este no hizo comentario alguno, todos terminaron asumiendo que tenía su permiso.

Un día Vilamarí le dijo:

—Muchacho, ya sé que eres bueno con las armas de fuego, pero ¿qué tal se te dan las de filo?

—Sé usar la azcona y tirar con ballesta.

—En un abordaje no hay tiempo para recargar las armas de fuego, ni siquiera las ballestas —repuso el almirante—. Empleamos las picas cortas, lanzas y azconas para los primeros envites, pero la espada y la rodela son las armas definitivas en el cuerpo a cuerpo.

—Nunca he usado espada y rodela.

—En tu posición debes dominar su arte —le contestó el marino—. Daré orden para que el oficial Torrent te enseñe.

Joan se quedó boquiabierto. ¿Qué significaba aquello? Era un galeote, pero el almirante parecía tratarle casi como a un oficial. No se atrevió a preguntar, aunque se dijo que aprovecharía al máximo las lecciones de espada.

Escribió en su libro: «¿Por qué le intereso tanto al almirante? ¿Qué trama?».

75

L
a flotilla zarpó rumbo al extremo oeste de Sicilia y allí se entretuvo inspeccionando las islas Egadi, que estaban a solo día y medio de navegación de África. Era uno de los lugares favoritos de los sarracenos para emboscar a las naves que desde el sur de Sicilia se dirigían a Palermo, Cerdeña o España. En la isla de Marettimo avistaron dos galeras sarracenas que se dieron a la fuga y en la persecución demostraron de nuevo ser más veloces; Joan no pudo alcanzarlas ni una sola vez con las culebrinas.

Las escasas provisiones no les permitían esperar el regreso de los sarracenos para emboscarlos y el almirante tenía prisa por llegar a Nápoles. Antes de retomar la ruta, Vilamarí ordenó echar ancla en una ensenada y llamó a los capitanes a su galera. Joan y el resto de los oficiales tuvieron que ir a proa mientras ellos discutían sobre mapas desplegados en la mesa y al rato llamaron a algunos tripulantes de origen siciliano y al oficial Torrent. Un encuentro semejante entre capitanes se repitió dos días después mientras navegaban a vela en paralelo a la costa de la gran isla. Genís Solsona le dijo a Joan que preparaban una operación militar y él le preguntó si esperaban encontrar naves sarracenas. El piloto se encogió de hombros. Quizá lo supiera y no quisiera decírselo.

Desde que abandonaron la isla de Marettimo, solo vieron barcas de pesca, no había indicios de tráfico marítimo, seguramente a causa de los piratas. Pero Joan intuía que el almirante no preparaba un combate en el mar. Fue en la tarde del siguiente día cuando Joan comprendió lo que Vilamarí tramaba.

El capitán convocó a varios marinos, a un par de alguaciles y una veintena de soldados junto al oficial Torrent, que llevaba ya días entrenando a Joan en el combate a espada.

—Este grupo ha sido escogido para una acción especial —les dijo el capitán Perelló bajo la mirada atenta del almirante—. Esta noche la pasaréis en tierra y al amanecer habrá combate. El oficial Torrent está al mando del grupo. Aparte de ballestas y espadas llevaréis un arcabuz que manejará Joan.

Al muchacho le invadió una terrible angustia. Intuía que algo horrible se avecinaba y le faltaba el aire.

—Cambiaréis vuestras ropas por estas y unos cuantos llevaréis turbantes —continuó el capitán mostrando unos vestidos amontonados que pertenecían a los sarracenos capturados en las fustas.

La ansiedad de Joan iba en aumento y tuvo que apoyarse en la pared de la carroza para no desplomarse. Se ahogaba. El capitán hizo venir a un forzado musulmán para que les repitiera varias palabras en sarraceno y les enseñara cómo colocarse los turbantes. Los detalles de la operación les serían ampliados en tierra, pero una vez se iniciara el combate, solo se podrían usar aquellas palabras, se trataba de las órdenes más comunes. Hizo que todos las repitieran una y otra vez; algunos mostraban conocerlas de tiempo. El muchacho se estremeció al comprender que él, trágicamente, las oyó antes. Vilamarí estaba a punto de perpetrar el mismo crimen que cometió en su aldea. Ai mirar hacia el fondo de la carroza le vio sentado, contemplándolos con toda tranquilidad. Sintió una mezcla de temor, rabia y un odio inmenso hacia aquel hombre.

—No, no iré —afirmó en voz baja.

Y dejó de repetir aquellos malditos vocablos en lengua sarracena.

—Mi capitán —le dijo a Perelló después de que el grupo se dispersara una vez terminada la reunión—, no puedo ir. Me encuentro muy enfermo, mis piernas ni me sostienen.

Joan no tenía que fingir, se sentía enfermo de verdad, tenía el estómago revuelto y las piernas débiles. El capitán le miró con una sonrisa en la que había compasión y desprecio.

—¿Miedo, muchacho? —le dijo—. Todos lo hemos tenido alguna vez. Pero ahora no es tu momento. El almirante me ordenó ahorcarte de inmediato si te resistías a ir.

Joan miró al fondo de la carroza donde Vilamarí continuaba sentado. Los observaba y con toda seguridad sabía de qué hablaban, pero su semblante era inexpresivo.

—El almirante te ha concedido privilegios, chico —continuó el capitán—. Todo el mundo lo sabe y quedaría mal si demuestras que no los mereces.

—Y eso alteraría el buen orden de la nave, ¿verdad? —dijo Joan con rabia.

—Sí —repuso el capitán con una carcajada—. Pero más te alteraría a ti colgar de ahí arriba.

El muchacho recordó el balanceo macabro del cadáver de Carles y supo que, para mantener el orden exigido por el almirante, el capitán le ahorcaría sin pestañear.

Al anochecer las galeras se acercaron a la costa y la capitana descolgó la chalupa. Había una luna en cuarto menguante que daba suficiente luz para divisar una pequeña playa donde viaje tras viaje el bote desembarcó a la tropa.

Joan cuidaba del arcabuz, de la mecha de combustión lenta y de las cargas de pólvora que distribuyó con cuidado en bolsitas de papel. Lo mantuvo todo bien protegido en un saco de lona embreada y logró que llegara a tierra completamente seco. Una ballesta era en ocasiones más precisa que el arcabuz, pero este tenía un mayor poder destructivo. Por desgracia, Joan recordaba bien sus efectos en el cuerpo de su padre.

Los guiaba un marino siciliano que los condujo a un bosque de pinos para pasar la noche. Joan no podía pegar ojo y se ofreció para hacer dos de las guardias en lugar de sus compañeros con buen sueño. Apartado del grupo, oía los ronquidos que llegaban de los durmientes y el cricar de los grillos, mientras el olor de los pinos le recordaba a su aldea. Entre las agujas de los árboles veía un cielo de incontables estrellas alrededor de la luna, gajo de luz. La paz exterior no mitigaba el infierno que sentía en su interior y que le impedía cerrar los ojos.

Hasta aquel momento él y su familia habían sido las víctimas y ahora él sería verdugo sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Pensó en escabullirse y no participar en el ataque, y lo hubiera hecho si la pena fuera solo unos azotes; pero le amenazaron con la horca. Y un capitán de galera no amenazaba en vano. Desesperado, trazaba un plan tras otro intentando burlar al destino. Ninguno valía.

No había amanecido cuando, después de desayunar pan, queso y vino, emprendieron la marcha bordeando unos montes por el interior hasta llegar a un camino; allí el marino les dijo que aquel era el lugar. Joan anduvo unos pasos por el sendero y pudo ver, desde la altura donde se encontraban, el mar más abajo, varias casas cercanas a la orilla y unas barcas de pesca varadas en una ancha playa arenosa. El escenario le era trágicamente familiar. Se emboscaron tras unas rocas y unos matorrales mientras las primeras luces del día llegaban de Oriente. Al poco oyeron el mugido de unos cuernos que daban la alarma y con un pedernal y un eslabón Joan hizo saltar las chispas que encendieron una de sus mechas de combustión lenta. Después montó la mecha sobre el serpentín, una pieza de hierro parecida a una zeta, que en un extremo sujetaba la mecha y en el otro servía de gatillo. Volvió a asomarse y vio cómo suavemente la
Santa Eulalia
, que mostraba los gallardetes verdes del islam en sus mástiles, varaba en la playa y cómo los hombres, gritando, saltaban por la proa y las bordas.

El oficial Torrent tiró de él para que se ocultara y se colocó a su espalda.

—Cuando yo dé la orden, saldremos todos al encuentro de los que subirán por este camino en busca de refugio en la colina de atrás —dijo en voz alta para que todos le oyeran—. Joan irá delante y disparará el arcabuz contra el primero. Se asustarán y saldrán huyendo. Si los hombres presentan combate, habrá que matar al que se resista. Hay que capturar al mayor número posible, sobre todo a mujeres jóvenes. No queremos niños pequeños. ¿Alguien tiene dudas sobre qué hacer?

Nadie respondió.

—A partir de ahora hablaremos sarraceno.

La espera se hizo interminable. Joan notaba la presencia del oficial Torrent a su espalda y el lento chisporroteo de la mecha de cuerda de cáñamo empapada en salitre. Sudaba de angustia. De pronto oyeron voces y jadeos y cuando vieron a los primeros, el oficial ordenó atacar. Joan no se movió, pero el dolor de un pinchazo en los riñones le hizo levantarse.

—Sal de ahí y dispara si no quieres que te ensarte por la espalda —le dijo Torrent empujándolo hacia delante.

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