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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (56 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Rezaba a Dios para que le concediera la oportunidad que tanto anhelaba de matar a Vilamarí. Pero cuando vio al almirante y al capitán, estos no prestaban atención al abordaje comandado por Torrent, sino a una segunda galera francesa que, paralela a su compañera, llegaba en rumbo de colisión sobre el lado de estribor de la
Santa Eulalia
.

—¡Aquí los marinos! —gritó el capitán—. ¡Nos abordan por estribor!

Los galeotes se escondieron debajo de los bancos y Joan llamo a sus arcabuceros. Todos saltaron del lado de la crujía opuesto al de la galera enemiga que llegaba, para protegerse en lo posible de la descarga de artillería. Esta ocurrió en pocos instantes; unos truenos pavorosos sonaron y después un coro de ayes. El olor a pólvora era sofocante y mientras Joan se llevaba la mano a la mejilla para arrancarse una astilla de madera, notó el impacto de la nave contraria, que a punto estuvo de derribarle, y el crujir del maderamen.

—¡Preparados los seis primeros! —gritó mientras notaba cómo la sangre fluía por su cara.

Esperó a la descarga de los arcabuces asaltantes y al sonido de los garfios chocando en la madera y ordenó:

—¡Fuego!

Solo cinco de los suyos se levantaron para disparar a los marinos franceses que ya corrían por su espolón al abordaje. Joan vio que al menos tres caían al agua y ordenó:

—Segundos seis. —Esperó un instante y gritó—: ¡Fuego!

Sus hombres se levantaron apoyándose en la crujía y abatieron a otros cuatro. Cuando el cómitre ordenó a los ballesteros disparar, ya tenían encima a sus enemigos. No había tiempo de recargar las armas. La lucha era ya en la
Santa Eulalia
y cuerpo a cuerpo.

Joan aún sostenía su azcona y buscó con la vista al almirante. Lo vio unos cuantos bancos más allá, del lado de la carroza. Estaba protegido por un par de marinos y tenía la espada desenfundada para la lucha. Sabía que él y el capitán eran los objetivos de los asaltantes.

Joan rehuyó el combate y saltando de banco en banco, bajo los que se escondían los galeotes, se dirigió hacia Vilamarí. Notaba el peso familiar de la azcona en su mano. ¡Lo había soñado tantas veces! La azcona de su padre penetrando por uno de los ojos del almirante, atravesándole el cráneo y clavándoselo contra el mismísimo mástil en que hizo ahorcar a Carles en su injusta justicia.

Lo encontró con la espalda contra la pared que separaba los últimos bancos y la carroza, defendiéndose de dos rivales. Estaba acorralado y le podía matar impunemente, todos pensarían que fueron los franceses. «¡Ahora o nunca!», se dijo, y elevó su brazo para ensartar a Vilamarí. Por un instante el almirante, sudando y con las facciones tensas, repartiendo sablazos y parándolos, desvió su mirada para clavarla en los ojos de Joan. Fue un momento breve pero intensísimo para el joven. Después Vilamarí puso su atención en sus contrincantes, que, entre golpe y golpe, le requerían que se rindiera.

—¡No hay rendición! —respondía el almirante.

El joven sintió un nudo en la garganta y se mantuvo unos segundos con el arma en alto imaginándola clavada en su presa. Y comprendió que no tenía coraje para traspasarle con su azcona. No pudo. Jamás supo si fue aquella mirada que se cruzaron la que se lo impidió o que el almirante poco a poco le fue seduciendo, obligándole a compartir sus pecados, a ser un depredador de su misma calaña, un león según él los entendía. Su acercamiento diluyó el odio. Tampoco supo si Vilamarí vio en sus ojos su sentencia de muerte, pero si lo hizo, en nada lo mostró.

Joan comprendió que no podía dejar que otros le mataran. El intercambio de miradas alertó a uno de los asaltantes, que se giró con rapidez y Joan descargó la azcona con toda su rabia en el pecho del infeliz. Después desenvainó la espada y junto con Vilamarí, atacaron al enemigo restante, que, viéndose acosado por ambos flancos, saltó al río. Joan se mantuvo al lado del almirante, protegiéndole.

La lucha duró poco. Los franceses se percataron de que las galeras españolas iban cargadas de infantes y que ellos contaban solo con sus marinos. El capitán de la nave asaltante, amenazada por la segunda galera de la flotilla de Vilamarí, hizo cortar las cuerdas de los garfios que la amarraban a la
Santa Eulalia
y huyó. Con ello pudo al menos salvar su nave, aunque dejando atrás a los que fracasaron en el intento de capturar a los oficiales de Vilamarí.

Algunos de los marinos franceses, viendo que su nave se alejaba, se lanzaron al río y otros se rindieron de inmediato. El almirante subió a crujía acompañado por Joan para evaluar la situación. Capturaron la primera de las galeras francesas, repelieron el ataque de la segunda y rescataron la chalupa y su tripulación sin que la
Santa Eulalia
sufriera grandes daños. Tenían bastantes heridos, pero solo dieciséis muertos.

Sin embargo, las restantes galeras francesas no se dieron por vencidas y regresaron al puerto de Ostia para cargar la infantería desembarcada cuando nadie esperaba que hubiera batalla. Querían un segundo combate en el que Vilamarí no contara con la ventaja de un mayor número de soldados.

Era el momento de tomar rumbo a Nápoles antes de que los alcanzaran. Sin embargo, el almirante tampoco abandonaba sus presas.

—Capitán Perelló —inquirió—, ¿os veis capaz de hacer navegar esa galera?

—Necesita reparaciones, aunque lo más urgente son los remos rotos y se pueden sustituir de inmediato —respondió, firme a pesar de que su armadura presentaba una gran abolladura en el hombro—. Si repartimos prisioneros y tripulación, os la puedo poner en el puerto de Nápoles antes de que los franceses nos alcancen.

—Tomad el mando. Vamos a Nápoles.

El trasvase de prisioneros y marinos se hizo con rapidez, mientras las dos galeras restantes los protegían y las francesas cargaban infantería en Ostia. Cuando salieron hacia la desembocadura del Tíber y después a mar abierto, solo los perseguía de cerca una galera a la que se le unió una segunda a más distancia y después una tercera, y cuando la cuarta lo hizo, apenas se divisaba. Los galeotes, sometidos a boga viva, resoplaban y gritaban a cada palada fustigados por los alguaciles.

—No se atreverán a seguirnos muy al sur —comentó Vilamarí—. Y sus naves están tan distantes entre ellas que estoy tentado de hacer virar las dos nuestras que no entraron en combate y capturar la primera suya antes de que nos alcancen las otras.

Joan y el piloto intercambiaron una mirada. El almirante no bromeaba. Pero los perseguidores parecieron haberle oído porque al poco la primera galera francesa disminuyó la marcha para que la segunda la alcanzara y así reagruparse. Al cabo de unas horas de persecución, desistieron aceptando su derrota; entrar en aguas napolitanas era demasiado arriesgado.

Vilamarí nunca hizo el más mínimo comentario a Joan sobre el lance en que este le salvó la vida. Parecía dar por hecho que aquello era normal y rutinario, que no tenía ningún mérito.

Cuando Joan se enfrentó a su libro, escribió: «Lo siento, papá. No pude hacerlo». Una lágrima resbalaba por su mejilla.

85

J
oan esperaba impaciente divisar la bahía azul de Nápoles, con la silueta del Vesubio al fondo y la ciudad con sus verdes colinas y los muros crema, blancos y rosados de sus casas y murallas. Al verla sintió un nudo en su estómago. Anna ya habría regresado. Después notó un alfilerazo de angustia. ¿Le amaría aún?

Antes de llegar a puerto se hizo afeitar y acicalar por el barbero de a bordo y vistió sus ropas nuevas compradas en Roma; quería presentar el mejor aspecto posible para el encuentro con su amada. En sus prisas por pisar tierra firme casi se dio de bruces con el almirante, que vestido de gala y con escolta salía para entrevistarse con el rey.

—¿Es que nos quedamos sin pólvora, que tienes tanta prisa, Joan de Llafranc? —le dijo Vilamarí disimulando una sonrisa—. ¿O eres tú el que anda sobrado de explosivo?

—Seguro que va a por alguna moza para dispararle el cañón —comentó el oficial Torrent con una risotada. Y después preguntó con malicia—: ¿De dónde sacas el dinero, si no cobras soldada?

—No voy de putas.

—¡Ah! Se me olvidaba —repuso Torrent—. Tú eras amigo del rubito fino con culo de niña que ahorcamos en Cerdeña, ¿verdad? —Y soltó otra risotada.

Joan sintió deseos de estrellarle el puño en su bocaza. El almirante le observaba en silencio, parecía medirle conforme se tensaba. No coreaba las gracias del matón, pero tampoco le frenaba. Al final, sin hacer ningún comentario, le dijo a Torrent:

—Vamos, el rey me espera.

Después de saludarle, Joan aguardó a que salieran mientras miraba resentido al oficial, que, ufano y sonriente, gritó las órdenes a la tropa.

Torrent era un gran espadachín y se esmeró enseñándole esgrima. Gracias a él se sentía cómodo y confiado con la espada al cinto, pero detestaba sus modales bruscos y chulescos. Le recordaban demasiado a los de Felip, los dos eran matones de la peor especie.

El rey recibió otra vez a Vilamarí con grandes muestras de afecto, celebrando como propia su victoria en la desembocadura del Tíber. Las noticias que recibía de la flota enviada al norte eran nefastas. Salvo la de Portovenere, en septiembre, no se perdió ninguna batalla naval pero se producían, una tras otra, pequeñas derrotas y deserciones. El hecho de que cinco galeras francesas llegaran a Ostia sin que las veinte napolitanas amarradas en Civitavecchia las molestaran era presagio de lo que le venía encima. En su reino había muchos seguidores de la antigua dinastía Anjou, que deseaban que el rey de Francia se apoderara de Nápoles. Incluso los partidarios de la dinastía de Aragón empezaban a ver inevitable su caída frente al poderoso ejército francés. Se temía que ni siquiera el Papa, aliado ahora con Florencia y Nápoles, pudiera frenar la invasión.

Alfonso II y Vilamarí estaban cercanos a la cincuentena, pero el rey, angustiado y temeroso por el futuro de su reino, aparentaba muchos más. Tenía aspecto de anciano.

La situación había cambiado dramáticamente; antes el rey tenía una flota y ahora desconocía con qué podía contar. Así que la negociación fue corta y Vilamarí obtuvo setecientos ducados por cada galera por mes y un pago adelantado de tres meses. El rey respiró aliviado. Sabía que Vilamarí no iba a fallar, en ocasiones las mejores lealtades las compraba el dinero.

Joan, impaciente, corría a tramos el camino hasta la vía del Duomo sin la solemnidad que requerían sus elegantes ropajes. No vio afuera a su amigo y con un breve saludo a su esposa, que atendía en la calle, entró de forma impetuosa a la librería.

—¡Don Antonello!

No había nadie en el interior de la tienda, pero oyó una voz que le respondía desde el despacho. Y sin esperar entró en él.

—¡Ah! —exclamó el librero riéndose—.
Orlando enamorado
me visita. ¡Cuánto honor!

—¿Qué sabéis de Anna? —preguntó ansioso.

—La
signora
Lucca... —repuso el librero con calma—. Pues que es bellísima.

—¡Eso ya lo sé! —le gritó—. ¿Le disteis mi nota? ¿Os dijo algo?

—Sí, se la di. —Antonello sonreía, parecía divertirse con la ansiedad del joven.

—¿Y qué os dijo?

—No me dijo nada. La tomó discretamente y eso fue todo. Siempre viene acompañada de un ama que se supone la protege, pero que en realidad la vigila. Incluso dentro de la librería husmea en los libros que la
signora
ojea.

—¿No la dejan hablar?

—Bueno, puede, pero solo lo estrictamente necesario, las conversaciones ociosas con hombres le están prohibidas. Me he informado y el marido es un comerciante ennoblecido que le sobrepasa la edad en unos veinte años y está perdidamente enamorado de ella. Y es celoso. Como mujer casada, Anna
madama
debe llevar la cabeza cubierta fuera de casa y él le exige que se tape incluso la boca con un extremo de su toca al salir a la calle.

Joan suspiró desanimado. Deseaba abrazarla, decirle cuánto la amaba, contarle su sufrimiento aquel tiempo lejos de ella. Pero lo que más ansiaba era escuchar de su boca que aún le quería.

—¿Qué puedo hacer para verla?

Antonello dejó vagar su vista por los estantes cargados de libros mientras pensaba.

—Aquí viene de tarde en tarde —contestó al rato—. Ha estado solo tres veces desde que os fuisteis. Tampoco es de las de misa diaria. Pero acude los domingos a la catedral para la de once.

El semblante de Joan se iluminó. ¡El domingo! ¡La podría ver el domingo!

—¡Podré verla al fin! —exclamó con una sonrisa alelada.

—Sí, pero con el marido —le recordó, aguafiestas, Antonello.

La sonrisa se borró de la cara de Joan. Cuando la viera conocería también al hombre que la poseía. Negros pensamientos acudieron a su mente. Quizá en ese tiempo había dejado de amarle, o estaba embarazada, o se enamoró de su marido... Podía haber muchos motivos por los que ella quisiera continuar con aquel hombre. Antonello escrutaba la expresión ahora seria del joven. Su entusiasmo se había convertido en miedo y desánimo.

86

E
l almirante se quedó con la galera, toda su carga y los galeotes. Normalmente hubiera pedido rescate por los oficiales y la tripulación, pero decidió enviarlos por tierra al Vaticano. El rey Fernando de España le ordenó no provocar a los franceses, por lo que ahora los prisioneros le eran un engorro, así que se los enviaba al Papa, pues oficialmente combatió en su nombre. Además, aún no cumplían los tres meses de paga adelantados por Alejandro VI y en teoría continuaba en su nómina. Joan fue quien escribió la carta en la que después de varias cortesías y reverencias el marino le decía al pontífice que se vio obligado a abandonar su misión por superioridad manifiesta del enemigo, según le permitía su contrato, y que con el envío de los prisioneros saldaban cuentas, ya que él renunciaba al dinero de su rescate.

Cuando Joan se lo contó al piloto, este rio.

—Es un viejo zorro —dijo Genís—. Le pasa el problema al Papa y pondrá la nueva galera al servicio del rey Fernando para cuando este la necesite, pero la mantendrá de su propiedad.

Joan supo entonces que los repartos de botín seguían un estricto protocolo, cuando la captura era oficial. La mitad era para el monarca y la otra se repartía entre la tripulación. Naturalmente, los asaltos a las aldeas de pescadores se silenciaban y el rey no entraba en el reparto. De la parte de la tripulación, Vilamarí obtenía la mitad y de la otra Torrent, como oficial de las tropas embarcadas, las que corrían el mayor riesgo en el abordaje, tenía derecho a escoger primero por valor de un cuatro por ciento. Después venían los capitanes con un tres y así hasta llegar al último de los tripulantes. A los galeotes forzados no les tocaba nada y Joan, aunque ya no remara, en cuestiones de reparto pertenecía a esa categoría. En el caso de la galera francesa, lo único que se pudo repartir fueron las pertenencias de la tripulación y Vilamarí quedó a deber a los suyos la parte que les correspondía del valor de la nave y galeotes. El rey Fernando de España no cobró nada porque la captura se hizo a nombre del Papa y este tampoco, recibiendo a cambio los prisioneros, que quizá le fueran más incómodos incluso que a Vilamarí.

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