—¿Matasteis vos a Ricardo?
Joan no esperaba la pregunta y se estremeció al sentir miedo a perderla y remordimientos.
—No. No fui yo.
Entonces ella se acogió en sus brazos. Joan la abrazó con ternura, aunque su mirada se perdió en el cielo azul. Sentía una vaga inquietud, pero al notar el calor del cuerpo de su amada, suspiró y cerró al fin los ojos, gozando de su tacto, de su olor tierno a pesar de los suaves matices agrios de varios días de cárcel, y aquella felicidad indescriptible de antes regresó.
Joan se dijo que aunque la guerra seguía en el reino de Nápoles, para ellos llegaba el tiempo del amor.
Sin embargo, al aflojar su abrazo, el alguacil al mando le dijo a Anna:
—Este hombre os ha comprado. A partir de ahora le pertenecéis.
Ella miró a Joan, que continuaba sonriendo feliz.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó, muy seria, mirándole a los ojos.
—Bueno —titubeó él—. El documento...
—¿Pensáis hacerme vuestra esclava? —insistió ella mirándole agresiva.
Joan vaciló, nunca se le habría ocurrido que ella pudiera ser su esclava y comprarla era la única forma de conseguir su libertad.
—No —balbuceó—. No tengo esa intención. Os amo y quiero haceros mi esposa.
—Bien —repuso ella seca—. Entonces, ¿me dais la libertad?
—Sí, claro.
—¿Y firmaréis los documentos pertinentes?
—Naturalmente.
—Luego soy libre —concluyó Anna suavizando el tono.
—Sí, lo sois.
—Pues acompañadme a casa de mis padres.
—No tengo mucho dinero, pero buscaré un lugar donde podamos vivir juntos...
—No, Joan —le cortó ella—. Si soy libre, no viviré con vos. Soy la viuda de Ricardo Lucca, le debo un respeto y lo único que quiero ahora es poderle enterrar cristianamente.
—Pero yo os amo con locura, Anna, y vos decíais que también me amabais.
—También os amo. Sin embargo, Ricardo fue un buen compañero y tengo una deuda con él. Si por vuestra culpa no cumplí bien como esposa, ahora sabré cumplir como viuda.
Joan se tranquilizó algo al oír que aún era amado, pero se sentía confuso.
—No termino de entender.
—Quiero que me ayudéis a recuperar el cadáver de Ricardo y que después os mantengáis alejado —le dijo ella cortante.
—¿Me estáis diciendo que no me querréis ver más? —inquirió Joan desconsolado, recordando el trágico amanecer de su última noche en el que ella le despidió.
Anna le miró como si él fuera corto de entendederas. Joan mantuvo su mirada diciéndose que, aun con el desaliño del cautiverio, estaba bellísima.
—No, Joan, no digo eso. Solo que deberemos respetar el luto.
Él suspiró aliviado, ella sonrió al fin y aquellos graciosos hoyuelos aparecieron en sus mejillas. Joan se dijo que haría lo que fuera para lograr que otra sonrisa iluminara su rostro.
—¿Me podríais ayudar a encontrar el cuerpo de Ricardo? —preguntó suavemente.
Joan sabía dónde estaba. Lo guardaban en una caja de madera en proa, lo más alejado posible del resto de la nave. Hacía un par de días que murió, era verano y el cuerpo olía ya a podrido. De tratarse de otro, lo habrían lanzado en un saco con una piedra al fondo del mar, pero era noble y alguien pensó que su familia pagaría por el cadáver. Joan tuvo que volver a la
Santa Eulalia
y negociar con el escribano el precio. Quería cincuenta ducados y Joan le dijo que fuera a olerlo para comprobar que a lo sumo en un día deberían deshacerse de él. Obtuvo al final un precio de amigo. Solo pagó tres ducados, y medio más por el transporte de la caja a la casa de los padres de Anna. El palacio Lucca estaba inhabitable; había sido asaltado y, encontrando poco que rapiñar, la turba lo incendió.
Anna quiso ver el cadáver de su esposo y un tufo irrespirable salió de la caja al abrirla. Ricardo Lucca era aún reconocible y también el gran tajo en su cuello que terminó con su vida. Anna depositó un beso en su mejilla y rezó una oración en silencio. Al girarse hacia Joan, le miró inquisitiva con los ojos llenos de lágrimas. Y sintiendo que le acusaba en silencio, Joan se estremeció de nuevo, temeroso de perderla.
—No fui yo —musitó de forma inaudible, incapaz apenas de sostenerle la mirada.
El entierro se efectuó de inmediato y Joan asistió al funeral en la catedral, apartado de Anna y de sus familiares. Fue una extraña sensación unirse a los que rezaban por el hombre al que él había dado muerte. No le bastaban las absoluciones del cura de la galera. Era cierto que lo mató en combate, en el calor de la lucha, sintiendo también el temor a morir, pero pensaba que, de haber querido, habría podido evitar su muerte. Lo mató por Anna y nunca podría olvidar los ojos de Ricardo Lucca ni su última mirada.
Antonello le ofreció una habitación en el primer piso de su casa, sin embargo, Joan la rechazó. Quiso dormir junto a los aprendices y oficiales del taller del librero. Continuaba sintiéndose aprendiz, tanto en la vida como en el amor. No comprendía qué pasaba por la mente de su amada. Él anticipaba que el día de su reencuentro iba a ser el más feliz de su vida, pero todo quedó en un gran desengaño.
Aquella noche fue de un calor pegajoso y Joan estuvo dando vueltas en su catre sin poder dormir, a pesar de que los olores familiares de papel nuevo, tinta y cuero le proporcionaban consuelo. Estaba triste y desconcertado, por más vueltas que le daba, no podía comprender la actitud de Anna. Se decía que ella había amado a Ricardo Lucca mucho más de lo que le dejó entrever. Quizá le amara incluso más que a él.
Con las primeras luces del amanecer buscó su libro para anotar: «No tengo el valor de decirle la verdad». Y después: «No quiero perderla».
J
oan fue a visitar a los Roig a la mañana siguiente. El taller de orfebre del padre de Anna en Nápoles no era tan grande ni estaba tan bien situado como el de Barcelona, pero permitía a la familia sobrevivir y se encontró a la joven ayudando en él. Vestía de luto riguroso. A pesar de que en su rostro aún se reflejaban los estragos de los últimos días, a Joan le pareció bellísima. Deseaba abrazarla y besarla, pero la presencia de los padres impidió cualquier acercamiento. Anna se mantuvo a distancia mientras los Roig le transmitían a Joan su profundo agradecimiento por salvar a su hija. Al fin los padres salieron al mostrador que tenían en la calle para dejar que los jóvenes hablaran a solas.
—¿Os ratificáis en darme la libertad? —inquirió ella muy seria al tiempo que frenaba el avance de Joan.
—Naturalmente. —Joan abrió su camisa y sacando de su pecho el documento de pago por el rescate de Anna, se lo tendió—. Es vuestro —dijo—. Sois libre.
Ella lo leyó detenidamente.
—Aquí está escrito vuestro nombre junto al mío. Quiero que además confirméis mi libertad frente a un notario.
—Quedaos con ese documento y cuando salga de aquí iré a un notario a ratificar vuestra libertad.
Entonces ella sonrió.
—Gracias —dijo.
Joan se sintió feliz viéndola contenta y tendió sus brazos para abrazarla, pero ella le detuvo.
—Haré tres meses de luto riguroso por Ricardo —le dijo—. En ese tiempo no nos podremos ver.
—¿Podré al menos observaros de lejos? —suplicó Joan—. Como cuando estabais casada o cuando nos ocultábamos de vuestros padres en Barcelona.
Ella rio.
—Sí, claro que sí —repuso manteniendo la sonrisa—. Pero entended que cumplo con mi deber.
—¿Me amáis?
—Sí, y al cabo de esos meses me podréis cortejar.
—¿Cortejar? —suspiró él—. Lo que quiero es que seáis mi esposa.
—Tendréis que convencerme —repuso ella mirándole pícara.
En su primer día de libertad Joan se apresuró a escribir a Gabriel, Bartomeu, Abdalá y demás amigos comunicándoles la noticia y se aseguró de que las cartas fueran en dos galeras distintas. Como era verano, calculó que con suerte en un mes tendría respuesta. Quedaban pendientes aquellos diez meses de servicio en los ejércitos del rey, pero no había prisa, tenía un plazo de cinco años y primero debía buscar a su familia. Habló con Antonello del asunto pidiéndole consejo y el librero le dijo que escribiría a Fabrizio Colombo, un colega genovés, para rogarle que investigara en la Banca de San Giorgio.
Joan se lo agradeció en el alma; una vez recuperada su libertad, la urgencia, aparte del amor de Anna, era su familia. Mientras esperaba noticias de Génova trataría de juntar dinero para el viaje y un posible pago de rescate.
La ausencia de la joven pesaba como una losa sobre Joan. Ella apenas salía de casa y había días en que ni siquiera la podía ver de lejos. Mil pensamientos le torturaban. Su amada era la viuda de un caballero y él, un simple aprendiz. ¿Podría su amor vencer la barrera social? Se despertaba ansioso por la noche recordando que ella le dijo que debería cortejarla. Quizá tuviera que competir con otro hombre.
Antonello le daba a Joan alojamiento y comida y este le pagaba con trabajos en la imprenta. El joven sintió que volvía a empezar y, para olvidar la ausencia de Anna, puso todo su esfuerzo en aprender aquel oficio que no le parecía difícil.
Él ya sabía de tintas, tipos de papel y pergamino. Lo que hacía distinta a la imprenta eran las piezas metálicas llamadas tipos que representaban letras y signos. Se trataba de colocar los tipos en hileras sobre un tablero de madera llamado galera, que sostenía un marco rectangular que se cerraba con fuerza para que las letras no se movieran.
A Joan le parecía gracioso que en imprenta se usara el nombre de galera, como el navío que él tan bien conocía. No era difícil adivinar por qué los primeros impresores le dieron aquel nombre al marco que acogía a los tipos colocados ordenadamente en hileras; recordaban a los galeotes en sus bancos.
El arte de la composición consistía en conseguir que los tipos montados en la galera formaran un todo armonioso en el que, al igual que en los manuscritos, había que respetar márgenes y encabezamientos. Aquella era la matriz para imprimir una página o un grupo de dos páginas y se denominaba forma. Una vez obtenida esta, se colocaba en la prensa y se humedecía con dos balas de cuero previamente impregnadas en tinta. Se pretendía que las distintas partes de la página presentaran un color uniforme y que todas las páginas del libro tuvieran un aspecto semejante.
Al final se colocaba el papel, o en algún caso pergamino, y gracias a la presión de la prensa de roble se producía el milagro de transformar la tinta en grupos de letras, palabras y frases ordenadas en páginas sueltas. Y estas, una vez encuadernadas, daban lugar a la maravilla de un libro.
—Es un proceso laborioso, pero, una vez aprendido, no presenta grandes complicaciones —le comentaba Joan a Antonello.
Este meneaba la cabeza disconforme:
—Cualquier oficio, una vez aprendido, pierde su misterio —respondió el librero—. Pero fabricar un libro hermoso es hacer una obra de arte. Y la imprenta te permite la maravilla de reproducir esa obra de arte muchas veces. Por eso a este oficio le llaman artes gráficas.
Joan estuvo de acuerdo. Aún guardaba en su memoria su llegada a Barcelona y aquel maravilloso libro expuesto en la tienda de los Corró. Claro que aquel era un libro manuscrito, abierto por una página miniada que mostraba un dibujo y un colorido espléndidos. Sin embargo, ya se imprimían libros en los que se reproducían dibujos grabados, en ocasiones incluso en varios colores, en especial en rojo, negro y azul. Pensaba que era solo cuestión de tiempo que la imprenta lograra imágenes semejantes a las pintadas a mano.
—Pero existen artes más complejas que pocos impresores dominan —continuó Antonello.
—¿Cuáles son? —quiso saber Joan.
—La fabricación de los tipos, que representan las letras y los signos. Los tipos de plomo son fundamentales para un impresor. Ya sabes que hay impresores ambulantes, en su mayoría de origen alemán, que dependiendo del trabajo disponible pasan temporadas en distintas ciudades. Siempre llevan consigo sus tipos, son su bien más preciado, el resto del material es fácil de reponer en el lugar a donde se dirigen. Fabricar tipos hermosos, ese es el arte más difícil y pocos impresores son capaces de lograrlo por ellos mismos.
Aun así, a Joan la fabricación de los tipos no le parecía complicada. Tenía habilidad natural para el tallado de la madera y aprendió en el taller de Eloi las técnicas de fundición del bronce, que precisaba mayores temperaturas que el plomo.
El tipo de moda en Italia era el de caracteres romanos redondos, al que ya se llamaba la tipografía del Renacimiento. Tenía las mayúsculas tal y como aparecían las letras esculpidas en las ruinas imperiales, la
romana capital quadrata
, y las minúsculas derivaban de las letras carolinas redondeadas, las
rotundas
. Su lectura era mucho más fácil que los distintos estilos de gótico y los lectores de obras clásicas la preferían. Antonello disponía de tres juegos distintos de tipografías góticas, pero no de la nueva renacentista. Y Joan le propuso hacerle una. Sería la forma de pagarle en algo la inestimable ayuda que el librero le daba. Él mismo dibujó las letras y con ayuda de distintos artesanos fundió una aleación de plomo, antimonio y bismuto que derramaron sobre moldes de madera tallada.
Aunque hechas del mismo molde, las letras de imprenta eran ligeramente distintas unas de otras a causa del limado. Joan buscaba en ellas las señas, las muecas y las expresiones ocultas que veía en las letras cuando copiaba sin saber leer. En aquel entonces las letras le hablaban con gestos. Pero ya no.
Escribió: «El tiempo o el saber me robaron la fantasía. Espero ser aún capaz de ver a los seres del cielo».
—Te has convertido en un impresor experto —le dijo Antonello, palmeándole la espalda—. Nunca vi a nadie progresar tan rápido.
—Sé cómo copiar libros, cómo imprimirlos y cómo encuadernarlos —repuso sonriendo feliz—. Conozco todo el proceso de fabricación. Sin embargo, lo que a mí me gusta es vuestro trabajo.
—¿Mi trabajo?
—Sí, el que vos hacéis. Tenéis imprenta y taller de encuadernación, pero del proceso de fabricar libros se encargan los operarios. Vendéis libros a las gentes que desean leerlos, ya sean libros de vuestro taller o comprados a otros libreros. Tal como hace Bartomeu en Barcelona.
—Ya entiendo —repuso Antonello—. Eres listo y viste que la impresión da mucho trabajo y poco dinero, a no ser que se impriman grandes cantidades.