Prométeme que serás libre (76 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Joan suspiró. La tristeza de su amada le angustiaba y no sabía cómo aliviarla cuando ni siquiera le quería ver. Y de repente se sintió furioso. Anna estaba dispuesta a sufrir una vida miserable y hacerle miserable a él cuando podían ser felices juntos. Era cierto que ambos eran culpables, y él más que ella, pero su reacción era exagerada. Su terquedad los conducía a la ruina.

Orlando, si de verdad amas a tu Angélica, déjalo todo y ven a buscarla a Nápoles —continuaba Antonello en su carta—. No será fácil, pero quizá seas afortunado y encuentres el sortilegio que logre romper ese hechizo, esa maldición que la condena. Quizá entonces sus ojos brillen y la sonrisa ilumine de nuevo su faz.

Joan se apresuró a preparar su partida. Sabía que le sería muy difícil convencer a Anna, que se exponía a otra desilusión y que este sería el segundo gran retraso para su librería. Escribió en su libro: «No me importa, he de intentarlo».

119

A
mediados de diciembre, Joan lo tenía todo dispuesto para su viaje a Nápoles, con la intención de permanecer en la capital del reino el tiempo que fuera preciso. Pero quiso retrasar su salida para pasar las navidades en familia.

Cuando Miquel Corella le preguntaba cuál era su estrategia para conquistar una fortaleza tan inasequible como Anna, Joan respondía que su voluntad y su fe le guiarían.

—Necesitarás algo más que eso —repuso el valenciano.

—No importa cuán angustiada esté —le advertía Niccolò—. Quizá lo que busque sea sufrir, creyendo que así expiará sus pecados. Si es así, volverá a rechazaros.

Joan era consciente de que carecía de planes. Pero no se podía resistir a la llamada de Antonello ni soportaba más la lejanía. Ya pensaría algo. Confiaba en un giro de fortuna una vez estuviera en Nápoles, cerca de ella.

Sin embargo, unos días antes de Navidad Joan recibió un regalo inesperado desde Barcelona. Era un paquete remitido por Bartomeu que contenía, junto a una pequeña bolsita de cuero bien atada, una carta del mercader y otra de Abdalá. El joven se extrañó; apenas hacía un mes que había escrito a Barcelona y a Nápoles. Pero mientras que Antonello tuvo tiempo de sobra para responderle, su carta a Bartomeu aún estaría de camino a España. El paquete que sostenía en sus manos salió de Barcelona incluso antes de que él enviara su última carta siguiendo los consejos de Abdalá.

Para sorpresa de Joan, después de informarle de las últimas ediciones impresas en España y de otros temas personales y de negocio, Bartomeu le comunicaba que escribió a su antiguo compañero de armas y amigo Pere Roig. ¡Precisamente lo que Joan le pedía en la carta que Bartomeu aún no habría recibido! También le decía que para evitar el largo tránsito de ida y vuelta de la correspondencia a España, solicitó al joyero que informara directamente a Antonello.

Joan se maravillaba. ¿Le había adivinado Bartomeu el pensamiento?

El escrito de su maestro le aclaró el misterio. Poco después de que Abdalá recibiera la primera carta en la que Joan le hablaba del rechazo de Anna y los trágicos motivos de este, el musulmán le pidió a su amo y amigo Bartomeu que escribiera al padre de la joven. En una increíble demostración de anticipación y acción de conjunto, el viejo maestro movilizó a Bartomeu, Pere Roig y Antonello a favor de su causa. Pero no fue hasta el final de la carta del viejo cuando, para mayor sorpresa de Joan, supo que este sumó a la acción otro aliado, totalmente inesperado.

Joan leyó la carta de Abdalá con fruición y conforme avanzaba línea a línea, se preguntaba cómo pudo dudar de él. Por mucho tiempo que pasara, el viejo siempre sería el maestro y él, el aprendiz. Después la releyó una y otra vez tratando de captar su contenido por completo.

Una vez sepas todo lo posible sobre Anna, reza, cierra los ojos, imagínatela y trata de penetrar en su interior
—le aconsejaba Abdalá—.
Siente que eres un solo cuerpo y una sola alma con tu amada. Una, mil veces hasta que creas saber lo que encierra su corazón. Pon en ello toda tu fe y toda tu voluntad.

Anna ama los libros y libros es lo que tú sabes hacer mejor. Recuerda cuando yo traduje el «Orlando enamorado» para ella y tú, con tus manos, llenaste las hojas de letras armoniosas y después las encuadernaste junto a una hermosa cubierta. Una de las páginas era tu carta de amor. Y esa carta llegó a su corazón. Ese es el camino.

Hazle un libro maravilloso que hable de vuestro amor, de pecado, de arrepentimiento, de expiación. De esa culpa y ese dolor que encontrarás en lo más profundo de su corazón. Y de perdón y de más amor. Y de un futuro hermoso. Un libro que contenga una penitencia que funda su culpa y que así libere su corazón de las cadenas que le impiden amarte.Recuerda lo que te conté sobre los libros, su origen sagrado, su magia, su poder. Los libros tienen cuerpo y alma, como nosotros. Hazle a tu amada un libro con un hermoso cuerpo que acaricie el suyo y que se deje acariciar. Ponle un alma que llegue a la suya, que se funda con ella, que la sosiegue y que le dé paz. Un libro que la descargue de sus miedos, penas y culpas para que se vuelva a sentir como la niña que conociste, que tenía el corazón nuevo para amar y que decidió dártelo a ti.

Y por último, encontrarás junto a mi carta una bolsita de cuero. No la abras. Desconozco qué hay en ella, pero sí sé que su aroma desprende amor y fe. Guárdala contigo, te ayudará. Te la envía tu amiga del Raval. Esa a la que llaman bruja.

Joan no daba crédito a lo que acababa de leer. Estaba boquiabierto. Desde que abandonó Barcelona había escrito tres cartas a la bruja; sabía que, aunque la mujer lo negara, leía y escribía perfectamente, no en vano fue la especiera más respetada de la ciudad antes de la peste, y ese oficio requería leer fórmulas y escribirlas. Pero ella jamás contestó. Esa falta de respuesta le producía a Joan un sentimiento mezcla de pérdida de un amigo y de preocupación.

Ahora resultaba que Abdalá, que apenas salía a la calle, la había visitado. Trataba de imaginarse a su viejo maestro en aquella extraña casa, hablando con la mujer. ¡Qué personajes tan dispares! Después se dijo que quizá no lo fueran tanto.

En todo caso, continuaba viva y Abdalá fue a ella buscando sumar la fuerza de aquel extraño aliado a su empresa. La de recuperar el amor de Anna.

Joan se emocionó al tiempo que notaba una renovada fuerza interior. Abdalá se lo daba todo. Sentía la fe y la firme voluntad de recuperar el amor de Anna. También el cariño y la energía que le llegaba de los buenos deseos y oraciones de sus amigos.

120

J
oan llegó a Nápoles a principios de enero de 1496, cuando le faltaban pocos días para cumplir veinticuatro años.

—Tu dama está a punto de terminar su segundo luto —le informó Antonello al verle—. Pero tengo malas noticias. A raíz de la carta de Bartomeu mantengo una buena relación con mosén Roig, su padre, y dice que ella continuará vistiendo luto, que no tiene intención de responder a tus cartas y que bajo ningún concepto quiere verte.

Joan movió la cabeza con disgusto.

—Contadme todo lo que sepáis de ella.

El librero le explicó que la situación no había cambiado, que en sus visitas a la librería Anna insistía en mantenerse alejada de él. Tampoco el padre tuvo mayor éxito. El joyero, que años antes prohibió a Joan, a través de Bartomeu, ver a su hija, en este momento deseaba al joven como marido para ella. Solo que ahora era la hija quien se negaba. Las noticias ni sorprendieron ni desanimaron a Joan. No esperaba otra cosa.

Aceptó esta vez la habitación que Antonello le ofrecía en el primer piso de su casa. Precisaba intimidad y paz para seguir las instrucciones de su maestro. No iba a ser fácil, era como un exorcismo, un acto entre religioso y mágico, y Joan temía no estar preparado.

Puso en su habitación un pequeño altar presidido por una imagen de san Jerónimo, patrón de los libreros, de san Sebastián, patrón de la ermita de Llafranc, y de la Virgen María. Y allí colocó la bolsita con el amuleto que le había enviado Abdalá. Aquella tarde fue a misa en la catedral, se confesó y pasó la primera noche en ayunas, rezando de rodillas tal como hacían los aspirantes a caballero velando armas. Quería purificarse en cuerpo y alma antes de empezar su trabajo. Entre rezo y rezo pensaba en su amada e imaginaba que eran un solo cuerpo y un solo espíritu y trataba de sentir en su corazón lo que sentía el de ella.

Aquellas emociones formarían parte del alma de su libro y esperó a experimentarlas con toda intensidad antes de ponerlas por escrito. Sus primeras anotaciones fueron en trozos de papel desechados de la librería. Estaba acostumbrado a escribir en su libro de aprendiz o para cartas, pero nunca antes se enfrentó a semejante tarea. Quería fundir su espíritu con el de su amada y dibujaba en el papel sus sentimientos en forma de letras, palabras y frases.

En una actividad febril, privándose del sueño y de la comida, escribía, rezaba, a veces caía adormilado sobre la mesa y volvía a escribir. Creaba el alma de su libro. El día y la noche se confundían en su mente y solo la luz de la ventana y las campanas de las iglesias marcaban las pautas de un tiempo que su atormentada actividad borraba de su memoria al cabo de pocos instantes. Solo las necesidades de su cuerpo, cada vez menores, le obligaban a salir de la habitación y lo hacía sin hablar con nadie, rezando, sin atender a Antonello o su esposa, que le suplicaban que comiera. Al principio solo tomaba agua, pero al notar, pasados unos días, que cerrando los ojos su interior solo le ofrecía imágenes frenéticas, oscuras y tétricas que le incapacitaban para expresarse con claridad, empezó a aceptar la comida.

Recordó que Abdalá decía que el alma de los libros necesitaba sustentarse sobre un buen cuerpo. Y que las personas precisaban también de su cuerpo para mantener viva la mente.

Una semana después del inicio de su encierro, Joan puso sus papeles en orden y después de asearse, compartió mesa con Antonello y su familia. A continuación conversó con el napolitano, que asistía entre escéptico y expectante a su ordalía.

—¿Realmente crees que podrás recuperar a Anna solo con un libro?

—Sí.

—¿Así, tan fácil?

—No, no es tan fácil —repuso Joan—. Será el resultado de la voluntad, la fe y la fuerza; tanto mías como las que me transmitís mis amigos. El libro, si consigo hacerlo, tendrá su parte física y otra invisible que contendrá esa voluntad, esa fe, esa fuerza y mucho más. Será un ser vivo con cuerpo y alma.

Los días siguientes Joan alternó los rezos en la catedral y en su altar privado con la selección de materiales para fabricar su libro. Los quería de calidad pero no excesiva. Deseaba que fueran muy parecidos a la traducción del
Orlando enamorado
donde él escondió su carta de amor. Cuando estuvo satisfecho los puso ordenados en su habitación, junto a las imágenes, en la zona donde estas tenían su altar. Así la fuerza de su oración impregnaría también el papel, el cuero, el hilo, la cola y la tinta.

Después inició la corrección de su escrito. Ahora, sin prescindir de sus oraciones y de su acercamiento espiritual a Anna, cuidaba su sueño y su alimentación. Hubiera querido versificar el escrito, pero se sentía incapaz y se conformó con conseguir una prosa fluida que mantuviera la fuerza violenta, la pasión de los arrebatados escritos de la primera semana, dulcificándola. Al cabo de otra semana se sintió satisfecho con el texto.

Entonces bajó al taller y allí fabricó las tapas del libro, lo más semejantes a las de aquel
Orlando enamorado
. Eran de buen cuero y en ellas estampó a golpe seco su título:
El libro del Amor
y más abajo en un tipo menor:
De Orlando a Angélica
, de forma que la segunda frase se pudiera leer bien como parte del título o como dedicatoria. Hizo tres estampaciones y con la mejor elaboró la cubierta. Después cortó el papel al tamaño adecuado y lo pautó con sutileza para que las guías de las letras se pudieran borrar sin dejar rastro.

Antonello tenía un par de mesas de escritura como las de los Corró y Joan pasó otra semana trabajando en una de ellas. Copió su texto corregido, lentamente, poniendo en cada línea su amor e intención. Se detenía con frecuencia y a veces descartaba una página y la reescribía porque los trazos no alcanzaban la belleza requerida o porque encontraba una expresión mejor.

Aquellas letras eran hermosas, rebosaban vida y volvían a hablarle por gestos con independencia de su significado, tal como lo hacían de niño, o como las nubes flotando por encima del mar que su padre le mostraba en el cielo brillante de Llafranc. Allí estaba todo su amor, su fe, su intención.

Con cuidado cosió las páginas y las encuadernó asegurándolas en las tapas y el lomo para después encolarlo todo. Cuando estuvo seco, Joan lo tomó en sus manos. Su cuerpo tenía un peso agradable, la cubierta era firme y cálida, las páginas de papel suave, un poco aterciopelado y de un tacto tierno. Lo acarició oliéndolo. Al aroma suave del cuero, de la tinta, la cola y el papel se añadía un perfume extraño. Era atrayente, placentero; era la fragancia de la fe, la esperanza y el amor.

Pidió a Antonello que avisara a Anna y subió el libro hasta su altar, lo besó y arrodillándose rezó por última vez.

121

E
ra principios de febrero y Anna se cubría con una gruesa capa del viento helado mientras se dirigía a la librería de Antonello. Los más de siete meses de embarazo abultaban su vientre, obligándola a andar de forma extraña. Instintivamente protegía al ser que crecía en sus entrañas con una de sus manos mientras sujetaba bien sus ropas con la otra para que el viento no le arrancara el abrigo.

Y lamentaba el futuro incierto de su hijo. Era de Ricardo y si le asaltaba el pensamiento de que pudiera ser de Joan, lo rechazaba con energía y rezaba. Tenía que ser de Ricardo, no podía ser el fruto de aquella traición miserable que trajo como terrible consecuencia el asesinato de su esposo. La criatura de su vientre era legítima, tenía que serlo. Y en memoria de su marido lucharía con todas sus fuerzas para que saliera adelante en la vida, aunque no pudiera reivindicar la herencia de este. El palacio Lucca en Nápoles era ya solo ruinas, Vilamarí se quedó con todos sus bienes, y las propiedades de Ricardo por herencia estaban en Apulia y terminarían en manos de otros miembros de la familia. Los nobles angevinos de la carabela que recuperaron su libertad después de pagar sus rescates y obtener el perdón del rey Ferrandino vivían en la ciudad, pero dejaron de hablarle. El incidente de Joan retando a Torrent en nombre del amor hizo que la repudiaran y no reconocerían a su hijo. Su futuro sería aprender el oficio de joyero si era varón o ser la esposa de otro joyero si resultaba ser mujer.

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