Prométeme que serás libre (74 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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—Más te he esperado yo —repuso Elisenda.

Y, sin importarle los visitantes o las criadas, le mantuvo un buen rato entre sus brazos. Joan gozó intensamente del abrazo.

116

E
n Génova les aguardaba una sorpresa. Cuando Joan fue a informar a Fabrizio sobre el feliz resultado de su viaje, este le dijo que le gustaría conocer a su familia y que él y su esposa los invitaban a almorzar a todos, incluido Niccolò. Tenía buenas noticias y se las daría entonces. Joan aceptó encantado preguntándose qué noticias serían aquellas. El librero era el colmo de la amabilidad y la atención.

Eulalia, María y los niños entraron primero en la librería y Joan no había aún cruzado el umbral cuando oyó los gritos de júbilo de las mujeres. Era Gabriel. ¡Gabriel en persona los esperaba y ellas le reconocieron al instante! Lo que siguió fueron abrazos, besos, exclamaciones y llantos de alegría. Fabrizio organizó el encuentro de forma que Gabriel tampoco sabía que iba a encontrarse con su madre y hermana.

Hacía solo dos días que había llegado a la ciudad. Tan pronto recibió la carta de su hermano, fue al puerto y tuvo la fortuna de dar con una galera que zarpaba para Génova y con el permiso de Eloi, y tomando todos sus ahorros, embarcó para ayudarle en su búsqueda. Solo contaba con el nombre del librero. Se encontró con que Joan había llegado diez días antes y estaba ya de ruta hacia La Spezia. Fabrizio le aconsejó que esperase en Génova.

Los hermanos se abrazaron también con lágrimas de alegría. No hacía aún año y medio desde que se despidieron en Barcelona y Juan veía a Gabriel, a sus veintiún años, algo más alto y corpulento.

—¿Cómo se te ha ocurrido venir? —le reprochó Joan con cariño al tiempo que comprendía que continuaba sintiéndose protector de su hermano pequeño y que a pesar de llevarse solo dos años siempre le había considerado un niño—. Es un viaje largo y azaroso. Además te va a costar mucho dinero y estás a punto de casarte.

—La familia es lo primero. ¿No es así? —repuso Gabriel con una sonrisa dulce—. ¿No recuerdas que acordamos que las rescataríamos juntos? ¿Por qué no me esperaste?

—Perdóname —se disculpó Joan mientras se decía que su hermano ya era todo un hombre y que tomaba sus propias decisiones—. Se presentó la oportunidad de repente, no la quise perder y pensaba que no las encontraría. Jamás creí que todo saliera tan bien. Ni que tú pudieras venir.

—Razón de más para estar los dos juntos si la búsqueda hubiera ido mal. ¿No crees?

Joan afirmó con la cabeza mirándole a los ojos. Su hermano poseía una profundidad en las emociones que él se creía incapaz de alcanzar.

Gabriel aceptó sus excusas con un beso en la mejilla y se concentró en gozar de su familia. Joan se dijo que continuaba siendo tan entrañable como cuando tenía diez años y que envidiaba ese corazón suyo abierto a los sentimientos.

Tanto Eulalia como su hija y sus nietos disfrutaron con asombro de la ciudad, acompañados en todo momento por Gabriel. Nunca habían visto una población tan grande. La esposa de Fabrizio les hizo de guía y las aconsejó sobre las ropas de moda, pues Joan les pidió que adquirieran dos mudas nuevas. Entretanto Joan y Niccolò discutían sobre literatura con el librero, revisando títulos, cantidades y precios de los libros de la imprenta del genovés. Querían regresar con un cargamento para su librería. Las opciones de adquisición se ampliaban para Joan; tenía Génova, Nápoles y Roma en Italia, y a través de Bartomeu: Barcelona, Valencia, Zaragoza, Sevilla y Salamanca en España.

En uno de los paseos con la familia al completo, Joan los llevó a admirar el exterior de la Porta dei Vacca y allí le pidió a su hermana que entrara en la calle del Campo y que observara al hombre en la banqueta. Desde donde se encontraba podía ver a Simone sentado en la puerta de su establecimiento, mientras mantenía a sus esclavos de pie. Cuando regresó, María tenía la cara demudada.

—¿Es él? —le preguntó Joan.

—Sí —respondió temblorosa.

Llegó el momento de la despedida. La galera con la que Gabriel llegó partía hacia Barcelona un día antes que la de Roma; era la última de la temporada y el joven se iría en ella. Quiso quedarse para aprovechar aquel último día, pero Eulalia le obligó a marchar, el regreso en pequeñas naves de cabotaje en otoño era demasiado largo y aventurado. Les ofreció a su madre y hermana que fueran con él, pero ellas decidieron acompañar a Joan; era el hijo mayor y Eulalia pensaba que así lo hubiera querido su esposo. No obstante, prometieron reunirse algún día todos en Barcelona. La despedida fue triste, sin embargo, los días de felicidad compartidos en Génova serían inolvidables.

—Tenemos pendiente encontrar ese tesoro sarraceno —le dijo Gabriel a Joan, después de abrazarse, al tiempo que le guiñaba un ojo.

—Es verdad —repuso Joan con una sonrisa al recordar lo que repetían en sus sueños infantiles—. Queda pendiente.

Poco antes de que la galera a Roma partiera, cuando Joan tenía ya a su familia instalada en la nave, le dijo al capitán que debía hacer una gestión urgente y que le esperara si se retrasaba.

—La marea no espera —repuso el hombre—. Hay que salir con ella a favor.

—La marea no espera, pero vos tenéis remos y podéis salir sin ella —le dijo mostrándole unos ducados de oro—. Os pagaré bien si me retraso.

Joan entró en el interior de la tienda de Simone sin saludarle y comprobó que no había nadie. Se dijo que el resto de los matones estarían en el patio o en las mazmorras con los cautivos.

—¡Eh,
catalano
! —dijo el hombre levantándose de su banco y cruzando el umbral para encararse con Joan con los mismos malos modos que la vez anterior—. ¿Qué queréis ahora? ¡Os dije que no os devolvería el dinero!

A su espalda apareció Niccolò, le empujó hacia Joan y este le descargó un puñetazo con todas sus fuerzas en la cara. El hombre cayó hacia atrás dando traspiés y cuando Niccolò le volvió a empujar, Joan le sujetó mientras el florentino le asestaba un golpe entre el cráneo y la nuca con una porra. El esclavista soltó un gemido, se le doblaron las rodillas y en unos instantes se encontraba en el suelo con sus dos agresores introduciéndole unos trapos en la boca para que no gritara. Rápidamente, Joan le puso unos grilletes. Sabía bien cómo hacerlo, los había sufrido demasiadas veces en la galera.

En aquel momento entró desde el patio Andrea, que, al comprender lo que ocurría, lanzó un grito al tiempo que buscaba su espada. Llegó tarde porque Niccolò le clavó la suya en el hombro. En unos instantes estaba también en el suelo con unas argollas que le ataban las manos y unos trapos taponándole la boca.

—¿Quieres vivir? —le preguntó Joan. Su daga presionaba la garganta de Simone, que iba recuperando la conciencia.

El negrero, con los ojos desorbitados, afirmó vigorosamente con la cabeza. Joan se dijo que aquel hombre, como tantos matones, al final resultaba ser un cobarde. Simone le produjo tal cólera el día que lo conoció que no pudo librarse de ella en todo el viaje y aquel era el momento de satisfacer su ira. Había pensado matarlo, pero al fin decidió no hacerlo si colaboraba, y así se lo dijo. El otro afirmó de nuevo con la cabeza.

—Ahora te quitaré los trapos de la boca para que puedas hablar. —Y lo hizo a la vez que le pinchaba el cuello con la daga—. Si gritas, te degüello.

—¡Por Dios y la Virgen! —le dijo el hombre en un susurro—. Mi hijo está herido y se desangra. Haré lo que digáis, pero hay que llamar a un médico. ¡Os devolveré los diez ducados!

—Es mucho dinero, pero no lo quiero —repuso Joan—. Dijiste la verdad y te lo has ganado. También dijiste la verdad en cuanto a las violaciones y vas a pagar por ellas. Si quieres que tu hijo viva, obedece en todo y cuanto antes termine, antes le podrás curar.

En poco tiempo los otros tres matones del establecimiento estaban encerrados en las jaulas para esclavos del sótano y Joan le tapaba de nuevo la boca a Simone para descargar sobre él, con puños y pies, toda la furia que le quedaba hasta perder el aliento. El esclavista soltaba gemidos ahogados, pero aquello no era nada en comparación con las torturas y mutilaciones que Joan imaginó al comprender el verdadero alcance del daño que aquel individuo les hizo a su madre y hermana. Además, Simone era para Joan el ejemplo del matón cruel e insensible y al golpearle imaginaba en él al odiado Felip, que se escapó del castigo a sus crímenes refugiándose en la Inquisición. Seguramente no le vería más, no le podría dar su merecido, pero ahora el negrero pagaba también por él.

Cuando agotó su rabia, Simone continuaba aún consciente a pesar de sus gestos de dolor.

—Ahora me toca a mí —dijo Niccolò arremangándose ante la sorpresa de Joan.

El hombre empezó a gimotear, estaba aterrorizado.

—¡Ah! —exclamó Niccolò con una sonrisa—. ¿Quieres decirme algo? Te quitaré un momento los trapos de la boca para que hables, pero si se te ocurre gritar, te rebano el pescuezo.

—Tened piedad —dijo entrecortado cuando fue capaz de hablar—. Ya basta, no puedo más.

—Entonces tendrás que devolver los diez ducados de oro —le dijo Niccolò.

—No los quiero —insistió Joan—. Dije que se los podía quedar.

—Mirad, Joan —repuso Niccolò—. Vos sois un español orgulloso y yo, un florentino práctico y con sentido de la justicia. No voy a dejar que se quede el dinero.

—Es suyo.

—Pues si es suyo, yo se lo robo. Ese miserable vive de robar vidas ajenas y quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón.

Y obligando al hombre a levantarse a patadas, le hizo mostrarle dónde guardaba su bolsa.

—Vaya, hay bastante más de diez ducados —comentó Niccolò sonriendo—. Me quedo el resto por las molestias.

Joan hizo reunir a todos los cautivos en el patio. Había más de tres docenas y la mayoría eran gentes de color entre las que se encontraban varias mujeres. En sus caras se leía la sorpresa y la incertidumbre.

—El que quiera escapar, que salga corriendo cuando yo le diga —les dijo Joan repitiéndolo en las principales lenguas que conocía.

Por si no le entendían, representó el mensaje con gestos. Le hubiera gustado poderlos llevar consigo en la galera, pero aquellos seres eran esclavos legales y se le hubiera acusado de robo de propiedad ajena. Por desgracia, no se podía transportar a las personas con la misma facilidad que los ducados que Niccolò le había arrebatado al esclavista.

Dudaba que la mayoría pudieran fugarse con éxito y lograr la libertad, pero al menos quien quisiera podría intentarlo. Antes de salir les quitaron los grilletes en el patio y les gritó:

—Todos fuera. —Y les hizo gestos vigorosos con los brazos. Los que parecían europeos, quizá genoveses, esclavizados por deudas o delitos leves, fueron los primeros en salir corriendo y los demás los siguieron llenando de repente la calle del Campo. La gente se apartaba asustada y los guardias de la Porta dei Vacca, reconociendo a los esclavos, salieron en su persecución. Detrás iban Joan y Niccolò andando tranquilamente hacia el puerto.

—¡Ah! —le dijo Joan a Niccolò mientras se quitaba los guantes manchados de sangre—. ¡Qué satisfacción da el trabajo bien hecho!

117

L
a navegación de vuelta no fue placentera y la galera tuvo que buscar refugio en la isla de Elba al encontrarse con una fuerte tormenta de otoño. Niccolò no estaba acostumbrado al mar y sufrió los vaivenes con mareos y vómitos constantes. No así los hijos de María, los pequeños Martí y Andreu, que pasado el primer mareo parecían viejos lobos de mar. Joan les contaba que a su edad ya iba a pescar en la barca del abuelo, que se llamaba
Gaviota
y que quería decir libertad. Los chicos escuchaban extasiados sus historias y se maravillaban al oír hablar sobre las ballenas, las islas Medas y el coral rojo.

Unos días antes eran solo los hijos de una esclava, una furcia de taberna, sin padre, ni familia, ni raíces, criadillos sometidos a los caprichos de sus amos y al maltrato de otros chicos. Ahora, además de su madre, tenían de repente una abuela que los mimaba y un tío con aspecto de caballero, fuerte y con espada al cinto, que los protegía y les hablaba de familia y tradiciones. Los chiquillos eran felices y ni la abuela ni la madre bastaban para frenar sus correrías por algo tan fascinante, y a la vez terrible, como era una galera. Joan se decía a veces que el mayor era hijo de un violador de niñas, seguramente del esclavista Simone o del hijo de este. Y en cuanto al pequeño, jamás le preguntaría a su hermana de quién era. Quizá ni ella lo supiera y no le importaba, porque los niños eran ahora parte de su familia.

Después de tantos años de inseguridad, rezando por ellas, sin saber si estaban vivas o muertas, con la esperanza y a la vez incertidumbre de encontrarlas, ahora se deleitaba al verlas cuidando con tanta solicitud de los niños. Se emocionaba con la expresión de felicidad de su madre al hablar a los pequeños y le recordaba su amoroso cuidado cuando también él era niño.

Las mujeres no se cansaban de darle las gracias y el joven se sentía abrumado.

—Le prometí a papá que velaría por vosotras —decía.

—¡Eras tan pequeño! —respondía la madre.

Joan se consideraba muy afortunado por el desenlace del viaje. Su deseo y su deber de rescatar a su familia habían pesado como una losa sobre su cabeza durante muchos años. De niño creía que de mayor sería capaz de todo y que las rescataría heroicamente. Luego, al crecer, viendo las dificultades que comportaba, se sintió muchas veces descorazonado y pensaba que nunca lo lograría. Pero aquel sueño infantil se hizo realidad.

Escribió en su libro: «Cumplí tu encargo, papá». Y al hacerlo notó las lágrimas en sus ojos al tiempo que sentía que se liberaba de aquella carga que por tantos años pesó en su conciencia. Al trazar aquella frase sobre el papel, Joan quería convencerse de que a través de la magia de las letras sus palabras llegarían al más allá. Ramón sabría al fin que su familia estaba a salvo y descansaría en paz.

Solo quedaba una cuenta pendiente que Joan jamás podría saldar: el castigo a Vilamarí por el asesinato de su padre y el mal infligido a su familia. La muerte del Tuerto no cancelaba aquella deuda de sangre. Porque comprendía que el desgraciado al que durante tanto tiempo odió no era más que un pobre diablo, como él también lo fue al cometer el mismo crimen en Sicilia.

Vilamarí era el origen de todo, el responsable. Sin embargo, Joan no fue capaz de vengarse, no pudo matarle cuando tuvo ocasión de hacerlo impunemente. Muy al contrario, le ayudó, salvándole la vida, y pensaba que haría lo mismo de repetirse la situación. Quizá nunca hubiera odiado tanto a nadie como al almirante, pero sentía algo más hacia él que no se atrevía a definir.

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