—Vamos, hombre. —Bajó la voz adoptando un tono confidencial—. Se sabe que asaltáis las costas catalanas y después de gozar de las mujeres las vendéis en Italia.
El hombre llenó su vaso de la jarra que el tabernero le trajo y miró fijamente a Joan. Después le espetó:
—¿Quién eres? —levantaba la voz—. Me estás tirando de la lengua, ¿verdad?
—Soy solo un joven que admira las hazañas de la flota y al que le gustaría embarcarse con vos.
—¿Conmigo? —Soltó una carcajada—. Qué pasa, ¿es que eres maricón?
—No, yo...
—O es que me quieres hacer hablar... —Y golpeó con el puño en la mesa.
—Pero si ya lo sé todo. —Joan quería calmarle—. Hasta sé que os ponéis un turbante y fingís ser moro cuando asaltáis los pueblos de la costa.
El ojo turbio por el vino del marino se abrió con sorpresa y alarma.
—Solo quiero que me digáis dónde vendéis a los cautivos catalanes en Italia.
—¡Maldito seas! —exclamó el hombre golpeando de nuevo la madera—. ¿Quieres que me vaya de la lengua y termine en la horca?
Buscó en su refajo y al instante un cuchillo de hoja ancha de un palmo de largo brilló a la luz del candil mientras se levantaba dispuesto a encararse al chico.
Joan había visto muchas peleas de taberna, estaba preparado para aquella situación y sabía que cuando un marino mostraba su acero, no era solo para asustar. Con toda rapidez se levantó y tomando su taburete lo interpuso entre el cuchillo y su cuerpo mientras gritaba:
—¡Asesino!
Lo hizo para llamar la atención de los taberneros. Quería que vieran al marino con el cuchillo en la mano mientras él aún no lo tenía. Pero aquella palabra era la que durante diez años soñó escupirle a la cara al tipo que tenía enfrente mientras le hundía en el cuerpo su puñal y vengaba a su padre. Pronunciarla hizo que brotara de su interior una rabia que le embriagó, se sentía borracho de furia. Odiaba sin medida a aquel hombre al tiempo que le temía. Sin embargo, en aquel momento su vida dependía de mantenerse frío y aprovechar lo mucho que había bebido su enemigo.
El marino le lanzó un tajo a la vez que sujetaba con su mano izquierda el taburete. El grito de Joan pareció convencerle del peligro que este representaba. Por un instante su ojo buscó los suyos y el hombre vio en ellos algo que disparó sus recuerdos.
Joan esquivó con facilidad la cuchillada, pero no pudo evitar que de un tirón el hombre le arrancara el taburete de las manos y lo lanzase a un lado. El chico desenvainó su afilada daga y con ella al ristre agarró su capa con la mano izquierda.
—¡Te cortaré la lengua, espía! —le gruñó el hombre.
—¡Asesino! —gritó de nuevo Joan.
Aprovechó el compás de espera en que ambos se estudiaban para darle vueltas a la capa alrededor de su brazo izquierdo sin dejar de amenazar al otro con su daga. De inmediato su enemigo cogió la jarra de vino con su zurda y se la lanzó. Joan esperaba lo que venía. Detuvo el golpe con el brazo protegido por su capa y de inmediato con el mismo brazo frenó la cuchillada que sabía le lanzaría y que iba dirigida al cuello.
Joan oyó el trueno de un disparo que venía de sus recuerdos y vio aquella cara sonriendo cuando su padre caía. Y después, cómo aquel hombre tiraba de los cabellos de su madre, pateándola sin misericordia. El miedo se convirtió en odio, en furia fría, en coraje. ¡Venganza!, le gritaba una voz interior. ¡Venganza!
Con toda rapidez, sin darle tiempo al otro a retroceder, lanzó adelante su daga y se la hundió en el estómago. El hombre abrió más su ojo, sorprendido y soltó un gemido. Al instante Joan, cubriéndose con su brazo izquierdo de cualquier movimiento de su oponente, sacó veloz el acero del cuerpo para clavarlo con toda su rabia un poco a la izquierda del centro del pecho. En el corazón. Extrajo su daga y la volvió a clavar con saña. Con un extraño suspiro el marino se desplomó y mientras caía, el muchacho le hirió de nuevo.
Joan sabía qué hacer.
—¡Asesinos! —gritó otra vez amenazando con su puñal ensangrentado a los marinos y tahúres que contemplaban con mórbida curiosidad la escena. Sorprendidos, dieron un paso atrás. No podía dejar que le apresaran. Amagó un ataque que los mantuvo a raya mientras giraba para colocarse de espaldas a la puerta. Nadie más desenvainó su arma y, arrinconados, le dejaron franca la salida. Aprovechó la ocasión para lanzarse a la calle y a la carrera se perdió en la oscuridad.
M
ientras corría por las calles oscuras, Joan fue tomando conciencia del desastre. No solo había matado al hombre que le podía dar información sobre el paradero de su familia, sino que acababa de perder la oportunidad de embarcarse en la flota y encontrar a Anna. Lo había estropeado todo. Además, los de Vilamarí no le perdonarían aquella muerte por mucho que él no hubiera iniciado la pelea. Fue afortunado al aprovechar la sorpresa para huir de los marinos. Se habrían vengado de inmediato y de perdonarle la vida en la taberna, el día siguiente habría colgado de uno de los mástiles de una galera como advertencia a la población civil de que los marinos de la flota eran intocables.
La venganza no le compensaba por la pérdida. ¿Qué haría ahora?
A su llegada a la fragua despertó al maestro Eloi para contarle lo ocurrido. El hombre se mostró muy preocupado.
—Esto es muy serio, Joan —le dijo—. No importa que él te atacara primero y que tú solo te defendieras. El almirante pedirá tu cabeza. No va a permitir que se diga que un menestral mata a uno de sus hombres y que se libra de ser ejecutado. No importa que el muerto fuera una mala persona y que estuviera a punto de matarte, querrá dar ejemplo y que todos los ciudadanos escarmentemos en tu cabeza.
—Lo sé, maestro —repuso Joan, cabizbajo—. Por eso salí corriendo.
—Aquí no estás seguro —continuó el hombre—. En las tabernas te conocen y antes de que amanezca enviarán un destacamento a prenderte y conducirte a la galera de Vilamarí. Allí serás juzgado y ahorcado.
Joan afirmó con la cabeza.
—¿Qué derecho les ampara para hacer eso? —preguntó el muchacho.
—El de la fuerza —repuso el maestro—. Y te aseguro que es más que suficiente. Pero nosotros, los ciudadanos libres de Barcelona, también tenemos nuestros derechos. Y fuerza. Hay que buscar un lugar donde puedas esconderte esta noche.
—El convento de Santa Anna está cerrado y no abrirá hasta el toque de prima, a la salida del sol. Solo me queda...
—No me digas adónde vas —le cortó el maestro—. Me basta con que lo sepa tu hermano.
Joan despertó a Gabriel y le contó lo ocurrido, desolado. Sí, había vengado a su padre, pero estropeando la oportunidad de conocer el paradero de su familia en Italia. No era un buen cambio.
—Yo quería matarle —le confesó entre lágrimas—. Aunque no en ese momento. Solo que cuando ese hombre me atacó, una mezcla de miedo y rabia se apoderó de mí. Le clavé hasta cuatro veces mi daga. Con una hubiera bastado, debí parar ahí. Pero no pude y la segunda cuchillada le mató.
—No te culpes, defendías tu vida —repuso su hermano—. Ahora tienes que esconderte. Y por Italia no te preocupes. Me alistaré en las galeras de Vilamarí en tu lugar y las encontraré.
Joan meneó la cabeza sin contradecirle. Su padre le encargó cuidar a Gabriel y no creía que el chico estuviera preparado para semejante aventura. Nunca lo estaría. Bajo ningún concepto iba a dejar que se embarcara. Él era el mayor y esa era su responsabilidad.
Le costó que los criados abrieran la puerta de la casa de Bartomeu, pero el mercader le acogió con sorprendida amabilidad. ¿Qué le traía allí a aquellas horas?
Cuando le contó lo ocurrido, el comerciante se espabiló de inmediato. Bartomeu había progresado mucho tanto en los negocios como socialmente en los últimos años y era uno de los treinta y dos consejeros que representaban a los mercaderes en el Concell de Cent, órgano rector de la ciudad.
—¡No vamos a permitir que ese corsario de Vilamarí dicte su ley en Barcelona! —dijo indignado—. No importa el número de galeras que tenga en el puerto y que goce otra vez del favor del rey.
Después miró a Joan:
—Pero quizá nos estamos precipitando, ¿no crees? El almirante aún no ha hecho nada, ¿verdad? Anda, ve a la cama y mañana veremos cómo componer este asunto.
Sin embargo, el almirante actuó justo como el maestro Eloi había anticipado. Del interrogatorio a los taberneros surgió la identidad de Joan y su paradero, y al amanecer una compañía de cincuenta ballesteros apareció en el taller, y lo registró de arriba abajo a la búsqueda del chico.
Aquello originó un fuerte altercado entre la ciudad y el almirante Vilamarí. Pero el gremio de los fundidores y por extensión todos los Elois se consideraban parte en el asunto, ya que el inculpado era un maestro del gremio y el almirante, por mucho que lo fuera de las galeras reales, no tenía derecho al registro de uno de sus talleres.
La disputa se elevó al infante Enrique Fortuna de Aragón, que lo último que deseaba era terciar en un altercado que involucraba a la ciudad, siempre combativa a la defensa de sus derechos, al mayor de los gremios de esta y al almirante de la flota del rey. Así que reunió a Bartomeu, en representación de la ciudad, a Eloi, delegado por su gremio en este asunto, y al almirante en su residencia de la calle Ancha, con el fin de que las partes negociaran un acuerdo.
El almirante Bernat de Vilamarí tenía unos cincuenta años, era alto, de ojos castaños, cejas pobladas, pómulos elevados, barbilla firme y la tez bronceada, algo inapropiado para un noble. Sus modales eran enérgicos y su indumentaria italianizante. Al ser el de mayor linaje entre los litigantes, habló primero:
—No dejaré sin castigo a un matón de taberna que asesina a uno de mis marinos —dijo—. Quiero que la ciudad me lo entregue para ahorcarlo.
—Joan no es ningún matón de taberna —aclaró ofendido Eloi—. Es un miembro respetable del gremio que os fabrica los cañones. La cofradía de los Elois hizo ya su investigación y hablamos con los taberneros. Vuestro marino perdió un buen dinero con los dados, bebió mucho y sacó su arma primero. El muchacho solo se defendió. El gremio le ha declarado inocente y lo protegerá hasta las últimas consecuencias.
Vilamarí pareció ponderar aquella información, quizá nueva para él. No podía tomarse a la ligera las palabras del representante gremial. Había enviado un escuadrón que entró por la fuerza en un taller de fundición sin encontrar resistencia. Pero los ciudadanos de Barcelona tenían el derecho y la obligación de poseer armas y de saber usarlas para defender a la ciudad y sus intereses. Y los regimientos ciudadanos se agrupaban alrededor de los gremios, que tenían cuadros de mando bien establecidos con formación militar. No contemplaba usar la fuerza de nuevo. En una lucha callejera, sus hombres tendrían las de perder.
—Además —intervino Bartomeu—, el chico no tiene aún veintitrés años, es menor y no puede ser ejecutado.
—Si es menor de edad, debe pasar primero por la vergüenza y después ser condenado a remar en galeras por el resto de su vida —afirmó el almirante.
—El gremio no consentirá eso —dijo Eloi—. Ha sido declarado inocente.
—Pues en el juicio que yo hago es culpable —insistió el almirante.
—Entonces debe tener un juicio independiente —concluyó Bartomeu con ánimo encendido—. Pero os advierto, almirante, que los taberneros declararán lo visto y el chico será absuelto.
—Mirad —respondió Vilamarí con un ademán ecuánime que pretendía relajar la tensión—, no puedo consentir que uno de mis hombres sea asesinado por un civil en una pelea de taberna. La flota espera un castigo ejemplar para el culpable. Es un asunto de honor. Si este no fuera nuestro puerto, si estuviéramos en un país extranjero, organizaríamos una acción de castigo donde murieran un par de villanos. O bombardearíamos la ciudad. Y no importa lo que digan los taberneros, ellos defienden a su cliente. Los marinos que estaban en la taberna dirán lo contrario.
—Ellos no lo vieron —interrumpió Eloi—. Jugaban a los dados en aquel momento.
—No importa lo que vieran —continuó el almirante—, sino lo que declaren. Además, nuestro hombre tenía cuatro heridas. Ese muchacho quiso matar, merece ser castigado.
—El chico se defendía —dijo Bartomeu.
—Pero no fue herido —le cortó Vilamarí—. Y él hirió cuatro veces.
—Un momento, señores —intervino el infante Enrique, que hasta el momento se había mantenido en silencio—. No voy a entrar en culpabilidades ni inocencias, pero os manifestaré la voluntad real. La flota será muy necesaria en los tiempos que se avecinan y el rey Fernando quiere que se respete su honor y que mantenga su moral alta. Tampoco quiere ofender a la ciudad. Espero no tener que dictar sentencia por mi cuenta en ese asunto y que acordéis una fórmula que contente los mínimos de cada uno, al tiempo que sea un castigo ejemplar.
—Pero... —Eloi quiso hablar.
—No hay más que decir —le interrumpió el infante—. Reuníos en otro lugar y otro momento y buscad una solución que, como representante del rey, me contente. Ese acuerdo será la sentencia que dicte.
Y se levantó despidiéndolos con un ademán.
Eloi cedió su voz a Bartomeu en la negociación, le disgustaban los aires de superioridad de la nobleza. El mercader, en cambio, era bachiller y su estamento social estaba mucho más cercano al de los nobles, pero la negociación era difícil a pesar del poder de la ciudad. Vilamarí tenía a su favor no solo la fuerza de sus galeras, sino la de las tropas reales del principado, pues contaba con el apoyo del rey y de su lugarteniente el infante Enrique de Aragón. Este era conde de Ampurias y por lo tanto amigo y vecino de Vilamarí en su posesión de Palau.
Bartomeu no dudaba de que si el infante Enrique se veía obligado a dictar sentencia, sería a favor del almirante y en contra de Joan. Y este sería ahorcado. Deseaba a toda costa salvar la vida de aquel chico al que quería como al hijo que nunca tuvo.
Los dos hombres congeniaron: el almirante era un hombre culto, herido desde hacía años por la magia del Renacimiento y, al estilo de Italia, gustaba de reuniones sociales en las que se trataba de literatura, poesía y filosofía. Por lo tanto, era también ávido lector. Su perfil guerrero, pirata en opinión de muchos, se suavizaba con su faceta intelectual. Las reuniones entre ambos fueron pronto cordiales, eran buenos negociadores, entendían bien las necesidades del contrario y el costo que satisfacerlas representaba a cada uno.