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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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De Augsburgo, el día primero de octubre de 1529,

el fiel observador de V.S.,

Q.

SEGUNDA PARTE

Un Dios, una Fe, un Bautismo

Eloi (1538)

A día 4 de abril de 1538

Habiendo sido interrogado en la cárcel de Vilvoorde y condenado a muerte por vía judicial, Jan de Batenburg se obstinó en su herejía, no siendo posible hacerle confesar en ningún momento la santa fe, sino que quiso morir en su perversidad.

Por las horribles matanzas y homicidios de los que no ha dado ninguna prueba de arrepentimiento, es más, habiendo mostrado incluso satisfacción y diabólica jactancia por ello, lo condenamos a muerte por decapitación, para ser luego su cuerpo quemado y sus cenizas aventadas.

Presentes los testigos que abajo suscriben:

Nicholas Buyssere, dominico

Sebastien Van Runne, dominico

Lieven de Backere

Chrestien de Ridder

Por Rijkard Niclaes, provisor

Capítulo 1

Vilvoorde, Brabante, 5 de abril de 1538

A ti, Jan. A tu degollamiento inmisericorde. A la multitud berreante que vomita toda clase de humores, entre quienes avanza lentamente el carro que te conduce cargado de cadenas hacia el patíbulo. Al vómito que sube a la garganta y a la fiebre que arde en las entrañas. A la Ramera de Babilonia mientras ahoga al loco David que ha engendrado en su sangre y en la de sus hermanos. Al horror incesante que se ha tragado nuestra carne. Al olvido, que ha erigido esta torre de muerte allende el cielo. Al final, un final digno de piedad, cruel final, un final cualquiera y definitivo. Lo he olvidado.

A ti, Jan, hermano, malvado sanguinario, rostro tumefacto que arrostra el odio y los golpes que llueven de todos lados. A ti, demonio emporcado por todas partes, con las ropas hechas jirones empapadas de sangre, un coágulo informe en vez de oído. A ti, cerdo que ha de ser desollado el día de fiesta, me escondo y te veo inclinar la cabeza sobre el tajo, gritando una vez más el insulto: ¡LIBERTAD!

He golpeado, depredado, matado.

La multitud descuartizaría con sus propias manos, el verdugo lo sabe y hace voltear el hacha en una especie de danza, prueba el filo, da tiempo a la sed de sangre a que suba a recubrirlo todo en medio de un fragor que no se diría terrenal.

He destruido, saqueado, violado.

Todos aquí son unos carniceros, igual que en todas partes. Todos echan pestes de algún hijo o hermano degollados por el diablo de Batenburg y por sus Armados de la Espada. No es así y, sin embargo, es la pura verdad. Lo he olvidado.

El hacha en alto, silencio repentino, cae. Dos, tres veces.

Un borbotón de vómito ensucia el calzado y la capa con los que me arrastro inclinado, se alza de nuevo el griterío, el trofeo es levantado chorreante, se han limpiado los pecados, las acciones nefandas pueden continuar.

Me matarán como a un perro. ¿De qué ha servido, de qué, de qué ha servido? Frío, dentro de la boca, frío, frío de abandono. Tengo que irme, estoy ya muerto. Tos, el brazo izquierdo me quema hasta hacerme enloquecer en la muñeca, hasta el codo, estoy ya muerto. Qué debo hacer.

El gentío se relaja, una fina lluvia, acurrucado entre banastas apiladas hasta muy arriba contra una pared. El culo sobre unos talones inestables.

Me colgarán de un palo, estoy acabado, todos los que he sido exigen mi muerte. O bien seré asesinado a patadas y con arma blanca en una oscura calle de mierda, lejos, Dios mío, me abandonan las fuerzas. En Inglaterra, lejos de este charco de sangre, en Inglaterra tal vez, cruzando el mar, o bien acabar en el mar el destino de este pingajo humano. Mis nombres, las vidas, Jan, bastardo, vuelve aquí, asesino. Devuélvelas, o llévate también lo poco que ha quedado.

—¡Comienza a cargarlas!

Hacia la puesta del sol, soy un montón de jirones mojados, paralizado dentro de una banasta de gruesos listones con un poco de paja encima.

—Voy a arreglar los caballos para la noche, luego vuelvo.

No puedo moverme, no puedo pensar, el fuego que ha extirpado la marca quema, quema. ¿Es así el final?

—Pero ¿qué coño es esto?, vaya con el pordiosero este, pero si das miedo, sal de aquí.

No respondo. No me muevo. Abro los ojos.

—¡Oooh! Madre de Dios, pero si parece muerto… Hay que joderse, tendré que enterrar a este pobre tipejo… Maldita sea.

Un muchachote alto con cara de imberbe, unos poderosos brazos, vuelto un poco de lado para no mirarme. Parado.

—Me estoy muriendo. No me dejes morir aquí.

Se sobresalta:

—Madre de… Pero ¿qué coño dices? ¿Qué? Tú no estás muerto, pero me das miedo igual, amigo, miedo.

—No me dejes morir aquí.

—Estás loco, yo no puedo cargarte. El amo me joderá vivo a zurriagazos, no tengo más que quince años, joder, y dime tú cómo me las arreglo yo para…

Me mira fijamente.

—¡Aaron! ¿Qué coño haces, es que te has dormido? Vamos, empieza de una puta vez, por favor, ¿o tengo que decírtelo en latín igual que los curas, bardaje?, sí, esa es tal vez la lengua que a ti te gusta. ¡Aaaaron!

En el terror de mis ojos se refleja el suyo, duda unos instantes, balbucea unas palabras inconexas, sí, sí, amo… Un momentito nada más, amo… me cubre con más paja seca, sí, un segundito y la carga está al completo, Aaron me carga, todo en su sitio, ata la banasta bien fuerte junto con las demás.

—¡Muévete, vamos! Que tengo que comer aún, cagar y descansar, cabezón, y cuando amanezca llevaremos ya un buen rato en pie, para irnos a Amberes, a aguantar a esos cabezas de huevo y a los descargadores del puerto. ¡Venga, muévete, Aaron!

Capítulo 2

Amberes, 20 de abril de 1538

—Aquí en Amberes se está bien, a uno lo dejan vivir, aquí mandan las guildas y se hace dinero, no como esos petimetres repeinados de los hidalgos y de los oficiales del Imperio, los mercaderes flamencos, que sí conocen el precio de las cosas, serían capaces de calcularte en florines hasta lo que vale Catay, o incluso el mundo entero, esos sí que saben de cuentas, menudas cabezas que tienen, no se parecen en nada a esos inútiles de los españoles, que no saben más que inventar nuevos tributos y dejar preñado a cualquier higo que se ponga a tiro de su pájaro.

Nos hemos encontrado por casualidad, al borde de una calle, fuera de la posada.

Se llama Philipp.

En un estado más miserable aún que yo: se jugó la pierna, dice, al ser reclutado para la guerra por los españoles, a quienes odia más que al mismísimo diablo. Philipp es un soliloquio interrumpido por violentas descargas de tos y gargajos tintos en sangre. Recorremos el muelle, empujados por el continuo circular de marineros y descargadores, una encrucijada de idiomas y acentos distintos. Nos cruzamos con un grupo de españoles, los yelmos relucientes y ovalados que les han valido el sobrenombre de «huevos de hierro». Philipp lanza un juramento y escupe.

—La otra noche una puta acuchilló a uno de ellos y se la han jurado. Los hijos de su madre harán correr la voz durante unos días y luego volverán para dejarse infectar por nuestras pobres hijas. ¡Y bien que les está! ¡Que la roña se los coma vivos a todos!

Naves cargadas de toda clase de bienes de Dios, alfombras enrolladas, sacos de especias, cereales.

Un chiquillo corre a nuestro encuentro, el paticojo lo agarra por el cogote y le murmura algo. Aquel asiente, se libera del agarrón y corre en dirección opuesta.

—Eres afortunado, el inglés está en la cervecería.

Un pequeño mostrador al aire libre, lleno de marineros, capitanes de navío en acalorados tratos, algún armador local, reconocible por la negra hopalanda, sin ninguna garambaina y de corte elegante. El paticojo me dice que me espere, se acerca a un tipo grueso que nos da la espalda y me señala a mí, hace señas para que vaya hacia ellos.

—El señor Price, contramaestre del
Saint George
.

Una leve inclinación recíproca. —Philipp dice que quieres un pasaje para Inglaterra. —Puedo pagar trabajando a bordo. —Son dos días de navegación hasta Plymouth. —¿No era Londres? —El
Saint George
va a Plymouth. No hay ni tiempo ni razón para pensárselo: —De acuerdo.

—Tendrás que encargarte de la despensa. Preséntate a la hora del embarque mañana a las cinco.

El camastro maltrecho de una posada que me ha indicado Philipp, en espera de que pasen las horas.

Plazas, calles, puentes, palacios, mercados. Gentes, dialectos y confesiones distintos. El recorrido de los recuerdos es accidentado y peligroso: siempre dispuesto a traicionarte. Las mansiones de los banqueros de Augsburgo las calles luminosas de Estrasburgo, las murallas inexpugnables de Münster… todo vuelve a la mente confuso, disperso. No era siquiera yo, eran otros, con nombres distintos y otro fuego en las venas. El fuego que ha ardido hasta el fondo.

Una vela apagada.

Una excesiva devastación a mis espaldas, en esta tierra que quisiera que el mar sepultara de una vez para siempre.

Inglaterra. Gran tipo ese Enrique VIII. Disuelve las órdenes monásticas y confisca todos los bienes de los conventos. Se pasa de la mañana a la noche comiendo y jodiendo y, mientras tanto, se proclama cabeza de la Iglesia de Inglaterra…

Un país sin papistas ni luteranos. Pues sí, y luego tal vez el Nuevo Mundo. Al final no importa dónde, pero lejos de aquí, de otra derrota, del reino perdido de Batenburg.

Del horror.

La imagen de la cabeza de Jan Batenburg rodando me asalta de noche y me impide conciliar el sueño, y tal vez ni siquiera la distancia pueda alejarme del fantasma.

He visto cosas que quizá solo yo puedo contar aún. Pero no quiero. Quiero ahuyentarlas de mí para siempre y desaparecer en un perdido agujero, volverme invisible, morir en santa paz, si es que me es concedido alguna vez un instante de paz.

Tengo mil años de guerra en la alforja, un puñal, una camisa y el dinero que servirá para zarpar. Es todo cuanto hará falta.

Poco antes del amanecer. Es hora de ir. Abajo en la calle no hay ni un alma, un perro me lanza una ojeada de sospecha mientras saca algo de entre unos restos. Recorro las desiertas calles orientándome gracias a las vergas que descuellan por encima de los tejados de las casas. En el barrio portuario me cruzo con un par de borrachos atiborrados de cerveza. Sus eructos resuenan desde lejos. El Saint George debe de ser la quinta de las naves.

Un alboroto repentino desde un callejón de la derecha. Veo con el rabillo del ojo a cinco tipos rodeando a un sexto, tratando de matarlo a golpes. Ello no me incumbe, aprieto el paso, los gritos del pobre hombre llegan ahogados por conatos de vómito y por los puñetazos en el estómago. Reconozco los yelmos en forma de huevo. Una ronda de españoles. Supero el callejón y entreveo los mástiles del Saint George. Por la pasarela de una de las naves amarradas descienden a todo correr una media docena de hombres, con arpones y fisgas en mano, vienen a mi encuentro. Calma. Pasan de largo y toman por el callejón, gritos en español, ruido de caídas. Mierda. Corro hacia mi nave, es allí, ya casi estoy, una zancadilla por detrás, me caigo y me doy de bruces contra el empedrado.

—Jodido cabrón, ¿pensabas salirte con la tuya, eh?

Un acento inconfundible. Otros huevos de hierro, aparecidos de quién sabe dónde.

—Pero qué coño…

Una patada en las costillas me deja sin aliento.

Me ovillo como un gato, más patadas, la cabeza, proteger la cabeza con las manos.

En el callejón libran una auténtica batalla.

Miro por entre los dedos y veo a los españoles sacar las pistolas. Tal vez alguno de los disparos sea para mí. No, se dirigen hacia el callejón. Disparos. Pasos a la carrera que se alejan.

El que la ha emprendido a puntapiés conmigo me pone la espada en la garganta.

—Levántate, miserable.

Debe de ser el único que sabe alguna palabra de flamenco.

Me pongo en pie y tomo aliento:

—Yo no tengo nada que ver… —carraspeo—. He de subir a bordo de la nave inglesa.

Ríe:

—No, debes dar gracias a Dios de que no acabes reventado como un perro, pues mi capitán ha dado órdenes de que solo os zurremos la badana.

La bota me golpea en la entrepierna. Me agacho y estoy a punto de perder el sentido. Todo da vueltas a mi alrededor, las vergas, las casas, los bigotes ridículos de ese bastardo. Luego unos brazos nervudos me alzan en peso y me arrastran.

El recorrido es confuso, malgastan golpes e insultos. Los sentidos están amortiguados, los miembros no responden ya.

Siento que la calle se desliza bajo mis pies, son dos lo que me arrastran.

Gritos desde las ventanas, objetos que caen, nos movemos más deprisa.

El de mi derecha es empujado, caemos. La cara dentro de un charco. Dejadme aquí. Los gritos van en aumento, hay gente al fondo de la calle, un carro atravesado para bloquear el paso: horcas. Los españoles se intercambian gritos incomprensibles. Levanto la cabeza: estamos acorralados contra un palacio, la calle se encuentra bloqueada por una barricada de la que llueven insultos. Alguien desde las ventanas lanza tiestos y perolas sobre los españoles. Uno de ellos está en el suelo desfallecido. El otro que me arrastraba está de pie de espaldas, pica en ristre. Trato de levantarme, pero las piernas no me sostienen, todo da vueltas. Está oscuro. Santo Dios…

La cabeza se hunde en una superficie blanda, debo de estar atado, no, muevo una mano, las piernas no responden, un pie, es como si las articulaciones pesaran quintales.

Soltadme. Las palabras se me quedan en la cabeza, de la boca sale saliva y algo sólido: un diente roto.

Abro un ojo y algo corre por mi pómulo. Un apósito me limpia la cara.

—Creía que no lo habías conseguido. Pero tu colección de cicatrices dice bien a las claras que eres un buen encajador.

Una voz plácida, con acento de aquí, una sombra desenfocada contra un ventanal.

Escupo coágulos de sangre y saliva.

—Mierda…

La sombra se acerca:

—Ya.

—¿Cómo he llegado?

Mi voz suena cavernosa y estúpida.

—En brazos. Te han traído esta mañana. Parece que todo enemigo de los españoles sea amigo de la gente de Amberes. No por otra razón estás vivo. Y estás también aquí.

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