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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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Decidir, ahora.

Ropas. Unas ropas menos asquerosas que estas y la bolsa llena de dinero al cinto.

Repto tras él, pegado a los árboles, hasta que dejo de oír el roce sobre la hierba.

Echo mano a la daga. Tal como me enseñó Elias, una mano tapándole la boca y sin dudar ni un instante. Le corto el gaznate antes de que pueda comprender qué pasa. Antes de que yo mismo pueda comprenderlo. Apenas un gorgoteo ahogado y esputa sangre y la misma alma por entre mis dedos. Freno su caída.

Nunca había matado a un hombre
.

Desato su cinto y cojo la bolsa, le quito el jubón y las mangas, hago un hatillo con todo ello en su capa. Y ahora andando, sin correr, sin hacer ruido, un brazo delante para protegerme la cara de los arbustos y de las ramas. El olor de la sangre en las manos, como en la llanura, como en Frankenhausen.

Nunca había matado a un hombre
.

Cabezas que saltan, gente que reza de rodillas, Elias, Magister Thomas reducido a un espectro…

Nunca había matado a un hombre
.

Me detengo, en la oscuridad más absoluta, las voces apenas si se oyen. Espada en mano.

Lo que debo hacer.

Abrir de par en par la boca del infierno para esos bastardos.

Vuelvo atrás, paso a paso, las voces cada vez más fuertes, más próximas, dejo caer el hatillo y la alforja, dos, a grandes zancadas, son dos, sin dudar ni un instante.

—Kurt, ¿dónde coño…?

Entro en el círculo de luz.

—¡Cristo!

Un golpe limpio en la cabeza.

—¡Mierda!

La hoja en el pecho, con todas mis fuerzas, hasta que se pone a vomitar sangre.

Una mano que se alarga hacia el arma demasiado tarde: un golpe en el hombro, luego en la espalda.

Se arrastra sobre los codos hacia la espesura, los gritos de un cerdo en el matadero.

Yo: cada vez más lento, encima de él. Empuño la daga con las dos manos, la hundo entre las costillas rompiendo sus huesos y su corazón.

Acabar con el horror.

Silencio. Solo mi jadear cálido, visible, en la noche, y el crepitar del fuego. Miro a mi alrededor: ni un movimiento. Ya nada.

¡He acabado con todos, Dios mío!

Capítulo 4

19 de mayo de 1525

Cabalgo, con la divisa de la infamia encima.

Es la divisa la que ha de protegerme ahora. Probablemente no sea más que una astucia, he de acostumbrarme, probablemente. Máscara de mercenario de la infamia, cuando la infamia triunfa, nada más.

He de acostumbrarme. Nunca antes había matado.

Un ocaso más matizando campos y colinas de reflejos purpúreos, haciendo más vagos los perfiles, disolviendo las certezas si es que quedaba alguna.

Muchas leguas recorridas, siempre al sur, hacia Bibra, a caballo de una débil esperanza. Los campos atravesados mostraban las señales del paso de la horda asesina.

Igual que los restos de una calamidad de los elementos: terrenos que no volverán a ser fértiles; hierros y toda clase de despojos de la tropa inmunda; algunos cadáveres pudriéndose, esqueletos de desdichados caídos por el camino; pequeños grupos de mercenarios lanzados desde quién sabe qué carnicería hacia una nueva incursión.

Tan pronto como la oscuridad se traga el horizonte y las últimas sombras, prosigo a pie por la espesura. Descubro entre los árboles unos resplandores en la lejanía: acaso otros vivaques. Unos pocos pasos más y un sordo ruido sale a mi encuentro. Caballos, fragor de corazas, reflejos de antorchas sobre el metal. Mi animal piafa, he de refrenarlo mientras busco cobijo detrás de un tronco. Me quedo a la espera, acariciando el cuello del caballo para aliviar el miedo.

El rumor es un río en crecida. Avanza. Cascos y armas centelleantes. Una horda de fantasmas pasa rápida a pocos metros de mí.

Al fin el fragor se hace más débil, pero la noche no vuelve a callar.

La luz más allá del bosque se ha hecho más intensa. El aire está detenido, pero las copas de los árboles ondean: es el humo. Me acerco hasta sentir un chisporrotear de leña que arde. Los árboles se abren de pronto ante la destrucción absoluta.

La aldea está envuelta en llamas. El calor me golpea en la cara, llueven pequeñas pavesas y hollín. Una tufarada dulzona, olor a carne quemada, me revuelve el estómago.

Entonces los veo: cuerpos carbonizados, formas indistintas arrojadas a la hoguera, mientras el vómito sube a la garganta, corta la respiración.

Con las manos firmemente aferradas a la silla, llévame lejos, zambulléndome de cabeza en la noche, huye del horror y del inmundo triunfo del infierno.

Capítulo 5

21 de mayo de 1525

Alrededor de la casa de postas, hay un intenso ir y venir de carros, cargados con el botín de la incursión en las aldeas: capitanes que vociferan órdenes en dialectos distintos; grupos de soldados parten en todas direcciones; trueques y compraventas del botín en medio de la calle, entre mercenarios más mugrientos que yo, y vagabundos que esperan las migajas. La otra cara de la devastación encontrada a lo largo del camino: retaguardias de una guerra sin frentes, el sumidero para la mugre de la carnicería.

El caballo necesita un descanso, yo una comida decente. Pero sobre todo tengo que orientarme, encontrar el camino más corto para Nuremberg y luego Bibra.

—No es conveniente dejar sin vigilancia un caballo en los tiempos que corren, soldado.

Una voz a la derecha, más al á de unas columnas de soldados de infantería que reanudan la marcha. Recio, mandil de cuero y altas botas cubiertas de mierda.

—El tiempo de entrar en la posada y te lo sirven para cenar… En el establo estará más seguro.

—¿Cuánto?

—Dos escudos.

—Demasiado caro.

—El esqueleto de tu caballo valdrá menos que eso…

El mercenario pagado y licenciado que vuelve a casa:

—De acuerdo, pero tienes que darle heno y abrevarlo.

—Mételo aquí.

Sonríe: calles atestadas, un negocio de oro.

—¿Vienes de Fulda?

El soldado que vuelve de la guerra:

—No. De Frankenhausen.

—Eres el primero que pasa… Cuéntame, ¿cómo ha ido? Una gran batalla…

—La paga más fácil de mi carrera.

El mozo de cuadras se vuelve y grita:

—¡Eh, Grosz, aquí hay uno que viene de Frankenhausen!

Salen cuatro de la sombra, toscas caras de mercenarios.

Grosz tiene una cicatriz que surca su mejilla izquierda y desciende cuello abajo, la mandíbula hendida en la que la hoja ha cortado el hueso. Ojos grises inexpresivos de quien ha visto muchas batallas, habituados al hedor de los cadáveres.

La voz sale de una caverna:

—¿Habéis matado a todos esos destripaterrones?

Respiro hondo para tragarme el pánico. Rostros que escrutan.

El soldado que vuelve de la guerra masculla:

—A todos.

La mirada de Grosz cae sobre la bolsa de los dineros que cuelga del cinto:

—¿Estabas con el príncipe Felipe?

Trago de nuevo saliva. No vacilar en ningún momento.

—No, con el capitán Bamberg, en las tropas del duque Jorge.

Los ojos permanecen inmóviles, tal vez dubitativos. La bolsa.

—Tratamos de alcanzar a Felipe para unirnos a los suyos, pero llegamos a Fulda demasiado tarde. Ya habían salido: ¡corría como un loco, el muy cabrón! Han pasado por Smalkalda, Eisenach y Salza a marchas forzadas, sin tomarse tiempo siquiera para pararse a mear…

Otro:

—Nos han tocado las migajas, algún saqueo aquí y al á. ¿Seguro que no hay ya ningún campesino al que cargarse?

Los ojos del soldado que ha exterminado a los campesinos en la llanura: vidriosos, como los de Grosz.

—No. Todos muertos.

Caratorcida sigue mirando fijamente, reflexiona sobre el negocio del momento: lo arriesgado que será hacerse con la bolsa. Son cuatro contra uno. Sin un gesto suyo los otros tres no se moverán.

Habla con aplomo:

—Mühlhausen. Los príncipes van a asediarla. Allí sí que se podrá hacer un gran botín. Casas de mercaderes, no de apestosos destripaterrones… Bancos, tiendas…

—Mujeres —añade con una risa maliciosa el más bajo a sus espaldas.

Pero Grosz, el cara de ogro, no se ríe. Tampoco yo, con el gaznate seco y el aliento que no se digna salir. Andarse con cuidado. Mi mano en la empuñadura de la espada, que pende del cinto junto con la bolsa de los dineros. Ha comprendido: el primer golpe sería para él. Le cortaría el cuello: puedo hacerlo. Puede leerlo en mi mirada.

Un estremecimiento apenas, como veredicto un parpadeo. No vale la pena arriesgarse.

—Buena suerte.

Se alejan, mudos, el ruido de las botas que se hunden en el barro.

El más gordo se sienta enfrente de mí, da unas buenas dentelladas a un muslo de cabrito, largos tragos de una gigantesca jarra de cerveza corren por su barba pringosa que, con la venda en el ojo izquierdo, casi oculta su cara. El jubón, raído y sucio, cubre a duras penas los muchos barriles de décadas a sueldo de todos los señores.

Durante una pausa el muy cerdo me interroga:

—¿Qué hace un señorito como tú en esta pocilga?

Boca llena que chorrea, se pasa una mano por encima de ella y luego eructa.

Sin mirarlo:

—El caballo debe descansar, y yo comer.

—No, señorito. ¿Qué haces en este culo del mundo de jodida guerra?

—Defiendo a los príncipes de los revoltosos… —No me da tiempo a continuar.

—Ah… Ah, esta sí que es buena, buena de verdad… por cuatro piojosos —masculla—, por una chusma de desharrapados. —Deglute—. Qué tiempos, simples chiquillos que defienden a los señores de la canalla campesina. —Eructa de nuevo—. ¿Sabes qué te digo, señorito? Que esta ha sido la más mierdosa de todas las mierdosas guerras que este único ojo bueno que tengo ha visto. El vil metal, compadre, nada más que el vil metal y negocios con esos cerdos de Roma. ¡Los obispos con todas sus barraganas e hijos que tienen que mantener! El vil metal, te lo digo yo, pues los príncipes, los duques, todos esos jodidos, no piensan en otra cosa. Primero se lo quitan todo a esos patanes, y luego nos mandan a nosotros a repartir leña a quien incordia. Tal vez yo soy ya demasiado viejo para todas estas sandeces. ¡Cabrones! ¡Pero esta vez hubiera habido que volver los cañones contra los príncipes y los lameculos del Papa, pues los destripaterrones bien que sacaron los cojones: quemaban los castillos con todas las bendiciones del cielo que hay en ellos, daban por culo a las condesas y les sacaban las tripas a los asquerosos curas!

Oh, no paraban de hablar de Dios, pero mientras tanto arramblaban con todo, y yo a punto estuve de sumarme a la rapiña también, pero al fin y al cabo sabía ya cómo iba a acabar la cosa, no hay suerte para los miserables. Y para nosotros los pocos dineros de mierda de siempre. ¡Esta va por ellos! —Se pedorrea, se carcajea, se sopla la jarra—.

¡Que les den por culo!

Dejo de comer, entre la sorpresa y el disgusto. El cerdo es la mar de simpático, y aunque habla como una cloaca odia a los señores. Me infunde moral: están hechos de carne y hueso, no solo de afilado acero.

—¿Tú dónde estabas? —le pregunto.

—En Eisenach, luego en Salza, y a continuación me harté de romperme los brazos sobre las espaldas de esos pobres. Un verdadero asco. Soy demasiado viejo ya para estas sandeces, tengo cuarenta años, joder, y veinte años de mierda encima. ¿Y tú, señorito?

—Veinticinco.

—No, no, ¿de dónde vienes?

—De Frankenhausen.

—¡La puta! ¿En medio del Juicio Universal? Las voces corren, no había oído nunca una cosa así.

—Pues así es, compadre.

—Y dime una cosa… ¿Ese predicador, ese profeta, bueno, ese cabeza dura, cómo se llama?… Ah, sí, Müntzer. El Acuñador. ¿Cómo ha acabado?

Cuidado.

—Lo apresaron.

—¿No ha muerto?

—No. Vi que se lo llevaban. Uno del pelotón que lo capturó me contó que había luchado como un león, que la cosa resultó difícil, pues los soldados estaban atemorizados por su mirada y sus palabras. Mientras se lo llevaban en el carro le oía gritar aún: «Omnia sunt communia!».

—¿Y qué coño quiere decir eso?

—«Todo es de todos.»

—Mierda, un buen tipo. ¿Y tú sabes latín?

Sonríe con sarcasmo. Yo bajo la mirada.

Capítulo 6

24 de mayo de 1525

Unas pocas horas de viaje y las colinas de la selva de Turingia eran ya un pálido reflejo en el gris oscuro del cielo a mis espaldas. No hacía mucho que había dejado atrás la fortaleza de Coburgo, directo a la posada del burgo de Ebern. Dos días de marcha aún, tres como máximo, por valles boscosos que la Alta Franconia comenzaba a abrir ampliamente frente a mí. Un largo camino, normalmente atestado de carros de vendedores entre el Itz y el Main. Aquella tarde en Ebern, el día después en Forcheim, para evitar las miradas indiscretas de Bamberg, luego Nuremberg y por fin Bibra.

Por primera vez he sentido que podré conseguirlo. Esta fatiga, que vuelve a atenazarme, la tenía ya olvidada, anulada por la fuerza de quien trepa más allá del borde de la derrota.

Ha venido a mi encuentro de lejos, mientras el cielo se colmaba de nubes: doliente, lacerante, trágica. La precedía un fino manto, mezcla de luz tenue y grisácea, con la lluvia ligera que vuelve inseguras la vista y la respiración, en la explanada del angosto valle, que confiaba dejar atrás a la puesta del sol.

Avanzaba lenta, tal vez algunas horas de camino a sus espaldas desde el rayar del día, tras una noche pasada a la luz de las estrellas quién sabe cómo, con la oscuridad insoportable de un viaje sin meta por delante.

No tenían carros, ni bueyes ni caballos. Alforjas sobre el hombro. Una oleada de hombres salvados, una inundación de miseria en dirección a las torres espléndidas de Coburgo.

La columna de humanidad diezmada se arrastraba, inerme, aplastada por la planta gigantesca del cielo. Un arrastrarse cansino de enseres, un gemido de enfermos bajo sucios vendajes, ancianos acomodados en parihuelas improvisadas. Letanías incesantes y llanto de niños entonando cantos de aflicción.

Solo algunas mujeres intentaban dar un sentido a la columna: dejaban repetidas veces las desordenadas filas para consolar a los heridos y darle ánimos para que siguiera adelante a quien se dejaba vencer por el peso de la desgracia; siempre con criaturas fuertemente asidas a sus espaldas, a los brazos o en el regazo, rostros trágicos y altivos.

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