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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Qualinost (9 page)

BOOK: Qualinost
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—¿Y Arelas? —preguntó Tanis. Al otro lado de las puertas, se escuchaban unos pasos impacientes; supuso que era Tyresian, que iba en su busca para iniciar la lección con el arco.

—Se produjo una..., una explosión —dijo Miral con voz queda, mientras retrocedía otro paso al ver que la puerta empezaba a abrirse—. Arelas resultó gravemente herido. Hice cuanto pude por él. Me dijo que viniera aquí, que su hermano encontraría un lugar para mí en la corte. ¿Te das cuenta? Incluso Arelas, que era tan buen amigo, sabía que mis habilidades como mago no eran lo bastante buenas para abrirme camino en la vida por mí mismo.

En ese preciso momento, Tyresian entró por la puerta mientras llamaba a gritos:

—¡Tanthalas Semielfo! Te estoy esperando para... —Al ver a los dos amigos se detuvo; luego desestimó la presencia del mago con evidente desdén, y reprendió al muchacho:— ¡Llegas tarde!

Tanis hizo caso omiso del furioso elfo durante un momento.

Y así fue como viniste aquí —dijo a Miral. El mago asintió.

Y aquí estoy desde entonces. He sido feliz... Más de lo que lo habría sido en Silvanesti, sospecho. Echo de menos a Arelas. Todavía sueño con él.

Pasando por alto que Tyresian estaba que echaba chispas, sumido en un iracundo silencio a sus espaldas, Tanis dirigió una mirada compasiva al mago mientras éste se alejaba por el corredor y se quedó observándolo hasta que lo perdió de vista.

—Mantén la cabeza erguida —espetó Tyresian—. Y no dobles ese brazo. Planta firme los pies. No apartes los ojos de la diana mientras le apuntas. ¡Por todos los dioses! ¿Es que quieres matar a alguien?

Se oyeron las risas de lady Selena. Era una elfa de porte regio, ojos violeta y cabello rubio oscuro, pero sus rasgos poseían una cierta dureza. Aun así, la gran fortuna que heredaría a la muerte de sus padres acrecentaba su atractivo a los ojos de muchos señores elfos.

Hacía dos horas que Tanis disparaba una flecha tras otra sobre unas balas de paja que Tyresian había ordenado colocar pegadas al muro del inmenso patio.

—De ese modo, tendremos la relativa seguridad de que no alcanzas con alguna flecha a algún cortesano que pasee por los alrededores —había dicho Tyresian, provocando nuevas risas en Litanas, Ulthen y Selena. Porthios estaba sentado en un banco contemplando a su primo con tal intensidad que casi garantizaba que Tanis fallara nueve de cada diez tiros.

—¿Podrías pedir a tus amigos que se marcharan? —había insinuado Tanis. El comentario hizo que Tyresian estrechara los ojos.

—No esperarás que, en una posible contienda, te dejen libre el campo de batalla con tal de que no te pongan nervioso unas cuantas miradas críticas, ¿verdad? —replicó el lord elfo.

Litanas resopló con desdén y Tanis sintió la sangre agolpada en las mejillas. Con excepción de Porthios, el grupo parecía estar divirtiéndose mucho con la actuación del semielfo.

Le dolía el brazo, y tenía los dedos insensibilizados. Se le cayó una flecha al suelo, y de nuevo enrojeció al sentir a sus espaldas las risas de los espectadores cuando intentó recogerla de la hierba sin que los dedos obedecieran sus deseos. A decir verdad, lo que le hubiera gustado hacer con los dedos habría sido cerrarlos en torno al cuello de Tyresian y apretar con todas sus fuerzas; tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para atemperar la rabia que lo embargaba. Lady Selena tenía una risa particularmente irritante, un gorjeo que subía hasta alcanzar una nota aguda para después descender al tono inicial. Aquel sonido era suficiente para ponerle los pelos de punta, pero tanto Litanas como Ulthen parecían encontrarlo arrebatador.

—No te servirá de mucho saber defenderte de un enemigo a cierta distancia si eres vulnerable frente a un oponente que esté a unos pasos —dijo Tyresian con tono arrogante.

«No me digas»,
pensó Tanis. El semielfo hizo un gesto de dolor cuando su instructor le puso una espada en la mano con brusquedad. Al punto, Tanis tenía que frenar con precipitación la arremetida de un Tyresian que esbozaba una mueca de ferocidad. Con gran habilidad, el elfo puso un pie tras las piernas del muchacho y le propinó un golpe en el pecho con la parte plana de la espada. Tanis cayó despatarrado en el suelo, y por poco no se hirió con su propia espada.

Se quedó tumbado, jadeante, zaherido por la risa estridente de la noble elfa y dolorido por la fuerza del golpe al caer; ni siquiera se atrevió a volver la vista hacia el banco de piedra donde el grupo de aristócratas se divertía a su costa.

De repente, la irritante risa de lady Selena se hizo más estridente.

—¡Se le han roto los calzones! —chilló, y estalló de nuevo en carcajadas.

Tanis bajó la mirada a sus polainas; en efecto, durante el fugaz combate, la espada había hecho un corte en la pernera derecha y, al caer, la rotura se había desgarrado más dejando a la vista buena parte de su muslo velludo. Una nueva risa se unió a las alegres carcajadas, y Tanis vio a Porthios limpiarse las lágrimas mientras se incorporaba, sacudía la cabeza, y conducía a sus amigos de regreso a palacio.

Tyresian se inclinó sobre el muchacho y, con un ágil gesto, tomó la espada de la mano de Tanis, saludó con ella al semielfo caído, y fue en pos de sus amigos. Hizo un alto al llegar a las puertas de acero, manteniéndolas abiertas con sus fuertes manos, y volvió la cabeza hacia el muchacho.

—Te veré mañana, semielfo —dijo, esbozando una mueca burlona.

Procedentes del vestíbulo, las risas de lady Selena hirieron los oídos de Tanis.

5

El reto

A la mañana siguiente, Laurana estaba en el patio cuando Tanis llegó allí con su arco, sus flechas y un humor muy acorde con el encapotado cielo gris. Miral le había dado la mañana libre, y el muchacho había decidido practicar hasta que Tyresian no encontrara nada por lo que criticarlo.

Pero estaba la hija del Orador, con un vestido verde, zapatillas recamadas con hilos de oro, y sus largos cabellos sueltos a excepción de dos gruesas trenzas que colgaban a los lados de la cara. Estaba sentada sobre el petril de un muro, balanceando las piernas, con una actitud que apuntaba la hermosa mujer que llegaría a ser, y la niña consentida que era ahora. El muchacho rezongó para sus adentros.

—¡Tanis! —lo llamó mientras saltaba al suelo de un brinco—. He tenido una idea fabulosa.

El semielfo suspiró. No sabía cómo actuar con ella. Tenía sólo diez años, y él treinta; es decir, que era una mocosa comparada con él. La diferencia de edad entre los dos era similar a la de una niña humana de cinco años con un muchacho de quince.

Sentía un gran cariño por la pequeña elfa, a pesar de que la chiquilla sabía muy bien el atractivo que ejercía sobre los demás y cómo aprovecharlo.

—¿Qué quieres, Laurana?

Estaba de pie frente a él, con los brazos en jarras, la barbilla alzada y un destello travieso en sus ojos verdes.

—Creo que deberíamos casarnos.

—¿Qué? —A Tanis se le cayó el arco. Mientras se agachaba para recogerlo, la pequeña le hizo cosquillas y, entre risas, le dio un empujón y los dos rodaron por el césped. Con actitud grave, el semielfo se puso de rodillas, la incorporó e hizo otro tanto—. Me temo que no funcionaría, Lauralanthalasa Kanan.

—Oh, vaya. Siempre que alguien me llama por mi nombre completo es que estoy en apuros —dijo con un mohín—. Aun así, pienso que deberías casarte conmigo.

Tanis se preparó para apuntar a la diana que continuaba recostada contra el alto muro de piedra, pero Laurana empezó a brincar delante del muchacho.

—Apártate, Laurana. ¿Es que quieres que te clave una flecha? Siéntate ahí —la reprendió mientras señalaba un banco a su izquierda, el mismo que habían ocupado lady Selena y los otros el día anterior. Para su sorpresa, la pequeña obedeció.

—¿Por qué no, Tanis? —inquirió enfadada, a la vez que el semielfo disparaba la primera flecha, que falló la diana y se estrelló en el muro medio metro por encima de las balas de paja y cayó al suelo.

—Porque todavía eres muy pequeña. Tanis encajó otra flecha en el arco y apuntó al blanco con los ojos entrecerrados.

Todo el mundo dice lo mismo —suspiró Laurana. La segunda flecha, por lo menos, acertó las balas de paja, si bien se hincó un metro a la derecha de la diana—. ¿Y cuando haya crecido?

—Entonces quizá yo sea demasiado viejo.

—No, no lo serás —replicó con firme terquedad; le temblaban los labios y las lágrimas amenazaban con desbordarse como las nubes tormentosas que cubrían el cielo—. He preguntado a Porthios cuánto vivimos los elfos, y me lo ha dicho. Tenemos tiempo de sobra.

—¿Le dijiste a Porthios que querías casarte conmigo? —inquirió Tanis volviéndose hacia ella.

—Desde luego —respondió con una sonrisa que le iluminó el rostro.

Ahora entendía la actitud fría con que lo trataba el heredero del Orador últimamente. No debió de gustarle lo más mínimo que su preciosa hermana fuera por ahí diciendo a la gente que quería casarse con el bastardo de palacio, pensó Tanis con amargura. Disparó sin pensarlo, y la flecha se clavó en la lona del bastidor, a pocos centímetros del centro del blanco. Otra flecha se hincó en la lona, entre la primera y la diana. Laurana había estado observando con atención.

—Muy bien, Tanis. ¿Entonces te casarás conmigo? ¿Algún día?

El semielfo se alejó hacia el muro para recoger las flechas. Cuando regresó, había encontrado el modo de acabar con aquella tonta conversación.

—Sí, Laurana —respondió—. Nos casaremos algún día.

—¡Bravo! —aplaudió entusiasmada—. Se lo diré a todo el mundo.

Se alejó corriendo y el semielfo la miró mientras salía del patio.

«Eso es, Laurana —
pensó—.
Ve y díselo a todos. En especial, a Porthios.»

* * *

Horas más tarde, aquella misma mañana, Tanis se encontró otra vez con su «prometida» cerca de la Sala del Cielo, hacia donde se dirigía con el propósito de despejarse un poco tras varias horas de practicar con el arco.

—¡Ah, aquí estás! —interrumpió sus cavilaciones la vocecilla jadeante.

El semielfo se volvió sobresaltado, y vio a Laurana que cruzaba la plaza a toda carrera, con los vuelos del vestido recogidos hasta las rodillas. El brillante tejido verde de su vestido contrastaba con la grisácea luz del mediodía.

En los últimos tiempos, Laurana tendía más a vestirse como una mujercita que con las ropas utilizadas por los niños, más apropiadas para los juegos. Tal vez el nuevo estilo se debía al estricto decoro de la corte, si bien Laurana, a fuerza de ser sinceros, parecía dar menos importancia a las complicadas reglas de la etiqueta y protocolo social que cualquier otro elfo de rango inferior. Probablemente, había perdido aquella naturalidad al crecer, pensó con un suspiro el semielfo, que de repente se sintió muy viejo.

—Vamos, apresúrate —parloteó la chiquilla—. ¡Gilthanas ha dicho que lo vio encaminarse a la plaza!

—¿A quién?

—¡Al maestro Fireforge! —respondió Laurana, como si la sorprendiera que su primo no lo supiera.

Tanis rezongó por lo bajo. Presenciar otra sesión de intercambio entre los niños y el fabricante de juguetes no era lo que más le apetecía en ese momento, pero Laurana le agarraba la mano con firmeza y no tuvo más remedio que acompañarla.

En efecto, el enano se encontraba allí cuando llegaron a la plazuela, rodeado de alegres chiquillos; Laurana se sumo al alborotador grupo. Tanis suspiró y se quedó aparte como de costumbre, cerca de los árboles. Poco después, el enjambre de chiquillos se esparcía para experimentar con los nuevos juguetes. Laurana estaba arrobada con el regalo que le había dado el enano, un pequeño pájaro con alas de papel que planeaba al lanzarlo al aire. Tanis se metió las manos en los bolsillos y dio media vuelta para marcharse.

—¡Un momento, muchacho, quédate ahí! —dijo una voz áspera a sus espaldas. Tanis, sobresaltado, dio un respingo cuando una fuerte mano se posó en su hombro—. Esta vez no te escapas.

El semielfo giró sobre sus talones y se encontró cara a cara con el enano. Las pupilas del maestro Fireforge relucían como si fueran dos trozos de acero pulido. Tanis no supo qué decir, por lo que guardó silencio a pesar de que sentía el corazón saltándole en el pecho.

—Veamos —comenzó el enano con voz calma—. Sé que un simple juguete no basta para que algunas personas olviden sus preocupaciones. —Lanzó una mirada pensativa a los alegres chiquillos—. Ojalá fuera así de fácil para todos. Volvió de nuevo los ojos hacia Tanis—. Pero, aunque eso no se puede cambiar, quiero darte una cosa, de todos modos.

Ofreció un pequeño paquete al semielfo, y Tanis se encontró cogiéndolo con manos temblorosas.

Sin saber qué otra cosa hacer, manipuló con torpeza la cuerda que lo ataba, y, por fin, el nudo se soltó. Miró el objeto que tenía en la mano y sintió un nudo en la garganta. Eran dos peces de madera, tallados con minuciosidad. Colgaban de unas cadenitas doradas sujetas a los extremos del aspa que formaban dos finas barras, y que iban montadas sobre una base de madera tallada de manera que imitaba el lecho rocoso de un arroyo.

—Trae —dijo con tono quedo el enano—. Déjame que te enseñe cómo funciona.

Flint empujó con suavidad el aspa, que empezó a girar. Los peces dieron vueltas y vueltas en torno a la base, balanceándose de las finas cadenas. Daba la impresión de que estuvieran nadando, libres y gráciles, sobre la palma de la mano de Tanis.

—Si te violenta recibir un juguete de regalo, considéralo como una «talla de madera» —sugirió el enano, mientras guiñaba un ojo.

—Es precioso —susurró Tanis, y una fugaz sonrisa le iluminó el semblante.

* * *

Tanis, que había colocado sobre el petril de un muro lateral la talla de madera, aguardaba en el patio de palacio aquella tarde cuando llegó Tyresian, acompañado otra vez por Selena, Ulthen y Litanas. Unos momentos más tarde, Porthios cruzaba las puertas dobles de palacio. Justo en ese momento, una gota de lluvia cayó sobre uno de los senderos que surcaban el jardín, y Tyresian, que vestía una túnica corta de color semejante a las nubes tormentosas, lanzó una mirada irritada al cielo encapotado.

—Creo que será mejor que cancelemos la clase de hoy —dijo el lord elfo, y sus compañeros, salvo Porthios, mostraron su desilusión con gruñidos.

El heredero del Orador se limitó a contemplar con actitud severa al grupo; sus finas cejas estaban fruncidas y su rostro exhibía la habitual expresión ceñuda.

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