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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Qualinost (4 page)

BOOK: Qualinost
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La niña, cuyas orejas puntiagudas apenas asomaban entre la espesa mata de cabello dorado, sacó una cadena que colgaba de su cuello; en el extremo se balanceó una hoja de álamo perfecta, que relució con la luz dorada. A pesar de parecer natural, como si acabara de arrancarse del árbol, la hoja estaba hecha de plata y esmeraldas, y estaba realizada con tal maestría que no se diferenciaba de una real á no ser por los destellos que emitía y que se reflejaban en la faz ensimismada de la niña.

El enano dio un respingo; el movimiento lo hizo eructar, y la chiquilla soltó otra risita.

—Hice esa hoja hace seis meses —exclamó Flint, mientras se tragaba el último bocado de
quith-pa—.
Se la vendí á un elfo que estaba de paso en Solace.

—Mi enviado —explicó el Orador. Flint abrió la boca para decir algo, pero Solostaran alzó una mano—. La hoja es perfecta. Ningún otro árbol es más amado por un elfo que el álamo. Decidí buscar al artista capaz de reflejar ese sentimiento en su obra. Y descubrí que el artífice no era un elfo, sino un enano. —El Orador se dio media vuelta, pero al punto se detuvo—. Debes de estar agotado por el viaje. Miral te conducirá á tus aposentos —dijo.

Solostaran observó al enano y al mago mientras abandonaban la sala. Habían transcurrido muchos años desde que se había visto tal imagen por última vez en Qualinost. Demasiados. Últimamente se vivían tiempos turbulentos. Parecía que fue ayer, en lugar de treinta años atrás, cuando una banda de desalmados había asesinado á su hermano Kethrenan. Y tales asaltos no habían cesado.

—Amistad... —repitió Solostaran, como un eco á sus propias palabras pronunciadas con anterioridad. El mundo sería mejor con un poco más de amistad.

* * *

Las calles de la ciudad elfa discurrían bajo los pies de Flint. Antes de que lo condujera á su aposento, el enano le había pedido á Miral que lo llevara á alguna parte para ver algo más de la ciudad. El elfo lo había conducido por las enlosadas avenidas flanqueadas por edificios de mármol o cuarzo rosa, cuyos cristales descomponían la luz en un abanico de colores.

Álamos, robles y piceas rodeaban los edificios, de manera que las casas de Qualinost parecían también algo vivo, con las raíces profundamente arraigadas en la tierra. En las plazas burbujeaban fuentes, donde los elfos —las mujeres ataviadas con sutiles tejidos plateados, y los hombres con calzas de color verde musgo— departían en voz baja o escuchaban la música de flautas y timbales. El aire era cálido y transparente, tan agradable como una brisa estival, a pesar de que el invierno apenas había terminado y sus frías garras aferraban todavía los campos.

Mientras Flint observaba estás escenas, el sol descendió en el horizonte, y sus últimos rayos del ocaso, combina dos con los tonos rosas del cuarzo vivo, bañaron la ciudad con una luz rúbea. Las baldosas azules y blancas del pavimento adquirieron un tinte púrpura. El aroma á
quith-pa
recién horneado y a venado asado impregnaba el ambiente, y pocos fueron los elfos que estuvieran demasiado ocupados para no salir á las puertas de sus hogares o de sus establecimientos para disfrutar del bello crepúsculo.

El perfume de los árboles en flor aún le resultaba algo cargante al enano, pero Flint decidió pasarlo por alto.

Miral lo condujo á una callejuela que subía en arco por una elevación situada en el centro de la ciudad. La angosta vía terminaba en una plaza gigantesca, la Sala del Cielo, cuyas paredes eran los pálidos troncos de los álamos que crecían a su alrededor, y cuyo techo era la bóveda azul del firmamento.

—¿Esto es una sala? ¡Pero si no tiene techo! —se extrañó el enano cuando Miral le dijo el nombre del lugar. El elfo esbozó una sonrisa.

—El cielo es su techo, como decimos nosotros, si bien algunos piensan que en el pasado hubo un tiempo en el que se alzó aquí una sala donde se guardaba algo de valor incalculable. Existe el mito de que Kith-Kanan hizo que el pabellón se encumbrara a los cielos para proteger lo que custodiaba. —Asumió una expresión melancólica y aspiró hondo el aire cargado del perfume a flores—. Se dice que quienquiera que encuentre esa edificación alcanzará la gloria

—Que no es moco de pavo —comentó el enano.

Miral lo miró de reojo y, tras una pausa, se echó a reír.

Los dos hombres contemplaron en silencio Qualinost, que empezaba a desdibujarse a medida que el ocaso llegaba a su fin. En los hogares elfos surgieron los puntos luminosos de lámparas tras las ventanas acristaladas, algo poco corriente en las viviendas de otras razas.

Desde la Sala de Cielo, enclavada en el corazón de Qualinost, Flint divisaba gran parte de la milenaria ciudad. En cada uno de los cuatro vértices, asomando por encima de las copas de los árboles, se alzaban sendas torres esbeltas, enlazadas entre sí por cuatro gráciles puentes que se elevaban en un arco sobre el suelo. Los delicados puentes semejaban sutiles hilos de araña que relucían aun sin estar presente el sol. A pesar de su frágil apariencia, Flint sabía que eran tan resistentes que soportarían el peso de un ejército, y la emoción oprimió el corazón del enano ante aquella muestra de la maestría de sus artífices, los antiguos enanos. Se preguntó si Krynn volvería a conocer semejante grandeza. Hacia el norte, en la cima de otra colina, se erguía la Torre del Sol, tan alta que Flint tuvo la convicción de que, si alguien se subía al techo, no tendría más que extender la mano para tocar el cielo. Prueba de la gran altitud de la Torre era que en su dorada superficie siguió reflejándose la luz del sol mucho después de que el astro se hubiera metido tras los edificios más bajos, en vueltos ya en sombras.

—¿Viste los dos ríos? —preguntó Miral, señalando las dos profundas torrenteras que discurrían por el este y el oeste de la ciudad. Flint rezongó por lo bajo. ¿Que si los había visto? ¡Por Reorx! Había tenido que cruzar uno de ellos por encima de un puente bamboleante que, por las apariencias, no podía soportar el peso de un palomo y mucho menos el de un corpulento enano. El recuerdo de aquel profundo y rocoso barranco abierto a sus pies todavía le ponía la piel de gallina.

—El que está al este se llama
Ithal-enatha,
el río de las Lágrimas —explicó Miral con voz queda—. El otro es Ithalmen, el río de la Esperanza. Sus cursos confluyen al norte, más allá de la Torre, para desembocar en el río de la Rabia Blanca, y, posteriormente, en el mar.

—Unos nombres muy peculiares —dijo Flint con un gruñido.

—Sí. Y muy antiguos. Se los impusieron en la época en que Kith-Kanan y su gente atravesaron los bosques de Qualinesti. Representan las lágrimas derramadas durante la Guerra de Kinslayer, y la esperanza del futuro que los aguardaba cuando finalizó el conflicto.

El compañero del enano se sumió en el silencio, y Flint agradeció su mutismo para así disfrutar de ese momento le paz, con la mirada perdida en la ciudad extendida a sus pies. No obstante, el instante mágico llegó a su fin. Era hora de regresar.

Miral acompañó a Flint al palacio del Orador, situado a1 oeste de la Torre del Sol; poco después, el enano se encontraba en lo que sería su alojamiento temporal, una estancia de techos altos y suelos de mármol, tres veces más grande que su casa de Solace. El mago le informó que tenía tiempo para descansar y asearse, y le señaló una puerta que se abría a un cuarto pequeño en el que había una tina llena de agua perfumada. El elfo se marchó tras anunciarle que pronto le servirían alimentos y cerveza; ni una gota de vino de frutas elfo, por supuesto.

—¡Un enano en Qualinost! —se repitió a sí mismo Flint una vez más, con un resoplido.

Mientras pensaba que el gusto elfo referente a perfumes y a vinos distaba mucho del suyo propio, se despojó de la túnica y se metió en el baño perfumado para quitarse la suciedad y el polvo del camino.

Cuando, poco después, un sirviente elfo entró en la estancia con una bandeja en las manos, se encontró al enano arrebujado en una bata de color rojizo, despatarrado sobre la cama, y roncando plácidamente. En silencio, el sirviente dejó sobre una mesa la bandeja con cerveza, lonchas de venado asado y patatas cortadas en cuadraditos; apagó las velas que iluminaban la habitación, y dejó al enano dormido, soñando.

2

Guardaos de la oscuridad

El hombre, cuando soñaba, se veía a sí mismo como un niño, no como un adulto. Soñaba que era un pequeñín de caminar bamboleante, parado ante la boca de un túnel. Alrededor de la oscura abertura había mármol, mosaicos y cuarzo, antaño brillantes y pulidos, pero ahora sucios por el paso del tiempo y el desuso. Un árbol pequeño —no un álamo, ni un roble, o ninguna otra clase que el niño hubiera visto en su corta vida— crecía entre la piedra, junto a la entrada del túnel. El pequeño encogió la nariz al percibir el olor a humedad y —sus ojos se abrieron de par en par— ¡a canela! Canela y el azúcar en polvo untados en
quith-pa,
la merienda favorita del niño. Tenía hambre y estaba cansado tras pasar el día al aire libre.

La voz de su madre lo llamó desde la fronda del cercano bosquecillo, la sagrada zona forestal próxima al centro de Qualinost. El pequeño permaneció inmóvil, indeciso, ante la boca del túnel, sin soltar el muñeco de trapo, un dragón, que su gordezuela mano sujetaba con fuerza. El día anterior esta cueva no estaba allí, pensó el niño, pero ahora sí. Todo es posible en el mundo infantil, y el niño jamás había experimentado el miedo.

Una
presencia
le hizo señas desde el interior para que se acercara. Quizá quisiera jugar con él; sus hermanos mayores no le hacían caso, pues siempre estaban muy ocupados con importantes asuntos que no eran incumbencia de los pequeños. Su madre lo llamó otra vez, con un deje de temor en la voz.

El chiquillo vaciló. ¿Sería el juego, en el que el bebé se escondía y mamá lo buscaba? ¿Qué mejor sitio para esconderse que este precioso túnel? El cuarzo, el mármol y el mosaico relucían ahora como si la
presencia
mágica los hubiera abrillantado en un visto y no visto.

La madre ordenó que saliera de su escondite, de inmediato. En caso contrario..., advirtió.

Aquello lo decidió. El niño entró corriendo en la cueva. Y, en el mismo instante, durante el breve momento de duda en medio de las tinieblas del túnel, crecieron enredaderas de la húmeda tierra; cayeron piedras desprendidas que cegaron la boca del túnel, y cortaron el paso de la luz del atardecer. Segundos después, la entrada había desaparecido.

El pequeño se quedó inmóvil, sin saber qué hacer, con la mira a fija en el montón de cascotes que antes había sido la boca del túnel. Quería salir de allí, pero ya no había salida. Ni había luz. Ni olor a canela.

Sólo había un túnel.

El hombre se despertó, sacudido por los sollozos.

3

Flint se instala en Qualinost

AÑO 288 D.C

FINALES DE VERANO,

Flint estuvo muy ocupado durante las semanas posteriores a su viaje a Qualinost. Hoy, como casi todos los días, el enano se dirigió a la Torre del Sol, y aguardó apenas unos momentos junto al guardia en el frío corredor, ante la cámara del Orador, antes de que el señor elfo le diera permiso para entrar.

Aun hoy, tras haber vivido varios meses en Qualinost, el esplendor sin par de la cámara del Orador conmovía el alma de Flint. Los Enanos de las Colinas, al igual que los elfos, se sentían muy unidos a su entorno natural. La luz penetraba a raudales a través de las paredes transparentes —extravagantes paredes de cristal— que hacían que el paisaje arbóreo del exterior de los aposentos privados semejara una extensión más de la propia cámara.

En las últimas semanas, los frutos de perales y melocotoneros habían doblado con su peso las ramas, y las manzanas habían adquirido un llamativo color rojo. Los aposentos de Solostaran estaban decorados con sobriedad. Las paredes de mármol blanco surcado con vetas grises contrastaban con los antepechos de cuarzo rosa. Las antorchas, carentes de utilidad por la claridad que inundaba la estancia durante el día, permanecían frías y apagadas en los hacheros de hierro. A un lado de la cámara había un escritorio con el tablero de mármol; detrás, en un sólido sillón de roble situado de manera que su ocupante tuviera buena vista tanto de la puerta como del exterior, se encontraba el Orador. Las vestiduras de Solostaran, de un tono verde profundo, ponían la nota de color más llamativa en la cámara, y su innata actitud de autoridad captaba la total e inmediata atención de quienquiera que entrara.

—¡Maestro Fireforge! —saludó el Orador mientras se incorporaba; un destello risueño iluminó sus verdes ojos—. Adelante. Como siempre, tu presencia es una agradable justificación para hacer un alto en los asuntos de Estado. —Señaló con un ademán un cuenco de plata lleno de frutos secos escarchados, albaricoques en conserva, rodajas de manzana, cerezas y otras clases de fruta, que habían crecido, sin duda, en el jardín exterior, a escasos metros de la cámara—. Sírvete, amigo mío.

Flint declinó su ofrecimiento, y manipuló con torpeza varios pliegos de pergamino, procurando que no se le cayera ninguno en el suelo de baldosas de mármol negras y blancas. Por fin, logró reunirlos en un montón y los puso sobre el escritorio del Orador haciendo caso omiso de las arrugas del papel. Como era habitual, Solostaran acogió con exclamaciones los diseños trazados con carboncillo, y seleccionó varios de entre los muchos que le gustaban.

El Orador parecía estar algo distraído hoy, si bien su conversación resultó tan afable como siempre.

—Como he dicho a menudo, eres un excelente artesano, maestro Fireforge —comentó.

Durante varios minutos, los dos hombres discutieron el diseño de unos hacheros nuevos para los aposentos del Orador, y si Solostaran los prefería con el habitual acabado en negro o con un pulido final para abrillantar el metal. El Orador seleccionó una combinación de ambas opciones. De improviso, sonó una llamada en la puerta. Era Tanis. Avanzó hacia el escritorio con unos movimientos carentes de la notoria gracia de los elfos.

—¿Deseabas verme, Orador? —preguntó el semielfo a Solostaran.

Tanto sus rasgos como la actitud desmañada y la desproporción de las extremidades denotaban esa edad crítica del adolescente que aún no se ha hecho hombre; parecía estar a caballo entre dos mundos por doble partida: elfo y humano, niño y adulto. El enano reparó en que no tardaría mucho en tener que afeitarse. Otra evidencia más de su mestizaje humano. Flint se estremeció al imaginar lo que se le avecinaba al semielfo con algunos de aquellos elfos barbilampiños. Tanis llegó ante el escritorio del Orador y saludó con una leve inclinación de cabeza al enano, quien, a despecho de haber rechazado antes la invitación de Solostaran, masticaba una rodaja de manzana y guardaba silencio.

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