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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Qualinost (7 page)

BOOK: Qualinost
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—¿Es que intentas ser «uno de ellos»? —preguntó con un tono que rayaba en el menosprecio.

—Bueno... —Flint vaciló antes de proseguir—. Si estás en Qualinost, haz lo que hagan los qualinestis. Es lo que decía mi madre, o algo parecido.

El aire trajo el aroma a venado asado, y el estomago del enano rugió, pero Flint hizo caso omiso, a pesar de que se sentía hambriento y deseaba no haber iniciado esta conversación. La expresión del semielfo seguía siendo desdeñosa, si bien sus ojos parecían suplicar un gesto o una palabra de ánimo. Al enano se le ocurrió de repente que tal vez el desdén del muchacho no iba dirigido a él, sino a Porthios, Tyresian y los demás.

—No pierdas el tiempo, maestro Fireforge —dijo Tanis.

—¿Qué? —preguntó desconcertado el enano.

Tanis arrancó una pera medio podrida del árbol, la arrojó sobre el musgo y la aplastó con el tacón de su mocasín.

—No pierdas el tiempo —repitió—. Jamás te aceptarán. No aceptan a nadie que no sea exactamente igual que ellos.

Propinó una patada a la fruta aplastada y se alejó sin añadir una palabra más. Poco después, su figura se perdía entre los árboles.

Flint regresó despacio a su taller, cerró la puerta y guardó la bolsa vacía en el nicho. No sabía por qué, pero se le habían quitado las ganas de comer.

4

La lección

AÑO 288 D.C

PRINCIPIOS DE OTOÑO,

Tanis caminaba por las calles de mosaicos azules y blancos; las suaves suelas de sus mocasines apenas susurraban al rozar el suelo. Se maldijo a sí mismo por su estupidez. ¿Por qué había sido tan brusco con el enano? Flint Fireforge parecía tener buenas intenciones; ¿por qué no había respondido del mismo modo?

Sin apenas fijarse en la dirección que llevaba, Tanis se encontró en la Sala del Cielo, en pleno centro de Qualinost. Sobre el pavimento, bañado ahora con la luz del crepúsculo, había un mosaico inmenso que representaba un área de Ansalon en cuyo centro se situaba la ciudad elfa; el mapa detallaba las tierras abarcadas desde Solace y el lago Crystalmir al noroeste, hasta Que-shu, en el noreste, y Pax Tharkas al sur. Sin embargo, el semielfo tenía la vista prendida en un solo punto. Solace, el lugar de residencia del enano. ¿Cómo sería?

—Figúrate, vivir en una casa que está encaramada a un árbol —musitó; su susurro se perdió en el profundo silencio que reinaba en la desierta plaza. Pensó en los edificios de piedra elfos, en los que no acababa de desaparecer su frialdad. ¿Sería más cálida una casa de madera en lo alto de un árbol?

Propinó una patada a un trozo de mosaico suelto que marcaba la situación de la ciudad de Gateway, entre Qualinost y Solace; el fragmento de piedra salió lanzado girando sobre sí mismo. Arrepentido, y esperando que nade hubiera presenciado su tropelía cometida contra el sagrado mapa, recogió el trozo de mosaico, se arrodilló y lo colocó en su sitio. Luego se sentó en cuclillas y oteó el espacio abierto.

El fresco aire crepuscular traía el delicioso aroma de las cenas, y los cálidos ecos de las charlas en la mesa. Tanis se incorporó despacio y recorrió con la mirada la Sala del Cielo; a su alrededor, los capiteles de cuarzo rosa de los hogares elfos, jalonados de rectángulos iluminados por las lámparas, asomaban por encima de las copas de los árboles como los picos de los polluelos en un nido. La ciudad, con el perímetro ceñido por los puentes arqueados, con las últimas luces del día reflejadas en el oro de la Torre del Sol, ofrecía un espectáculo impresionante; era comprensible que los qualinestis opinaran que su ciudad era la más bella del mundo. ¿Pero cómo soportaban vivir y morir en el mismo sitio?

Tanis se preguntó si su insatisfacción tenía origen en su parte de naturaleza humana, heredada de su padre.

El muchacho alzó la vista al cielo; mientras lo contemplaba, éste se oscureció y las estrellas empezaron a aparecer sobre su cabeza. Pensó en el mito de que la Sala del Cielo había sido en el pasado un verdadero edificio, en el que se guardaba algún objeto valioso y único, y que Kith-Kanan, por medios mágicos, había hecho que objeto y edificio subieran al cielo, dejando sólo el mapa que había sido su suelo. Cuando era un pequeñín que apenas sabía andar, había oído decir a otros chiquillos que el centro del mapa era un «punto afortunado»; afirmaban que, si te ponías sobre él y deseabas algo con todas tus fuerzas, tu deseo se vería cumplido.

—Me gustaría subir allá arriba para contemplar ese lugar escondido en el cielo —susurró con fervor—. Me gustaría ver todo Ansalon. Me gustaría viajar, como Flint..., correr aventuras..., tener amigos...

Avergonzado, echó una mirada en derredor esperando que nadie lo hubiera visto u oído. No obstante, siguió esperando... Desde luego, no porque creyera en realidad que iba a aparecer un ser mágico que le concediera su deseo.

Por supuesto que no. Eso sólo era una fantasía infantil, impropia de un chico de su edad. Aun así, siguió esperando varios minutos más, hasta que la brisa que agitaba las hojas de los árboles le puso la piel de gallina, y le recordó que era hora de volver a casa.

O lo que se suponía que era su casa.

—La historia es como un río caudaloso —dijo el maestro a Miral a Tanis a la mañana siguiente.

El semielfo alzó la vista hacia el mago, aunque conocía lo bastante a su tutor como para saber que más valía no interrumpirlo para preguntar qué quería decir con eso. Mira, tenía por costumbre desarrollar su idea o hacer que el muchacho llegara a conclusiones por sí mismo, pero cualquier pregunta que le planteaba el semielfo recibía por toda respuesta el irritado gesticular del mago.

Hoy, sin embargo, en la mortecina claridad de los aposentos de Miral, en el palacio del Orador, el tutor se mostraba muy locuaz.

—Un río caudaloso —repitió—. Nace como un pequeño y claro arroyo, una voz solitaria que corre veloz por su cauce hasta fundirse con el agua de otros regatos haciéndose más y más grande a medida que se mezcla con otras corrientes, una y otra vez, hasta que las pequeñas voces de miles de arroyos entonan el rugiente canto del gran río. —Gesticuló con los brazos, arrastrado por el entusiasmo de su metáfora.

—¿Y? —urgió el semielfo, con los ojos abiertos de par en par, para no perder detalle a causa de la penumbra del cuarto.

Desde que tenía memoria, el muchacho no recordaba que el mago hubiera abierto las ventanas de la habitación. El exceso de luz, explicaba Miral, alteraba el potencial de las hierbas y especias que eran la base de sus escasos conocimientos mágicos. Además, la luz fuerte le hacía daño en los claros iris, casi albinos, por lo que Miral los resguardaba por costumbre bajo el grueso tejido de la capucha de su túnica, de un oscuro color bermejo. Tanis se había preguntado muchas veces por qué el Orador había designado a un mago como tutor de sus hijos; años atrás, Miral había impartido clases a Laurana, Gilthanas y Tanis; Porthios era demasiado mayor para tener tutor cuando Miral llegó a la corte. Pero ahora Laurana tenía una institutriz elfa. Por otro lado, Gilthanas y el mago nunca habían hecho buenas migas, y en la actualidad el hijo mejor del Orador sólo recibía clases de manejó de armas; de ello se encargaba, por cierto, Ulthen, otro de los amigos de Porthios, que pertenecía a una familia noble pero siempre andaba escaso de fondos.

Tanis, que apreciaba al excéntrico mago, había continuado con él; Miral era una de las pocas personas en la corte que no trataba al semielfo con fría cortesía. Quizá la diferente actitud del mago hacia él se debla a los muchos años que había estado ausente de Qualinesti, razonaba Tanis; aunque Miral era elfo, no había crecido rodeado de los de su raza. Una razón más para afirmarse en la idea de marcharse algún día de la ciudad elfa, pensó Tanis.

Miral señalaba con su huesudo índice al muchacho; la capucha le habla resbalado un poco hacia atrás y dejaba más al descubierto sus rasgos. Tanto las pestañas como las cejas, así como el cabello que le llegaba hasta los hombros y asomaba por el embozo, eran de un tono rubio muy pálido, bastante más que el de Laurana. Miral, con sus estanterías repletas de libros, sus pociones mágicas, su costumbre de hacer ejercicio puertas adentró recorriendo los corredores de la Torre por la noche —un hábito que suscitaba risitas y cuchicheos entre los jóvenes elfos—, tenía el aspecto malicento y enfermizo de quien pasa mucho tiempo a oscuras.

—El gran río —continuó Miral, y Tanis sacudió la cabeza para retomar el hiló de la conversación—, a su vez, fluye en el profundo y vasto mar. La historia es como ese mar.

El mago sonrió al advertir el desconcierto del semielfo; el gestó otorgó a sus facciones severas la apariencia de un halcón.

Y, aunque sea fácil estudiar los grandes océanos y ríos, es decir, las guerras y los acontecimientos importantes de épocas precedentes, a veces es más sencillo comprender el pasado escuchando la música de unos cuantos de esos pequeños arroyos, las historias de vidas individuales que, una a una, gota a gota, hicieron del mundo lo que es.

Inmerso en la retórica del mago, Tanis aspiró profundamente el aire cargado de la mezcolanza de olores que lograban escapar de los frascos repartidos por la habitación; sabía que, al final, Miral iría al grano. Cualquier otro joven noble habría sentido rechazó por estas clases; Tanis, por el contrario, aguardaba ansioso a que llegaran las horas que pasaba con Miral. Había otras materias de estudio, además de historia: escritura, los movimientos de los astros, las costumbres de las criaturas vivas. Al joven semielfo le interesaba todo por igual.

—Por ejemplo —dijo Miral, mientras se acomodaba sobre un gran cojín forrado con la piel curada de un ciervo e indicaba con un gestó a Tanis que se sentara en otro similar, más pequeño pero igualmente cómodo—. ¿Te he hablado alguna vez de Joheric?

El muchacho sacudió la cabeza en un gestó de negación, y el mago inició el relató.

—Como ya sabes, Tanis, los elfos son la encarnación del bien; fue la primera raza que existió en Krynn. —Tanis abrió la boca para decir que también las otras razas creían que ellas hablan sido las primeras, pero la mirada que le dirigió el mago fue suficiente para que cerrara otra vez la boca sin pronunciar una palabra—. A los elfos no los afectó tanto el pasó de la Gema Gris como a las otras razas, más débiles, pero...

—Háblame de la Gema Gris —lo interrumpió Tanis, con la esperanza de que la lección se alargara lo bastante para no tener que asistir a la clase de tiró con arco con Tyresian, concertada a primera hora de la tarde.

Miral le dirigió una mirada iracunda, y las sombras parecieron hacerse más densas en torno a la pareja, como si la intensidad de la luz reaccionara de acuerdo con el mal humor del mago.

—Ya te he hablado de la Gema Gris. Como iba diciendo... —El tutor reanudó su disertación con un tono duró en la voz—. La Gema Gris no nos afectó tanto como a las otras razas, si bien el pasó de la joya, que como sabes es la encarnación del caos, dio origen a perturbaciones por dondequiera que fue.

»
En Silvanesti, de dónde soy natural... —Esto era nuevo para Tanis, que se incorporó en el cojín, dispuesto a plantear una pregunta, pero volvió a reclinarse al dirigirle el mago otra mirada iracunda—. En Silvanesti, cerca de Silvanost, la capital, vivía un gran señor elfo con sus dos hijos, un varón llamado Panthell, y una chica, Joheric, más joven que su hermano. Como era costumbre en los tiempos anteriores a la Guerra de Kinslayer, el hijo mayor era el heredero del título paterno, de sus tierras y de su fortuna. La hija, Joheric, recibiría una dote lo bastante importante para que un joven noble se sintiera tentado a desposarla, pero no tenía derecho a ninguna de las posesiones de su padre.

—Dicho así, parece muy injusto —intervino Tanis. Miral asintió en silencio, y se arrebujó en la túnica.

—Lo mismo pensó Joheric —continuó el mago—. Esta situación la atormentaba, sobre todo al ser evidente que ella valía mucho más que su hermano. Las mujeres elfas, entonces como ahora, recibían entrenamiento en el manejo de armas; si bien, también entonces como ahora, su enseñanza era más ritual que práctica. Eran los hombres los que luchaban cuando la ocasión se presentaba.

»
En fin, Joheric era tan diestra con la espada que derrotaba a su hermano, Panthell, en los combates simulados que entablaban en los alrededores del castillo. Era más fuerte y más inteligente que su hermano mayor. Pero, al no ser la primogénita, sabía que al final vería pasar a manos de quien no lo merecía todo cuanto, en su opinión, habría debido pertenecerle a ella. Todo el mundo habría debido darse cuenta, razonaba, que Panthell era un mal guerrero, carente de todo discernimiento ético. Sabía que su hermano acostumbraba robar, que era cobarde y avaro; y, además, tenía muy pocas luces.

A Tanis le rugió el estómago, y el muchacho echó una ojeada al plato con
quith-pa
tostado que el mago había colocado sobre una mesa, fuera de su alcance. La noche anterior, el semielfo había llegado demasiado tarde para unirse a la familia del Orador en la cena; había estado dando vueltas a la conversación que mantuvo con Flint y se desveló; se quedó dormido ya de madrugada, y muy poco después tuvo que levantarse para tomar a toda prisa un frugal desayuno antes de reunirse con Miral.

Por fortuna, el mago supo interpretar el ronroneo de las tripas del joven y su mirada anhelante, y pronunció unas palabras conminatorias en un lenguaje extraño; a instancias de esta orden, el plato se deslizó sobre la mesa y llegó al alcance de Tanis. El semielfo murmuró una palabra de agradecimiento, untó mermelada de pera en una oblea de
quith pa
y se la metió en la boca. Miral reanudó el relato.

—La convicción de que sus aptitudes y su inteligencia
no
le servirían de nada incrementó de manera paulatina el resentimiento y la amargura de Joheric. Ansiaba entrar en combate y proporcionar honor y renombre a su casa. Poco después, la Segunda Guerra de los Dragones le dio esa oportunidad. Su padre, a pesar de las vehementes protestas de Panthell, lo obligó a unirse al ejército elfo. Joheric tuvo que permanecer en la casa familiar y practicó con la espada y el arco hasta estar segura de que sabría defenderse con honor. Transcurrieron así muchos meses sin que se tuviera noticia alguna de Panthell desde que había partido con su regimiento.

—¿Había muerto? —preguntó Tanis.

—Es lo que su padre temía. O que hubieran hecho prisionero a su hijo y heredero. Joheric se presentó ante su padre y juró encontrar a su hermano; juramento, por otra parte, que nadie tomó muy en serio puesto que, al fin y a la postre, era mujer y, además, muy joven, ya que contaba unos veinticinco años; más joven incluso que tú. Al abrigo de la noche, abandonó el castillo y recorrió los bosques de Silvanesti en busca del regimiento de su hermano.

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