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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Qualinost (3 page)

BOOK: Qualinost
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—Oh... Yo... Eh... Sí, gracias, señor..., majestad —balbuceó mientras se esforzaba por recordar qué pregunta le había hecho Solostaran. Sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas al ver que los cortesanos se ponían tensos y fruncían el entrecejo. El elfo que lo había escoltado hizo una reverencia y se alejó con pasos silenciosos. Flint tuvo la desoladora impresión de verse despojado de toda ayuda.

—¿Encuentras de tu agrado nuestra amada ciudad? —preguntó el Orador con cortesía.

Flint, que se sentía mucho más a gusto en su forja que entre lo que su madre habría llamado «compañía refinada», se encontró de nuevo sin saber qué responder. ¿Cómo expresar lo que había sentido al ver por primera vez la que sin duda era la ciudad más bella de Krynn? Los qualinestis imitaban la hermosura de su reino forestal construyendo sus hogares a imagen y semejanza de los álamos y robles de los bosques del entorno. Sin recurrir al ángulo de noventa grados que denotaba la mente humana, analítica en exceso, los elfos creaban viviendas tan variadas como la propia naturaleza. Casas y pequeños comercios cónicos, con forma de árboles, jalonaban las calles pavimentadas con mosaicos azules. Sin embargo, los edificios no eran de madera, sino de cuarzo rosa. Cuando la vio bajo la luz de la tarde, la ciudad relucía al reflejarse los rayos del sol en el cuarzo facetado. Perales, melocotoneros y manzanos en flor crecían en profusión. Incluso en el interior de la Torre del Sol se olía el aroma penetrante de los brotes florecidos.

—La ciudad es maravillosa, majestad —repuso por fin el enano.

El corazón le dio un vuelco cuando varios cortesanos dieron un respingo. ¿Qué había dicho? El Orador descendió de la tribuna y se agachó sobre el enano; Flint se mantuvo firme, aunque temblaba por dentro.

—Llámame Orador —dijo Solostaran con voz queda, a fin de que no lo oyeran los elfos que los rodeaban.

Flint asintió en silencio, y Solostaran se irguió otra vez. Sin embargo, un par de orejas agudas habían escuchado las palabras del Orador. Una risita, contenida de inmediato, hizo que el enano mirara a espaldas de Solostaran, cuyo semblante asumió una expresión de enfado. Tres jóvenes elfos... —mejor dicho, dos jóvenes elfos, pues el tercero, un zagal de cabello rojizo y actitud circunspecta, era un semielfo, reparó Flint— formaban un grupo apiñado en la parte posterior de la tribuna. El Orador señaló con un ademán a los dos elfos.

—Mis hijos, Gilthanas y Lauralanthalasa. Ella necesita una lección de decoro y comportamiento en la corte.

La chiquilla soltó otra risita.

El muchacho era una versión juvenil de su elegante y esbelto padre. Y la niña... Flint jamás había visto a una criatura igual. Decir que era encantadora sería como decir que el sol es una vela, sentenció Flint, aunque no era poeta. Era flexible como un sauce, con los ojos del color de brotes de hojas, y el cabello tan dorado como el sol del amanecer. El Orador la miró con los ojos entrecerrados y el entrecejo fruncido, y la radiante chiquilla hizo un mohín. Ella era la única de todos los presentes que no superaba a Flint en estatura; su aspecto era el de una niña humana de cinco o seis años, pero Flint casi estaba seguro de que superaba los diez.

—¿Y éste? —preguntó Flint, señalando con un gesto de la cabeza al semielfo, quien enrojeció y apartó la vista.

El enano tuvo la impresión de que su pregunta había hecho que el muchacho se sintiera muy incómodo al llamar la atención sobre él. Era mayor que los otros dos, y al enano no le parecía que existiera entre ellos una relación de parentesco. En su constitución había cierta robustez, mientras que los otros poseían la flexibilidad de una fusta; sus ojos eran menos almendrados, y sus rasgos más firmes y marcados. Todo ello le hacía parecer a los ojos de Flint más semejante a cualquier muchacho de Solace que a un elfo.

—Es mi protegido, Tanthalas, o Tanis —respondió el Orador con suavidad.

De nuevo, Flint se encontró sin saber qué decir. Era evidente la incomodidad del chico al saber que la atención estaba puesta en él. En ese momento, el consejero, a quien el acompañante de Flint había identificado como lord Xenoth, salió de una antesala que había en la parte posterior de la tribuna y se situó delante del joven semielfo. Tanis se apartó a un lado. El resentimiento irradió del cuerpo del muchacho como el calor difundido por una hoguera de campamento, pero Flint no supo descifrar hacia quién iba dirigido tal sentimiento.

El Orador señaló con un ademán a otro elfo, que se encontraba a la derecha, bajo una de las balaustradas de mármol esculpido. El joven tenía el cabello rubio, y sus rasgos eran simétricos; podría considerárselo atractivo a no ser por los ojos, que estaban un poco juntos y algo hundidos bajo el puente de la nariz, pensó Flint, quien también conjeturó que el semblante del joven exhibiría aquel la expresión ceñuda incluso cuando se sintiera feliz. Estaba reunido con un grupo de otros tres elfos igualmente altivos, dos hombres y una mujer.

—Mi hijo mayor, Porthios —presentó Solostaran con orgullo. El joven elfo hizo una ligera inclinación de cabeza.

«Vaya, vaya —
pensó Flint—.
Aquí tenemos a un tipo al que le sobra arrogancia; y, probablemente, al que no le hace ninguna gracia tener en su preciosa Torre a alguien que no sea elfo al ciento por ciento, o incluso que no pertenezca a un alto linaje, como en los viejos tiempos de la Guerra de Kinslayer.»

De nuevo, el Orador parecía aguardar algún comentario. Flint decidió que el mejor modo de actuar era mostrarse sincero.

—Me temo que no estoy muy versado en linajes de familias nobles, y menos aún en las de los elfos. Sin embargo, espero remediarlo pronto —dijo, mientras soltaba la tensión de los hombros.

—¿Por qué aceptaste mi invitación? —preguntó Solostaran. Su mirada era tan penetrante que, por un momento, Flint tuvo la impresión de que no había nadie más en la sala, y captó la autoridad ejercida por cada Orador desde los tiempos de Kith-Kanan. No era aconsejable enfrentarse a alguien así.

—En las últimas semanas, he tenido tiempo de hacerme esa misma pregunta —repuso—. Debo admitir que la razón principal ha sido la curiosidad.

Lord Xenoth frunció los labios y se apartó otra vez, de manera que su larga túnica plateada susurró al rozar el mármol de la tribuna.

—La curiosidad mató al kender —susurró el viejo consejero, como si fuera el apuntador de una representación, a los dos niños que el Orador había llamado Gilthanas y Lauralanthalasa.

Gilthanas soltó una risita. La niña miró de soslayo al viejo elfo, y luego apartó la vista con premeditado desdén mientras daba un paso para situarse junto al semielfo, Tanis. Éste permaneció inmóvil, como si no advirtiera la proximidad de la preciosa chiquilla.

Solostaran dirigió una mirada a Xenoth que hizo palidecer al viejo consejero, lo que, a su vez, arrancó una sonrisa tirante al semielfo. Sin embargo, cuando el Orador se volvió hacia Flint, sus ojos habían asumido de nuevo una expresión amable.

—Curiosidad —repitió, como dando pie al enano para proseguir.

—Como ocurre con la mayoría, no había visto Qualinesti —explicó Flint—. Es un hecho conocido por todos que los bosques de Qualinesti son impenetrables para la gente corriente. Que se pusiera a mi disposición una escolta, y por orden del Orador de los Soles en persona, significa un gran honor poco común.
—«No ha estado mal del todo el discurso»,
se dijo el enano, que, animado por el suave cabeceo del Orador, prosiguió—. La artesanía de los qualinestis es famosa en todo Ansalon. Vuestros productos son muy apreciados en Haven, Thorbardin, Solace y otras ciudades de la región. A fuerza de ser sincero, esperaba aprender algo de vuestra técnica para mejorar mis conocimientos en el arte de trabajar metales.

Y, además, añadió para sus adentros el enano, los enviados del Orador los habían invitado a él y, a sus amigos a tantas rondas de cerveza en la posada
El Último Hogar
, que al final de la velada al enano le daba vueltas la cabeza. Se había despertado a la mañana siguiente frente a una mula en la que iban cargados sus pertrechos de viaje, y lo habían echado a lomos del animal, con la cabeza colgando por un lado y los pies por el otro, como si fuera otro bulto más del equipaje.

—¿Lo dices en serio, maestro Fireforge? —preguntó con voz tranquila el Orador. Flint parpadeó.

—Eh... No sé bien a qué os referís —logró balbucir.

—Dijiste que no sabías mucho de los elfos, y que te gustaría poner remedio a esa ignorancia. ¿Es cierto?

Flint miró a su alrededor, a la airosa Torre, a los rubios elfos y a la regia figura del Orador, resplandeciente en sus vestiduras verdes pespunteadas con hilos de oro. El aroma de los brotes en flor se había hecho un tanto pesado, pero incluso eso guardaba un toque de originalidad. Por extraño que parezca, en especial habida cuenta de que era un Enano de las Colinas, más acostumbrado a los campos de batalla y a las tabernas que a majestuosas torres revestidas con pan de oro, Flint se encontró con que la única respuesta que podía dar era un «sí».

—He de confesar que, en los últimos tiempos, nuestros conocimientos sobre los enanos también son muy limitados —dijo el Orador—. Nuestros pueblos fueron amigos y aliados en el pasado. Juntos construyeron la gran fortaleza de Pax Tharkas y esta ciudad. No propongo que nosotros llevemos a cabo una tarea tan grandiosa, maestro Fireforge. Me daría por satisfecho si, con buena voluntad por ambas partes, nace entre nosotros una amistad.

Algunos de los cortesanos prorrumpieron en murmullos de aprobación. Otros, entre los que se contaban lord Xenoth y el grupo de Porthios, guardaron silencio. Flint sólo fue capaz de sonreír con timidez mientras se metía las manos en los bolsillos.

—¡Por Reorx! —exclamó de repente, y abrió los ojos de par en par—. Eh..., disculpad, eh..., Orador.

Solostaran ya no se esforzó por ocultar su sonrisa.

—Supongo que te preguntarás el motivo de esta invitación, amigo mío —dijo.

Levantó la mano, y un brazalete de plata, con ágatas musgosas incrustadas, se deslizó desde su muñeca hasta el antebrazo. Flint contuvo el aliento al reconocer la pieza como una de sus obras. Entonces, un sirviente adelantó un paso, llevando en las manos una bandeja de plata decorada a semejanza de un dragón plateado. Sobre ella, reposaban dos copas del mismo metal, finamente trabajadas y pulidas. Tres hojas de álamo «crecían» del pie de la copa y abrazaban el cuenco que contenía el vino.

—Pero, eso es... —balbuceó Flint, y enmudeció.

El sirviente aguardó a que el Orador y el enano cogieran las copas de la bandeja. Solostaran alzó la suya.

—Obra tuya —finalizó por él el Orador—. Tengo algunos encargos para ti si aceptas nuestra hospitalidad. Mas ése es un asunto del que podremos hablar mañana con más detalle. Por el momento, te ruego que bebas conmigo.

Aturdido porque el señor de los qualinestis, un pueblo conocido por su habilidad para trabajar la plata y el oro, ensalzara las obras de un enano, Flint se tomó de un trago el contenido de la copa que había realizado un año atrás. Sabía que en el fondo de la copa estaba impreso su sello, la palabra «Solace» y el año. Se preguntó si... La mente se le quedó en blanco cuando el sabor del vino elfo alcanzó su cerebro; los ojos se le humedecieron y su garganta se rebeló con violentas contracciones.

—¡Por el mazo de Reorx! —exclamó con voz estrangulada.

Había oído hablar del vino cosechado por los elfos. Tenía renombre por su embriagador aroma a frutos en flor, y la fuerza demoledora de su contenido en alcohol. Sólo quienes tenían sangre elfa eran capaces de tragarse aquella mezcla dulzona, había oído comentar, cuyo efecto era equivalente al impacto de la coz de un centauro en mitad de la sesera. El aroma a manzanas y melocotones pareció penetrar su cuerpo por dentro y por fuera; Flint tuvo la sensación de haber sido embalsamado en vida con perfumes
.
Ante sus ojos, oscilaron las figuras de dos o tres Oradores; la imagen de los tres elfos que rodeaban a Porthios se convirtió en un grupo de quince o dieciséis. La risa cristalina de Lauralanthalasa se alzó sobre el coro de ruiseñores de Abanasinia que estalló repentinamente en su cerebro. Flint boqueó e intentó sentarse en la tribuna del Orador —al diablo con el protocolo—, pero parecía que a la endemoniada tribuna le hubieran crecido patas, y le resultó imposible alcanzarla.

De pronto, otro elfo llegó junto a él. Flint vio a través de las lágrimas unos iris tan claros que casi eran transparentes El nuevo rostro estaba enmarcado por un cabello igualmente pálido y la capucha de una túnica carmesí.

—Aspira por la nariz, y expulsa el aire por la boca —le indicó una voz ronca.

—Aaaag... ¡Ufff! —gruñó Flint.

—Aspira por la nariz... —repitió el elfo, a la vez que ilustraba con la acción sus palabras. El enano, que había llegado a la conclusión de que, de todos modos, iba a morir de un momento a otro, trató de seguir sus instrucciones.

—¡Uffff! —resolló.

—... expulsa el aire por la boca.

—¡Ffffu! —respondió el enano.

El elfo esparció en el aire unas hierbas mientras musitaba unas palabras que podían ser una forma arcaica del lenguaje elfo, o vocablos mágicos, o ambas cosas a la vez. Flint sintió una súbita mejoría. Yacía despatarrado sobre los escalones de la tribuna, con la copa vacía en su mano. La sala estaba desierta, salvo por el Orador, el joven semielfo, Lauralanthalasa y el mago que le había salvado la vida.

—Con todos los respetos, Orador, me atrevo á afirmar que á nuestro huésped no le apetecerá una segunda copa —susurró la voz rasposa del elfo, mientras ayudaba á Flint á incorporarse—. El vino de frutas es para paladares habituados.

El enano se tambaleó, y el semielfo corrió á su lado para sostenerlo. Flint, incapaz de hablar, se lo agradeció con un cabeceo.

Tal vez el maestro Fireforge prefiera reanudar está conversación en otro momento, Orador —insinuó con voz queda el mago. Solostaran miró al enano.

—Sí, puede que tengas razón, Miral —respondió.

—Estoy bien —protestó el enano en medio de toses. Su semblante se tornó pálido. El hechicero chasqueó los dedos, y una fina oblea de
quith-pa
se materializó en la palma de su mano. Flint masticó el pan mientras el Orador, que actuaba de un modo más natural ahora que la ceremonia oficial había concluido, llamó con un ademán á su hija.

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