—Cáete de la cama y ésa será la última caída de tu vida —solía manifestar el enano con tono tenebroso.
De nada servía hacerle notar, como hacía su amigo y socio, Tanis el Semielfo, que hasta en una casa arbórea si uno rodaba de la cama se caía al suelo, y lo más que podía ocurrirle era darse un buen golpe en la espalda.
Empero, Flint aducía que los suelos de las casas arbóreas estaban hechos de madera, y este material no era muy de fiar en la construcción, ya que estaba expuesto a la putrefacción, a los ratones y a las termitas, aparte de que podía ser presa del fuego en cualquier momento o salirle goteras con la lluvia y tener corrientes de aire en los meses fríos. Un golpe de aire fuerte podía llevársela.
Piedra, eso era lo bueno. Nada afectaba a la estupenda y sólida piedra. Fresca en verano y caliente en invierno. Ni una gota de lluvia penetraba en las paredes de piedra. Y el viento ya podía soplar todo lo fuerte que quisiera, hasta ponerse congestionado, que tus buenos bloques de piedra ni siquiera se estremecerían. Era bien conocido el hecho de que
las casas de piedra habían sido las únicas que habían resistido el Cataclismo.
—Excepto en Istar —respondía con sorna Tanis el Semielfo.
—N i siquiera unas casas de piedra pueden aguantar si les cae encima toda una condenada montaña —replicaba Flint, que nunca dejaba de añadir—: Además, no me cabe duda alguna que en el fondo del Mar Sangriento, donde fue a parar toda la ciudad de Istar, algunos peces afortunados disfrutan de una vivienda muy cómoda.
En este día en particular, Flint se encontraba en su casa de piedra tratando de poner cierto orden en el caos en que vivía.
La desorganización había sido el estado continuo de las cosas desde que el kender se había mudado allí.
Los dos compañeros de vivienda, tan radicalmente distintos, se habían conocido un día de mercado. Flint vendía sus artículos, y Tasslehoff, que iba de paso por la ciudad de camino a cualquier lugar interesante, se paró en el puesto del enano para admirar un brazalete exquisito. Según Tas, cogió la joya para probársela, comprobó que le iba a la perfección y se dispuso a ir en busca de alguien que le informara del precio.
Según Flint, salió de un tenderete que había al lado tras tomarse una buena cerveza fresca y se encontró con que tanto Tasslehoff como el brazalete desaparecían rápidamente entre la multitud. El enano atrapó al kender, que manifestó a voz en grito su inocencia. La gente se detuvo para observar el incidente. Sólo a observar, nada de comprar.
Entonces Tanis el Semielfo llegó al lugar de la escena, puso fin al altercado e hizo que la gente se dispersara. Recordó al enano en voz baja que incidentes así eran perjudiciales para el negocio, y lo persuadió de que realmente no deseaba ver al kender colgado por los pulgares en el vallenwood más cercano. Tasslehoff, magnánimo, aceptó las disculpas del enano, cosa que Flint no recordaba haber pedido en ningún momento.
A última hora de la tarde, el kender apareció en la puerta de la casa de Flint llevando consigo un jarro de excelente brandy que, según él, había comprado en la posada El Ultimo Hogar y que le llevaba como ofrenda de paz. A la tarde siguiente, el enano se había despertado con una jaqueca tan horrible que tenía la sensación de que varios herreros martilleaban dentro de su cabeza, y se encontró con que el kender estaba instalado cómodamente en el cuarto de invitados.
Nada de lo que Flint dijo o hizo indujo a Tasslehoff a marcharse.
—He oído comentar que a los kenders os aqueja algo así como... ¿Qué nombre le dais, ansia viajera? Sí, eso es. Ansia viajera. Supongo que sentirás los síntomas muy pronto —insinuó el enano.
—Ni hablar, a mí no me afecta. —Tas se mostró contundente—.
Ya lo tengo superado. Me he hecho mayor, se podría decir, y ahora estoy preparado para establecerme. ¿No es una suerte? Realmente necesitas a alguien que cuide de ti, Flint, y aquí me tienes, para ocuparme de ello. Compartiremos esta bonita casa a lo largo de todo el invierno, y viajaremos juntos en verano. Poseo unos mapas excelentes, por cierto. Además, conozco todas las prisiones realmente buenas...
Terriblemente alarmado con semejante perspectiva, más asustado de lo que se había sentido en toda la vida, incluso cuando lo habían capturado unos ogros, Flint había salido en busca de su amigo Tanis el Semielfo y le había pedido que lo ayudara, ya fuera a desalojar al kender o a matarlo. Para su sorpresa, el semielfo se había echado a reír de buena gana y se había negado. Según Tanis, compartir la vida con Tasslehoff sería positivo para el enano, que por su talante apenas se relacionaba con la gente y estaba demasiado aferrado a sus costumbres.
—El kender hará que te conserves joven —dijo Tanis.
—Sí, y probablemente también que muera joven —rezongó Flint.
Vivir con Tasslehoff le dio ocasión de conocer a mucha gente de Solace, en especial a la guardia de la ciudad, que ahora hacía la primera parada en casa del enano cuando buscaba objetos valiosos desaparecidos. El alguacil se cansó pronto de arrestar a Tas, que tenía un apetito insaciable y acababa con la comida de la prisión, salía utilizando las llaves de los guardias e insistía en darles ideas para que mejoraran las celdas. Finalmente, a sugerencia de Tanis el Semielfo, el alguacil tomó la decisión de dejar de arrestar al kender con la condición de que Tas se quedara bajo la custodia de Flint. El enano protestó con vehemencia, pero nadie le hizo demasiado caso.
Ahora, después de la diaria limpieza que hacía en la casa, Flint dejaba cualesquiera objetos nuevos que encontraba en el pórtico de la entrada. O la guardia de la ciudad acudía a recogerlos o los vecinos se pasaban por allí y rebuscaban en el montón los artículos que se les habían «perdido» y que daba la casualidad de que el kender había «encontrado».
También la vida con Tas mantenía activo a Flint; se pasaba la mitad de la mañana buscando sus herramientas, que nunca estaban en su sitio. Por ejemplo, encontró su martillo de plata más valioso y preciado tirado entre un montón de cáscaras de nuez; al parecer, su más reciente utilidad había sido como cascanueces. Sus mejores tenazas no aparecían por ninguna parte. (Al cabo de tres días las halló junto al arroyo que corría por detrás de la casa; Tasslehoff había intentado capturar peces con ellas.) Barbotando una sarta de maldiciones contra el kender cabeza de chorlito, Flint estaba buscando la tetera para hervir agua cuando Tasslehoff abrió la puerta de par en par con tanta energía que el enano dio un tremendo batacazo contra la pared.
—¡Hola, Flint! Adivina: ya estoy en casa. Oh, vaya, ¿te has golpeado la cabeza? ¿Qué demonios hacías agachado ahí? No entiendo por qué buscabas la tetera debajo de la cama. ¿A quién se le ocurriría ponerla...? ¿A ti? Oh, bueno, tampoco es tan raro. Me pregunto cómo fue a parar ahí. ¡A lo mejor es magia! ¡Una tetera mágica!
»Y hablando de eso, Flint, éstos son unos nuevos amigos míos. Cuidado con la cabeza, Caramon, eres demasiado alto para nuestra puerta. Éstos son Raistlin y su hermano, Caramon. Son gemelos, Flint, ¿no te parece interesante? Tienen cierto parecido, sobre todo si se los pone de perfil.
Caramon, gírate hacia un lado, y tú también, Raistlin, para que Flint pueda verlo. Y este otro es mi nuevo amigo Sturm Brightblade. ¡Es un Caballero de Solamnia! Los he invitado a cenar, Flint, así que espero que haya comida suficiente.
Tas dejó de hablar, hinchado tanto de orgullo como por las dos profundas inhalaciones que sus pulmones necesitaban después de tan extensa parrafada.
Flint recorrió con la mirada el corpachón de Caramon y esperó que les dejara suficiente a los demás para que comieran también. El enano albergaba serias dudas al respecto. En el momento en que los jóvenes cruzaron el umbral de su casa, se habían convertido en sus huéspedes y, según costumbre enana, debía tratarlos con la misma hospitalidad que daría al thane de su clan en caso de que ese caballero tuviera a bien hacerle una visita, cosa harto improbable. Sin embargo, a Flint no le gustaban mucho los humanos, en especial los jovencitos. Era una raza tornadiza e impetuosa, dada a actuar con precipitación, de forma impulsiva y, en opinión del enano, peligrosa. Algunos estudiosos de su raza atribuían estas características al hecho de que la media de vida humana era muy corta, pero Flint sostenía que aquello sólo era una excusa. Los humanos, a su modo de ver, eran atolondrados, simplemente.
El enano recurrió a un viejo truco que siempre le había funcionado cuando se le presentaban visitas humanas.
—Estaría encantado de que os quedarais a cenar —dijo—, pero, como podéis ver, no tenemos una sola silla que encaje con vuestro tamaño.
—Iré a coger algunas prestadas —se ofreció Tasslehoff al tiempo que se dirigía hacia la puerta, pero lo frenó un sonoro «¡No!» que brotó al unísono de cuatro gargantas.
Flint se enjugó la cara con la barba. Imaginar a la población de Solace privada de sillas, echándose sobre él en tropel, hizo que le brotara de golpe un sudor frío.
—Por favor, no os molestéis —dijo Sturm con aquella condenada cortesía formalista, típica de los Caballeros de Solamnia—. No me importa sentarme en el suelo.
—Y yo puedo sentarme aquí —adujo Caramon mientras arrastraba un arcón y se acomodaba en él. El mueble de madera, tallado a mano, crujió de manera alarmante bajo su peso.
—Tienes una silla que le serviría a Raistlin —le recordó Tas—. Está en tu dormitorio. Ya sabes, esa que utilizamos cuando Tanis viene a... ¿Por qué haces esos gestos raros? ¿Se te ha metido algo en el ojo? Deja que te mire...
—¡Aléjate de mí! —bramó Flint.
Colorado hasta las orejas, el enano sacó de un bolsillo la llave del dormitorio. Siempre mantenía esa puerta cerrada, y cambiaba la cerradura al menos una vez a la semana. Con ello no impedía que el kender se colara dentro, pero al menos se lo ponía un poco más difícil. Entró en el cuarto malhumorado y sacó a rastras la silla que guardaba para que la utilizara su amigo pero que tenía escondida el resto del tiempo.
Colocó la silla y observó intensa y duramente a sus visitantes.
El joven llamado Raistlin era delgado, demasiado, en su opinión, y la capa que llevaba estaba raída y no era muy adecuada para el fresco día primaveral. El chico estaba tiritando y tenía los labios pálidos de frío. Flint se sintió un poco avergonzado por su falta de hospitalidad.
—Toma, ponte aquí —dijo, colocando la silla cerca del hogar, y añadió, con su habitual tono gruñón—: Parece que tienes un poco de frío, chico. Siéntate y entra en calor. Y tú —miró, furibundo, al kender—, si quieres hacer algo útil, ve a la posada de Otik y compra..., ¡compra, fíjate bien!...una jarra de sidra.
—Estaré de vuelta en menos que canta un gallo —prometió Tas—. ¿Por qué se dirá eso? Es una tontería. A veces los gallos están cantando mucho tiempo. No entiendo por qué...
Flint le cerró la puerta en las narices.
Raistlin había tomado asiento tras acercar aun más la silla a la chimenea. Los ojos, de un azul singularmente claro, contemplaron al enano con una intensa seriedad que puso muy nervioso a Flint.
—En realidad no es necesario que nos deis de cenar...
—empezó el joven.
—Ah ¿no? —exclamó Caramon, desilusionado—. Entonces ¿para qué hemos venido?
Su gemelo le asestó una mirada que lo hizo encogerse y agachar la cabeza. Raistlin volvió los ojos hacia Flint.
—La razón por la que hemos venido es ésta: mi hermano y yo queremos daros las gracias personalmente por defendernos contra aquella mujer —se negaba a llamarla por su nombre, como si hacerlo fuera reconocerle una dignidad inmerecida—, en el funeral de nuestro padre.
Ahora recordó Flint dónde había conocido a los chicos.
Claro que los había visto por la ciudad desde que eran lo bastante mayores para caminar por el suelo, al pie de los vallenwoods, pero había olvidado por completo el incidente.
—Bah, no tuvo importancia —protestó el enano, azorado porque le dieran las gracias—. ¡Esa mujer estaba chillada! ¡Belzor! —resopló—. ¿Qué dios que se preciara de tal se llamaría así? Lamenté mucho lo de vuestra madre, muchachos —añadió en tono más afable.
Raistlin no respondió a este último comentario, desechándolo con un leve parpadeo.
—Mencionasteis el nombre de Reorx. He estado investigando un poco y sé que ése es el nombre del dios al que vuestra raza adoraba en el pasado.
—Quizá lo sea —dijo Flint, atusándose la barba y observando al joven con desconfianza—. Aunque no entiendo a santo de qué un libro humano se interesa por un dios de los enanos.
—Era un libro antiguo —explicó Raistlin—. Muy antiguo, y no sólo hablaba de Reorx, sino de todos los dioses de antaño. ¿Vuestro pueblo sigue adorando a Reorx, señor? No es una pregunta trivial —añadió mientras un tenue rubor teñía sus pálidas mejillas—, ni es mi intención pareceros impertinente. Lo pregunto en serio. Realmente deseo saber vuestra opinión.
—También yo, señor —intervino Sturm. A pesar de estar sentado en el suelo, mantenía la espalda tan recta como un palo.
Flint no salía de su asombro. Ningún humano, en sus ciento treinta y tantos años, había querido saber nada sobre las prácticas religiosas de los enanos. Este interés despertaba su desconfianza. ¿Qué pretendían estos jovenzuelos? ¿Serían espías y estaban tendiéndole una trampa para meterlo en un lío? Había oído rumores de que algunos seguidores de Belzor predicaban que los elfos y los enanos eran herejes y que habría que llevarlos a la hoguera.
«Pues que así sea —decidió Flint—. Si estos muchachos planean pillarme, voy a enseñarles un par de cosas. Incluso a ese grandullón. Un buen golpe en las rótulas y lo pondré más o menos a mi altura.»
—Sí, en efecto —admitió resueltamente—. Creemos en Reorx, y me importa un pimiento que lo sepa cualquiera.
—Entonces ¿hay enanos clérigos? —quiso saber Sturm, echándose hacia adelante, interesado—. Me refiero a clérigos que realicen milagros en nombre de Reorx.
—No, joven, no los hay —contestó Flint—. Y no los ha habido desde el Cataclismo.
—En tal caso, si no tenéis prueba alguna de que Reorx continúa interesado por vuestra suerte, ¿cómo es que seguís creyendo en él? —argumentó Raistlin.
—Muy mezquina es la fe que precisa de pruebas constantes para reafirmarse, joven —replicó el enano—. Reorx es un dios, y se supone que no estamos capacitados para comprender a las deidades. Ése fue el fallo del Príncipe de los Sacerdotes de Istar, que lo condujo al desastre. Creyó que conocía la mente de los dioses puesto que se consideraba a sí mismo un dios, o eso es lo que tengo entendido.