Reamde (13 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
4.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Consume drogas Peter? —preguntó Richard.

—No, es un tío legal —respondió Zula, poniendo rápidamente los ojos en blanco y haciendo comillas en el aire—. ¿Por qué?

—Porque eso me ha parecido una compra de drogas.

Ella miró por encima del hombro.

—¿De veras? ¿En qué sentido?

—Había algo en la dinámica psicológica.

Ella le dirigió una mirada penetrante a través de las gafas.

—Admito que eso no explica el numerito con el pen drive y haberse intentado matar con el DVD —concedió Richard.

Ella evitó su mirada y se encogió de hombros.

—No importa —continuó él.

—Así que D-al-cuadrado le bajó los humos a Skeletor con el tema de los apóstrofes.

—Sí. Un plan bien planeado, diría yo. Y que condujo, entre otras cosas, al cambio de D’ uinn por Dwinn.

—Cielos, la gente habla de eso en Internet...

—Cabría pensar que fue algo mucho más gordo. No. No en ese momento, al menos. Pero así es como se hace la historia ahora. La gente espera a tener necesidad de una historia y luego se la hacen a medida para que encaje con sus propósitos. ¿Hace un año? Solo los frikis más recalcitrantes de T’Rain habrían oído hablar del Apostrofecalipsis y lo habrían considerado una nota a pie de página. Tal vez, como mucho, algo divertido.

—Pero desde que las Fuerzas de la Luz se fueron en plan Pearl Harbor contra la Coalición Terrosa...

—Se ha vuelvo importante en retrospectiva —dijo Richard—, y se ha convertido en algo grande. ¿Pero de verdad? Fue solo una cena sumamente embarazosa. D’uinn se convirtió en Dwinn. Supuestamente por motivos lingüísticos. Pero sentó el precedente de que Don Donald tenía autoridad para cambiar las cosas que Devin le había hecho al mundo.

—¿Y entonces insistió hasta el abuso?

—Según las Fuerzas de la Luz —dijo Richard—. Pero el hecho es que D-al-cuadrado ha sido discreto y contenido, y solo cambió cosas en los sitios donde Devin había metido la pata. Cosas que el propio Devin habría cambiado si hubiera vuelto atrás y leído de nuevo su trabajo y hubiera pensado un poco más. Así que en gran parte no es nada del otro mundo.

—Para ti tal vez —dijo Zula—. ¿Pero y para Devin?

Richard reflexionó un momento.

—En ese momento, actuó como si no le importara.

—Pero tal vez sí que le importó —dijo Zula—, y ha estado planeando su venganza desde entonces. Ocultando cosas en las profundidades del Canon. Detalles de historia que Geraldine y su personal no pudieran captar para verlas en perspectiva. Pero sus fans... para ellos fue como el silbato de un perro.

Richard se encogió de hombros y asintió. Entonces advirtió que Zula lo estaba mirando. Esperando más.

—¡No te importa! —exclamó ella por fin. Luego sonrió.

—Me importó al principio —admitió él—. Me sorprendió. Se cargaron a traición uno de mis personajes. Lo atacaron sin previo aviso otros personajes de su grupo. Lo abatieron mientras los estaba defendiendo. Así que naturalmente eso fue inquietante al principio. Y el furor, la ira del último par de meses... ¿cómo no verse envuelto en todo eso, al menos un poco? Pero yo... dirijo un negocio.

—¿Y la Guerra de la Realineación está haciendo dinero?

—A manos llenas.

—¿Quién está ganando dinero a manos llenas? —preguntó Peter, interrumpiéndolos. Se quitó del hombro una mochila de nailon negra y la colocó sobre su regazo mientras se sentaba. Sujetaba un puñado de servilletas de papel, aplicando con ellas presión directa sobre la herida que se había hecho con el DVD.

—Haces una pregunta interesante —dijo Richard, mirándolo a los ojos.

—Solo era una broma —dijo Peter, desviando rápidamente la mirada.

—Bueno —dijo Zula, y pulsó su teléfono para ver la hora—. ¿Puedes sacarnos una foto a mi tío y a mí antes de que nos pongamos en camino?

Como Google Maps dejaba meridianamente claro, no había ningún camino bueno para viajar en coche desde esa parte de Columbia Británica a Seattle, ni de hecho a ninguna parte: todas las montañas corrían en perpendicular a los vectores del viaje.

La carretera de acceso al Schloss los llevó al otro lado de la presa y los conectó con el principio de una carretera de doble carril que seguía la ribera izquierda del río hasta el extremo norte del gran lago Kootenay: un profundo gajo de agua atrapada entre las Selkirk y las Purcell. Desembocaba en una carretera mayor de Elphinstone, una bella ciudad restaurada de unos diez mil habitantes, nueve mil de los cuales parecían trabajar en restauración. Una parada para echar gasolina se convirtió en una pausa de media hora para comer tailandés. Peter apenas hablaba. Zula estaba acostumbrada a sus largos silencios. En principio no le importaba, ya que entre su teléfono, su libro electrónico y su portátil nunca se sentía sola, incluso en los viajes largos entre montañas. Pero normalmente cuando Peter pasaba mucho tiempo callado era porque estaba pensando en alguna cosa rara en la que estaba trabajando, y eso lo ponía alegre. Su silencio en el camino de vuelta del Schloss Hundschüttler había sido completamente diferente.

De Elphinstone se dirigirían al oeste atravesando Kootenay Pass. Después de eso, tendrían que elegir el menor de dos males en lo que se refería a la ruta. Podían ir al sur y cruzar la frontera por Metaline Falls. Eso los dejaría en el pico noreste de Washington, desde donde podrían bajar hasta Spokane en un par de horas y de ahí cruzar el estado por la I-90. Era la ruta que habían seguido al venir el viernes. O...

—Estaba pensando —dijo Peter, después de haberse pasado veinte minutos dándole vueltas a la comida tailandesa con el tenedor e intentar hacer un agujero en la mesa con la mirada—, que deberíamos ir atravesando Canadá.

Se refería a una ruta alternativa que los llevaría a través de la parte superior de Columbia, a través de las Okanagan, y hasta Vancouver, donde podrían cruzar la frontera y conectar con el extremo norte de la I-5.

—¿Por qué? —preguntó Zula.

Peter la miró por primera vez desde que se sentaron. Se sentía casi herido por la pregunta. Por un momento pareció que iba a ponerse a la defensiva. Entonces se encogió de hombros y desvió la mirada.

Más tarde, mientras Peter conducía en dirección oeste, Zula hizo a un lado sus inútiles aparatos electrónicos (pues la cobertura telefónica era cara en Canadá y no podía leer el e-book en la oscuridad) y se puso a mirar por el parabrisas y a repasar mentalmente el encuentro. Todo giraba alrededor de la palabra «deberíamos». Si él hubiera dicho: «Sería divertido ir por un camino nuevo» o «Me gustaría atravesar Canadá por pura diversión», ella no habría respondido preguntando por qué, ya que había estado pensando más o menos lo mismo. Pero él había dicho «Deberíamos ir atravesando Canadá», que era algo completamente distinto. Y la forma en que había desviado luego su pregunta la hizo recordar cómo se había comportado con aquel desconocido en la taberna. La pregunta del tío Richard sobre un trapicheo con drogas la irritó en su momento. El aspecto de Peter, sus ropas, la forma en que actuaba, hacían que la gente mayor hiciera suposiciones equivocadas sobre quién era. Pero ella sabía perfectamente bien que era un tipo amable y decente que nunca se metía nada más fuerte que Mountain Dew.

«Deberíamos.» ¿Qué diferencia podía haber? La frontera de Metaline Falls era muy cutre, cierto, pero por eso mismo era muy poco utilizada, y apenas había que esperar. Los guardias fronterizos estaban tan solos que prácticamente salían corriendo a abrazarte. Los cruces de Vancouver se contaban entre los más grandes y concurridos de toda la frontera.

Peter estaba evitando algo.

Era típico en él. Si algo lo incomodaba, lo eludía. Y era bueno en eso. Probablemente ni siquiera sabía que estaba esquivándolo. Era solo la manera instintiva que tenía de moverse por el mundo. No era ningún Artero Perillán. Más bien un perillán sin ningún arte ni pericia, inconsciente de ello. De pequeña, Zula había visto esa conducta en Eritrea, donde enfrentarte de frente a tus problemas no era siempre lo más inteligente: el patriarca de su grupo de refugiados había diseñado una estrategia para ajustar cuentas con los etíopes que deambulaban descalzos por el desierto de Sudán, alojándose en el campamento de refugiados el tiempo suficiente para lograr llegar a América, empezar una nueva vida allí, hacerse ricos (al menos para los baremos del Cuerno de África) y enviar dinero a Eritrea para financiar la guerra en marcha.

Pero los Forthrast venían de una tradición diferente donde, no importaba cuál fuera el problema, había una conducta lógica y equilibrada con la que tratar con él. «Pregúntale a tu sacerdote. Pregúntale a tu jefe de scouts. Pregúntale a tu orientador.»

Peter estaba realmente preocupado mientras conducía por la ribera del lago hasta Elphinstone, y luego se sintió enormemente aliviado cuando optaron por la ruta occidental: al dirigirse al oeste, había efectuado algún tipo de maniobra esquivadora.

Para evitar algunos giros y desvíos peligrosos en las Okanagan (quizá no la mejor opción a medianoche y en esta época del año), se dirigieron al norte y conectaron con una carretera más grande y más amplia en Kelowna. Luego se detuvieron en una gasolinera/supermercado, y Peter dio el excepcional paso de comprar café. Zula hizo una inútil sugerencia de ponerse ella al volante y Peter le ofreció un papel alternativo:

—Háblame y mantenme despierto.

Ella solo pudo reírse, ya que no había dicho una palabra. Pero desde Kelowna en adelante intentó hablarle. Acabaron hablando casi solo de cosas frikis, ya que era el único tema donde, una vez lanzado, él podía hablar sin parar durante horas. Le interesaba siempre el aparato de seguridad subyacente de T’Rain y cómo podría ser vulnerable y, por tanto, cómo mejorarlo, mientras cobraba por su servicio y parecía muy bueno a su nuevo jefe. Zula nunca podía hablar mucho al respecto porque había firmado una cláusula de confidencialidad de asombroso grosor e intimidadores detalles, algo sobre lo que ningún sacerdote, jefe de scouts o consejero podría ofrecerle jamás ningún sabio consejo. Podía hablar sobre lo que se había hecho público, es decir, que su jefe, Plutón, era el Guardián de la Llave, la única persona en la tierra que conocía cierta clave de codificación que cambiaba cada mes y que se usaba para firmar todos los lugares fantástico-geológicos del algoritmo generador de su mundo. Era más o menos como la firma del Tesorero de Estados Unidos que aparecía estampada en todos los billetes para certificar que eran auténticos. Porque el resultado del código de Plutón dictaba, entre otras cosas, cuánto oro había en cada carretilla extraída por los mineros dwinn. No habían contratado a Zula para trabajar en la parte de los metales preciosos del sistema (su trabajo eran las simulaciones de dinámica computacional de fluidos del flujo de magma) pero tenía que tratar con esas medidas de seguridad cada día, y Peter siempre estaba planteando preguntas hipotéticas sobre ellas y cómo podían sortearse... no por él, sino por algún hipotético hacker malvado que pudiera derrotar cobrando.

Eso los mantuvo despiertos y vivos hasta Abbotsford, todavía a poco más de una hora de Vancouver, pero rozando la frontera norteamericana, y en ciertos aspectos un lugar más lógico por donde cruzar. Pararon, no para repostar, sino porque Peter se estaba orinando, y la parada se alargó cuando usó su PDA para comprobar los tiempos de espera en los diversos cruces fronterizos. Mientras tanto Zula entró y compró comida basura. Cuando salió, él tenía abierta la puerta trasera del vehículo y toqueteaba algo dentro. Oyó cremalleras, el rumor del plástico.

—¿Quieres conducir? —le preguntó él.

—Llevo seis horas diciéndote que me gustaría hacerlo —respondió ella suavemente.

—Pensaba que habrías cambiado de opinión, pero me gustaría descansar la vista e incluso dormir un poco —dijo él, cosa que ella no creyó intuitivamente porque parecía estar saturado de cafeína. Pero comprendió que estaba esquivando algo de nuevo. El hecho de cruzar la frontera disparaba su instinto esquivador. Había sucedido cuando se acercaban al desvío de la carretera de Elphinstone y sucedía de nuevo ahora. Zula accedió a conducir.

—Es el Arco de la Paz —dijo él—. Queremos cruzar por el Arco de la Paz.

—Hay un cruce a unos tres kilómetros de donde nos encontramos ahora.

—El Arco de la Paz tiene menos tráfico.

—Como quieras.

Así que ella se puso al volante y recorrieron las últimas docenas de kilómetros hacia el oeste, hacia el cruce del Arco de la Paz, que estaba junto al mar: cuando más lejos pudieran ir, más podrían retrasar el cruce. Peter, después de unos minutos, echó atrás su asiento y cerró los ojos y dejó de moverse. Aunque Zula había dormido con él bastantes veces y sabía que no era lo que solía hacer cuando intentaba dormir.

Los paneles electrónicos de la carretera indicaron que el llamado Cruce de los Camiones (solo a unos pocos kilómetros al este del Arco de la Paz) estaba menos concurrido, y por eso se dirigió hacia allí. Solo tenían dos coches por delante en el carril de inspección, lo que probablemente significaría una espera de menos de un minuto.

—¿Peter?

—¿Sí?

—¿Tienes tu pasaporte?

—Sí, en el bolsillo. ¿Dónde estamos?

—En la frontera.

—Esto es el Cruce de los Camiones.

—Sí. Aquí esperaremos menos.

—Estaba pensando en el Arco de la Paz.

—¿Qué importancia tiene? —solo tenían por delante un coche—. ¿Por qué no sacas tu pasaporte?

—Toma. Puedes dárselo tú al guardia. —Peter le tendió el pasaporte, entonces volvió a acomodarse en posición de reposo—. Dile que estoy dormido, ¿de acuerdo?

—No estás dormido.

—Creo que es menos probable que nos den menos el coñazo si piensan que estoy dormido.

—¿Qué coñazo? ¿Cuándo han dado el coñazo en esta frontera? Es como conducir entre Dakota del Norte y del Sur.

—Sígueme la corriente.

—Entonces cierra los ojos y deja de moverte —dijo ella—, y él podrá ver por sí mismo que estás dormido, o fingiendo estarlo. Pero si digo lo obvio («está dormido»), va a parecer raro. ¿Por qué importa?

Peter fingió estar dormido y no respondió.

El coche que tenían por delante pasó a Estados Unidos, y la luz verde se encendió para indicarles que avanzaran. Zula detuvo el coche.

—¿Cuántos van en el coche? —preguntó el guardia—. ¿Nacionalidad?

Apuntó a Peter con la linterna.

Other books

Writes of Submission by Cassidy Browning
Chase by Fernando, Chantal, Martens, Dawn
Can't Stop Won't Stop by Jeff Chang
Ride Around Shining by Chris Leslie-Hynan
The Dragons of Heaven by Alyc Helms