—Su amigo tendrá que despertarse.
—Somos dos. Norteamericanos.
—¿Cuánto tiempo han pasado en Canadá?
—Tres días.
—¿Llevan algo?
—No —dijo Zula.
—Solo un paquete de café. Y comida basura —dijo Peter.
—Bienvenidos a casa —dijo el guardia, y encendió la luz verde.
Zula aceleró hacia el sur. Peter enderezó su asiento y se frotó la cara.
—¿Quieres tu pasaporte?
—Claro, gracias.
—Faltan dos horas para llegar a Seattle —dijo Zula—. Tal vez haya tiempo suficiente para que me expliques por qué me llevas dando largas todo el día.
Peter pareció sorprenderse de que ella hubiera descubierto que le estaba dando largas, pero no hizo ningún intento de reclamar su inocencia.
Unos cuantos minutos después, tras haberse internado en el tráfico de la I-5, dijo:
—Hice algo superestúpido. Tal vez como para poner fin a nuestra relación y todo.
—¿Quién era ese tipo de la taberna? Tuvo algo que ver, ¿no?
—Wallace. Vive en Vancouver. Por lo que puedo decir de sus datos en Internet, es contable. Educado en Escocia. Emigrado a Canadá en los años ochenta.
—¿Hiciste algún tipo de trabajo para él? ¿Algún asunto de seguridad?
Peter guardó silencio durante un momento.
—Mira —dijo Zula—, solo quiero saber qué hay en este coche para que estuvieras tan nervioso por cruzar la frontera.
—Dinero. Más de diez mil dólares. Tendría que declararlo. No lo hice —se echó hacia atrás y suspiró—. Pero ahora estamos a salvo. Hemos cruzado la frontera. Nosotros...
—¿Quiénes son «nosotros» en este caso? ¿Soy algún tipo de cómplice?
—No legalmente, puesto que no lo sabías. Pero...
—¿Entonces he llegado a correr peligro? ¿De dónde sale eso de «estamos a salvo»?
—Wallace es un poco raro —dijo él—. Algunas cosas que dijo... no sé. Mira. Me di cuenta de que estaba cometiendo un error incluso mientras lo hacía. Odié cada minuto. Pero entonces se acabó y tuve el dinero y nos pusimos en camino hacia la frontera, y empecé a pensar en las implicaciones.
—Así que querías encontrar un cruce fronterizo donde hubiera mucha gente.
—Sí. Estarían más apurados de tiempo y sería menos probable que registraran el coche.
—Cuando comprobaste los horarios de cruces de Abbotsford...
—Estaba buscando los que estuvieran más concurridos.
—Increíble.
Ella continuó conduciendo, pensando en el día transcurrido.
—¿Por qué lo hiciste en el Schloss?
—Fue idea de Wallace. Intentamos encajar nuestros planes de viaje. Mencioné que estaría allí. Él aceptó de inmediato. No pareció importarle tener que conducir desde Vancouver en invierno. Ahora me doy cuenta de que no quería cruzar la frontera con el dinero. Quería encasquetarme ese pequeño problema.
—¿Qué tipo de contable paga en metálico unos servicios de asesoramiento de seguridad?
Peter no dijo nada.
Zula reflexionó. Billetes de cien dólares. Cien compondrían diez mil pavos. ¿Eso formaría un bulto de qué grosor? No muy grueso. No muy difícil de esconder en un coche.
Llevaba más. Mucho más. Ella lo había visto comportarse de manera extraña respecto a su equipaje. Estaba recolocando algo en Abbotsford.
—Espera un momento —dijo Zula—. Cobras dos mil dólares por hora. Harían falta cincuenta horas de trabajo para sumar diez mil dólares. Pero tengo la impresión de que llevas mucho más de diez mil dólares. Lo que significa mucho más que cincuenta horas de trabajo. Pero no has estado tan ocupado últimamente. Has estado arreglando tu edificio. Te has pasado una semana entera repellando paredes. ¿Cuándo podrías haber trabajado tantas horas?
Y entonces se enteró de la historia.
Zula no se equivocó en su predicción. Tuvieron algo de lo que hablar durante todo el camino de regreso a Seattle.
Peter tampoco se equivocó: fue el final de la relación. No tanto lo que había hecho en el pasado (aunque eso fue bastante estúpido), sino lo que había hecho ese día: el ridículo drama para cruzar la frontera.
Sin embargo, el verdadero beso de la muerte fue que invocara al tío Richard.
Sucedió cuando estaban cerca de Everett, a punto de entrar en las afueras al norte de Seattle. Él pensó que tenía unos veinte o treinta kilómetros para defender su caso. Cosa que intentó hacer mencionando todas las cosas raras que había hecho en el pasado Richard Forthrast, o que se rumoreaba que había hecho. Zula parecía llevarse bien con el tío Richard, así que, según su razonamiento, ¿dónde estaba ahora el problema con Peter?
Fue entonces cuando ella lo cortó en mitad de una frase y dijo que se acabó. Lo dijo con una certeza y una convicción en la voz y la expresión que él se sintió fascinado y asombrado. Porque los tíos, al menos de su edad, no tenían la confianza necesaria para tomar decisiones importantes como esa desde lo hondo de las entrañas. Tenían que construir una superestructura de pensamiento racional encima. Pero no Zula. No tenía que decidir. Solo tenía que transmitir la noticia.
El viernes, Zula había salido temprano del trabajo y fue directamente en coche al espacio de Peter (él lo llamaba siempre su «espacio»). Aparcó dentro de la parte más parecida a un almacén del edificio, accesible a través de una enorme puerta levadiza en el patio trasero, y dejó allí unas cuantas cosas de trabajo. Así que a pesar del final de la relación, tuvo que volver allí para recoger su coche y sus cosas. Desde la I-5 salió a la avenida Michigan, que corría en diagonal a lo largo de la valla norte de Boeing Field, y después de seguirla hasta el río durante un par de manzanas, giró al norte en Georgetown.
Cien años antes Georgetown fue una ciudad independiente especializada en la fabricación y consumo de bebidas alcohólicas. Quedaba limitada por las principales líneas férreas y los canales fluviales industriales. A principios del siglo XX fue anexionada por Seattle, que no pudo soportar ver, tan cerca de sus límites urbanos, una ciudad independiente tan a punto para los impuestos.
Cuando los aviones se popularizaron, se construyó de inmediato el aeropuerto regional al sur. Lo nacionalizaron por la época de Pearl Harbor y luego Boeing lo utilizó para poner en el aire los B-17 y los B-29 durante toda la guerra. Las calles estrechas y tranquilas de Georgetown se llenaron de bungalós de remachadores. El barrio conservó su identidad hasta finales de siglo, cuando fue atacada por el norte y las punto-com que buscaban espacio barato para oficinas invadieron las plantas industriales al sur del centro de la ciudad, cebándose en las tiendas de máquinas y fundiciones que habían perdido gran parte de su negocio por culpa de China. Las fábricas y talleres fueron desmantelados y vendidos como chatarra o subastados, los altos techos se limpiaron y se llenaron de escaleras portacables que crujían bajo el peso de kilómetros de cable de red azul. Los camioneros tuvieron que acostumbrarse a compartir las calles llenas de baches del distrito con gente que iba al trabajo en bicicleta con mallas de licra y cascos de corcho blanco. Fue durante esa época cuando Peter, notando la oportunidad, adquirió su edificio. Se convenció a sí mismo de que algunos amigos y él podrían lanzar allí una compañía de alta tecnología. Eso no llegó a materializarse debido a los cambios en el clima financiero, así que terminó usando parte como espacio para vivir/trabajar y alquiló el resto a artistas y artesanos, que no pagaban el mismo tipo de alquiler que las compañías high-tech. Pero lo que fue malo para Peter fue bueno para Georgetown, o al menos para el aspecto de Georgetown que se dedicaba a otra cosa que no era jugar con bits.
Era un viejo edificio de ladrillo. La planta baja tenía altos techos sostenidos por vigas de abeto viejo y que habría sido un bonito entorno para un restaurante o un pub cervecero si el edificio hubiera estado en una calle más accesible y si Georgetown no tuviera ya varios. Peter acabó subdividiendo aquel nivel en dos naves, una alquilada por un soldador de metales exóticos que hacía componentes para la industria aeroespacial, y el otro que le servía al propio Peter como taller. Era allí donde el coche de Zula había pasado el fin de semana. Arriba había un solo piso de espacio sin terminar con bonitas ventanas viejas que daban a Boeing Field. También estaba dividido en un despejado
loft
de vivienda/trabajo y otra unidad que Peter había estado arreglando con la esperanza de alquilarla a algún joven moderno que quisiera vivir, como Peter lo expresaba, «en presencia de arcos».
La observación tuvo poco sentido para Zula hasta que después de pasar algún tiempo en el barrio empezó a advertir que, sí, los viejos edificios mostraban ventanas y portales sostenidos por verdaderos arcos de ladrillo o de piedra, de esos que ya nunca se usaban en las construcciones más nuevas. Que Peter se hubiera dado cuenta era notable, y que hubiera comprendido que podría ser atractivo para cierto tipo de personas reflejaba más conocimiento del ser humano de lo que normalmente se notaba en un friki.
Así que, esa noche, cuando regresaron a su espacio a eso de las dos de la madrugada y ella subió a recoger las cosas que había dejado dispersas durante los meses que casi había estado viviendo con él, y vio los arcos de ladrillo en las ventanas que había dejado al descubierto durante la remodelación, se le pasaron muchas cosas por la cabeza en unos instantes y se sintió incapaz de moverse o pensar con claridad. Se quedó allí de pie en la oscuridad. Las luces de Boeing Field se reflejaban en el bajo techo de las nubes que presagiaban lluvia y las hacían parecer de un color plateado verdoso que llenaba las aberturas de las ventanas, como lanzadas contra el cristal.
Se sintió extrañamente reconfortada. Lo natural era preguntarse en este momento: «¿Qué es lo que vi en este tipo?» Aparte de su belleza física, que era muy obvio. Esas ocasionales reflexiones, como la de los arcos. Otra cosa: trabajaba muy duro y sabía hacer un montón de cosas, lo que la hizo recordar la familia que tenía en Iowa. Era inteligente y, como demostraban los libros almacenados y dispersos por todo el lugar, le interesaban muchas cosas y podía hablar de ellas de forma apasionante cuando le apetecía hablar. Estar aquí ahora, sola (pues él se había quedado abajo descargando su equipaje), le permitió examinar el proceso de su enamoramiento, como si recreara la escena de un crimen, y por tanto convencerse de que no había sido solo una estupidez. Podía perdonarse por no haber advertido las cualidades capaces de poner fin a la relación que habían sido tan descaradamente obvias durante las últimas doce horas. Sus amigas probablemente no se preguntaban unas a otras, a espaldas de Zula, qué había visto en ese tipo.
Lo cual la llevó a cuestionarse, una última vez, mientras estaba a solas en la oscuridad y seguía teniendo la oportunidad, si debería haber roto con él o no. Pero estaba segura de que cuando despertara a la mañana siguiente se sentiría bien. Era el tercer tío con el que cortaba. Cuando iba a la facultad, las mulatas expertas en dinámica computacional de fluidos no ligaban tanto como, digamos, las rubias de ojos azules que estudiaban administración de hoteles y restaurantes. Pero, como la habitante de un sótano que tiene su propio jardín en latas de café, había cultivado y mantenido una pequeña vida social propia, y cosechado el ocasional tomate maduro, y quizá lo había disfrutado más intensamente que alguien que pudiera comprarlos en bolsas en Safeway. Así que no le faltaba experiencia en el tema. Lo había hecho antes. Y se sentía tan segura sobre esa ruptura como lo hizo con las otras dos.
Encendió las luces, lo que lastimó sus ojos cansados, y empezó a recoger las cosas que sabía que eran suyas: del cuarto de baño, sus mínimos pero importantes productos cosméticos, y algunos peines y cepillos. De su rincón favorito, algunas notas y libros relacionados con el trabajo. Un par de novelas. Nada importante, pero no quería que Peter se despertara todas las mañanas y encontrara fragmentos dispersos de su rastro. Apiló lo que encontró en lo alto de las escaleras que conducían al aparcamiento y volvió a las habitaciones, recuperando material menos obvio: una gorra de béisbol, un clip para el pelo, una taza de café, protector labial. Redujo el ritmo y tardó más de lo necesario porque cuando esto terminara tendría que bajarlo todo al aparcamiento donde Peter estaba enfrascado con su equipo de snowboard, y sería embarazoso. Estaba demasiado agotada para enfrentarse a ese malestar de un modo agradable y no quería que el último recuerdo que Peter tuviera de ella fuera el de una bruja protestona.
Cuando regresó junto a las cosas que había apilado en lo que pensaba que sería la penúltima vez, oyó voces abajo. La de Peter y la de otro hombre. No pudo distinguir las palabras, pero el otro hombre estaba muy irritado. De abajo llegaba una fría corriente de aire: el aire exterior entraba por la puerta abierta del aparcamiento. Traía el agudo perfume de la gasolina mal quemada, un olor que hoy en día solo procedía de los coches muy viejos, sin convertidor catalítico.
Zula se asomó a una ventanita que daba al callejón lateral del edificio y vio un coche deportivo con los faros encendidos, la puerta del conductor abierta, el motor todavía en marcha. El conductor discutía con Peter en el aparcamiento. Zula supuso que era porque Peter había dejado el Scion bloqueando el callejón mientras descargaba sus cosas. El descapotable estaba detenido morro con morro con el Scion: su conductor, o eso especuló Zula, estaba fastidiado porque no podía pasar. Tenía prisa y estaba borracho. O tal vez estaba puesto de meta, a juzgar por la intensidad de su furia. No pudo entender la discusión que tenía lugar abajo. Peter estaba sorprendido por algo, pero hacía de hombre razonable y trataba de calmar al desconocido. Este gritaba cada vez más, y Zula no podía entenderlo. Advirtió que tenía algún tipo de acento, y aunque el inglés de Zula era prácticamente perfecto, tenía unos cuantos puntos flacos, y captar los acentos era uno de ellos.
Estaba a punto de llamar al 911 cuando oyó al desconocido decir «buzón de voz».
—... estaba apagado... —explicó Peter, de nuevo con voz tranquila y razonable.
—... todo el camino desde la jodida Vancouver —se quejó el desconocido—, en medio de la puta lluvia.
Zula se acercó a la ventana y miró de nuevo el coche del desconocido y vio que tenía matrícula de Columbia Británica.
Era ese tipo. Era Wallace.