Reamde (56 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
11.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

Fuera lo que fuese lo que estaba diciendo Marlon, afectó tanto a Yuxia que tuvo que parar la furgoneta a un lado de la calle y llorar en silencio durante unos momentos. Csongor se sintió simultáneamente agradecido por la agudeza de Marlon y triste por su efecto en la pobre Yuxia.

Pero justo cuando Csongor se aprovechaba de este poco característico momento de debilidad por parte de su conductora intentando abrir de nuevo la puerta de la furgoneta, se vio impulsado contra el asiento por la poderosa aceleración cuando ella pisó a fondo.

Marlon le gritó algo, y Csongor pudo imaginar su significado: «¿Qué demonios estás haciendo?»

Todas estas violentas paradas y arranques habían puesto nervioso a Csongor respecto a un disparo accidental de su pistola. Buscó el seguro y lo puso.

Marlon pasó al inglés y miró a Csongor.

—Me gustaría bajar del coche.

—Bien —dijo Csongor. Se metió la Makarov en el bolsillo lateral de sus pantalones e intentó de nuevo echar mano al tirador de la puerta.

—Creía que querías ayudar a la chica que te salvó el culo —dijo Yuxia, mirando aviesa por encima del hombro.

—Y quiero —respondió Marlon—. Pero de un modo que no apeste.

Csongor había conseguido abrir la puerta de la furgoneta. Marlon se incorporó, agachándose para no rozarse la cabeza con el afilado metal del techo agujereado de la furgoneta. Se metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono y la batería, que metió en su sitio. La dejó caer en el portavasos junto a Yuxia. Con el mismo movimiento, cogió el teléfono y la batería de Yuxia, que Csongor había dejado allí, y se los metió en el bolsillo. Yuxia, rindiéndose a lo inevitable, redujo la velocidad. Marlon giró sobre un pie, pasando delante de Csongor, y metió la mano en el bolso abierto y agarró un pequeño fajo de billetes. Se lo acercó a la cara y lo sujetó con los dientes, y luego salió de espaldas de la furgoneta, golpeando el asiento junto a Csongor mientras medio caía. Se tambaleó y rodó por el polvo del arcén y luego cayó de culo mientras Yuxia aceleraba.

Csongor advirtió que faltaba una de las dos granadas aturdidoras. Cogió la restante y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Había perdido la noción de dónde estaban: bajando por una calle remota flanqueada por pequeños negocios que parecían tener que ver con negocios marineros, cosas que supo no por haber observado con atención sino por atisbos y olores momentáneos de chispas, humo, peces, aguarrás, gas. Pero entonces cruzaron un plano invisible hacia otra propiedad, y los edificios dieron paso a un camino despejado hacia el embarcadero. El taxista seguía esperando y el barco ya casi había llegado.

Jones no podía dejarse ver fuera del taxi, y por eso aguardaron durante varios minutos, el motor en marcha, esperando a que el barco se aproximara. El taxista estaba inmóvil, mirando al frente, el sudor corriendo bajo su corto pelo y fluyendo por su nuca. Zula era consciente, por supuesto, de que entre los dos podrían someter a Jones, o al menos fustigarlo hasta el punto en que el taxista podría escapar y pedir ayuda. Pero eso requeriría algún tipo de comunicación entre ambos, cosa que, con Jones sentado allí escuchando, habría sido imposible incluso aunque hubieran tenido un lenguaje en común.

El barco se deslizó por un extremo del embarcadero y apagó los motores. Su piloto había calculado a la perfección y se había detenido directamente delante de ellos. La diferencia de altura entre la superficie del embarcadero y la cubierta del barco era solo de unos pocos palmos: un obstáculo menor, parecía, pues tres hombres saltaron al embarcadero y se acercaron al taxi. Uno de ellos se dirigió a la puerta del conductor y dejó que el taxista viera la culata de una pistola que asomaba en el bolsillo de sus pantalones. Entonces hizo un pequeño gesto con la cabeza que indicaba «Sal». El taxista quitó el seguro de su puerta, y el hombre la abrió. Moviéndose con vacilación, el taxista giró en su asiento, puso los pies en el suelo, miró al pistolero esperando nuevas órdenes.

Un segundo hombre se colocó junto a la puerta del lado de pasajeros. El tercero dio la vuelta y abrió la puerta de Jones y lo saludó en árabe. Jones respondió de igual modo mientras tanteaba en busca de la mano de Zula. Entrelazó los dedos con los de ella y luego se deslizó hacia la puerta, tirando de ella.

Subir a aquel barco (que era obviamente lo que iba a suceder a continuación) le pareció a Zula una idea espantosa. Se agarró al tirador de la puerta con la mano libre, anclándose allí, y se negó a salir.

Jones se detuvo en el umbral y la miró.

—Sí, podemos hacerlo gritando y pataleando. Nosotros somos cuatro. Alguien podría darse cuenta, podría llamar a la policía. La policía podría responder y podría llegar a tiempo para echar un buen vistazo a un barco lejano que podrían distinguir entre los miles de otros barcos similares. Pero deberías comprender, Zula, que esto es un asunto cerrado. Los márgenes son estrechos. Solo podemos permitirnos un número limitado de pasajeros. Si no sueltas ese puñetero tirador y vienes por las buenas, meteremos al taxista en el maletero y tiraremos el coche al agua.

Zula soltó el tirador y agarró la mano de Jones. Se deslizó de lado por el asiento hasta que llegó al lugar donde pudo girar sobre su trasero y apuntar con los pies hacia la puerta. Jones era fuerte y sabía que podía confiar en su agarre. Se aferró a su antebrazo con la otra mano y luego ejecutó una especie de movimiento gimnástico para sacar los pies del taxi. Mientras se erguía en la superficie del embarcadero, vio su cara, que observaba, no tanto con sorpresa sino con simple curiosidad, algo que se acercaba desde la carretera.

En ese momento (pues el cerebro funciona de forma curiosa) Zula lo reconoció de repente como Abdalá Jones, un importante terrorista internacional. Había leído sobre él en los periódicos.

Siguiendo la mirada de Abdalá Jones, Zula volvió la cabeza justo a tiempo para ver una furgoneta que venía a toda velocidad y se estampaba contra el guardabarros trasero del taxi.

Sokolov hizo inventario. En combate uno tenía tendencia a librarse de objetos a velocidad sorprendente, y por eso él y todos los demás en su línea de trabajo solían pegar a sus cuerpos las cosas realmente importantes. Menos de una hora antes, en el sótano del edificio de apartamentos, se había quitado el disfraz de pescador jubilado chino y se había puesto un chándal negro, zapatillas negras, rodilleras, y un suspensorio atlético con un protector de plástico para los genitales, y un cinturón con la funda de la Makarov y varios cargadores de repuesto. Un grueso chubasquero cubría un arnés negro del que colgaban diversos cuchillos, luces, bridas de plástico, y otras cosas que pudiera necesitar. A la espalda llevaba una mochila CamelBak llena de agua. ¿Por qué llevar agua en una misión que supuestamente solo iba a durar quince minutos? Porque una vez en Afganistán se embarcó en una misión de quince minutos que acabó durando cuarenta y ocho horas, y cuando regresó a la base, tras haber conservado la vida a duras penas bebiendo su propia orina y chupando la sangre de roedores y pájaros pequeños, juró que nunca volvería a quedarse sin agua.

Deshizo el nudo de la bolsa de basura que se había traído de la oficina. Tenía que moverse muy despacio para que la gente en la multitud que lo rodeaba no advirtiera que había una criatura viva bajo el toldo del carretero. Palpó en el interior de la bolsa e identificó la miscelánea de pesadas cajas electrónicas y entonces encontró la suave y mullida bolsa de cuero.

La mayoría de los contenidos de la bolsa tenían una utilidad mínima. Por ejemplo, había un condón, que pensó en colocar sobre la boca de su Makarov para que no entrara tierra en el cañón, pero ya tenía poco sentido hacerlo. Sin embargo, encontró un monedero con un carné de identidad con una foto que más o menos encajaba con el rostro de la mujer china que hablaba ruso (la espía) que había visto en la oficina. Y aquí tenía el caso en donde un aspecto aparentemente trivial de la industria de la moda femenina tenía profundas consecuencias, al menos para Sokolov. Pues un hombre habría llevado encima el contenido de esta cartera y se los habría llevado. Pero las ropas de mujer no permitían espacio para estas cosas, y todo tenía que ir en el bolso.

La fotografía estaba a la derecha del carné. Un número de serie, en números árabes, en la parte inferior. El espacio restante lo ocupaban una serie de campos, cada uno de ellos etiquetados en azul y con los datos impresos en negro. El superior estaba formado por tres caracteres, y Sokolov asumió que debía de ser el nombre de la mujer. Debajo había otros dos campos, dispuestos en la misma fila ya que cada uno de ellos consistía solo en un carácter. Supuso que uno de ellos debía de indicar el género. Debajo había tres campos en la misma línea, impresos en números árabes. El primero decía «1986», el segundo «12», y el tercero «21», así que era obviamente la fecha de nacimiento de la mujer. El último campo era mucho más largo y estaba formado por caracteres chinos que ocupaban una línea y media más, con espacio adicional debajo, y supuso que eso era la dirección de la mujer.

En el chaleco llevaba una libreta pequeña y un bolígrafo. Los sacó y dedicó un rato a copiar la dirección. Debido a su incómoda postura en el carro tambaleante, tardó bastante. Pero no tenía más que hacer en este momento.

En el bolso había también un teléfono móvil, que naturalmente comprobó en busca de fotografías y otros datos. No esperaba encontrar gran cosa. Si la mujer era una espía de cierta habilidad, tomaría las más estrictas precauciones con un aparato como este. De hecho, el número de fotos era bastante pequeño y parecía consistir sobre todo en fotos de edificios. La mayoría de las fotos mostraban edificios de oficinas, y la mayoría eran de la manzana donde habían tenido lugar los hechos de esta mañana. Pero unas cuantas eran de un edificio residencial en un barrio en la colinas con un montón de árboles. Intercaladas había algunas imágenes del interior de un apartamento vacío, y la vista desde sus ventanas: al otro lado del agua se veía el centro de Xiamen.

Todo esto era muy entretenido, pero tenía que forjar un plan para cuando el carretero lo llevara por fin al hotel. Por ahora habían llegado al gran bulevar que corría junto al muelle, y desde allí el avance sería más rápido. Sokolov abrió su móvil y refrescó la memoria pasando las fotos que había tomado del sitio un par de días antes. No había mucho que pudiera ayudarle: era la entrada principal de un gran hotel de lujo estilo occidental, y como tal era indiferenciable del mismo tipo de hoteles que se ven en Moscú, Sydney o Los Ángeles.

Siguió repasando la misma media docena de fotos, buscando algo que pudiera resultarle útil. La mayoría de la gente en torno a la entrada eran, naturalmente, botones y taxistas. Huéspedes que entraban y salían. Algunos vestidos con trajes de chaqueta, otros con ropa informal de turistas. No vio a ningún comando en chándal.

De todas formas, algo respecto a los chándales le reconcomía. Repasó la serie unas cuantas veces más hasta que lo encontró: un hombre entrando en el hotel. Aparecía en dos fotos sucesivas. En la primera, su pierna desnuda y su brazo asomaban en el recuadro. En la segunda, le asentía a un sonriente botones que le había abierto la puerta. El hombre tenía probablemente cuarenta y pocos años, alto, delgado, rubio con coronilla calva, y llevaba un par de
shorts
anchos y una camiseta sin mangas con el logotipo del triatlón. Zapatillas de deporte completaban su atuendo. En torno a su cintura llevaba una riñonera, con una botella de agua alojada en un bolsillo negro de malla.

Sokolov llevaba tres cuchillos, uno de los cuales tenía la punta curvada hacia atrás para cortar más fácilmente la tela. Trabajando con movimientos pequeños y nerviosos, cogió la tela del chándal a la altura del muslo y luego hizo un corte en forma de circunferencia, arrancando casi toda la pernera. Repitió el mismo procedimiento con la otra. Ahora llevaba puesto lo que podría pasar por un pantalón corto de deporte. Con concienzudo cuidado se quitó el chubasquero, el arnés, y el cinturón, dejando su torso cubierto solo por una camiseta.

Bebió todo lo que pudo de la CamelBak. Era un saco de nailon del tamaño de una hogaza de pan, con un abertura circular en la parte de arriba. La abertura era grande, del tamaño de la mano, lo que facilitaba llenarla. Metió dentro el móvil de la mujer, el carné de identidad y la mayoría de los contenidos de la cartera: todo lo que pudiera ser utilizado para identificarla. Incluía unas cuantas tarjetas de crédito y unos cuantos papeles que no ocupaban mucho espacio. Añadió su libreta y un par de cuchillos. Desmontó la pistola Makarov y metió todas las partes del arma, así como dos cargadores de repuesto que llevaba en el cinturón. Rellenó el espacio sobrante de dinero, en parte porque lo necesitaba y en parte para hacer que la mochila abultara como si estuviera llena de agua. Luego volvió a cerrar la abertura.

Perfectamente doblada en el bolsillo del chaleco llevaba una toalla; en realidad, medio pañal, suficientemente fino para poder ser comprimido al máximo. Era otra cosa que había aprendido a llevar siempre. Lo sacó de su compartimento y se lo metió en la cintura.

Metió todas las demás cosas en la bolsa de basura. Ahora se movía con menos sigilo porque el carretero había llegado a una calle que no estaba tan abarrotada. Sokolov había reservado una brida de plástico y la utilizó para cerrar la bolsa.

Se arriesgó a mirar por debajo de la lona y vio la torre del hotel a unos doscientos metros más adelante.

Aunque su disfraz de corredor fuera perfecto, no podía saltar de debajo de una lona en un carro a la vista de los botones, ni de nadie. Y todavía tenía que deshacerse de la bolsa de basura. Abrió de nuevo el móvil y revisó las fotos una vez más. El otro día, después de mirar este hotel, habían cruzado la calle hasta el muelle y habían reconocido el terreno. Aunque gran parte eran terminales de ferris abarrotadas, otra, más al norte, era un suburbio de muelles abandonados y costa cubierta de basura. Encontró una foto de esa parte general de la costa y llamó la atención del carretero siseándole.

Se miraron ahora el uno al otro a través de una pequeña abertura bajo el borde de la lona. Sokolov hizo un gesto con el dedo para llamar al carretero. El hombre extendió la mano bajo la lona. Sokolov le tendió el teléfono. El carretero lo recogió y lo miró durante unos instantes, luego asintió y lo devolvió. Sokolov lo recogió y lo guardó en un pequeño bolsillo externo de la CamelBak.

Other books

Veritas (Atto Melani) by Monaldi, Rita, Sorti, Francesco
The Den by Jennifer Abrahams
The Cavalier in the Yellow Doublet by Arturo Perez-Reverte
Geek Girl by Cindy C. Bennett
The Jacket by Andrew Clements