Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (60 page)

BOOK: Reamde
10.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tras haberlas asegurado de esa forma, se puso de nuevo en movimiento y ayudó al resto de la tripulación (media docena de hombres, en total) para empujar por la borda primero la furgoneta y luego el taxi. El barco había cruzado ya hasta la mitad de la caleta y enfilaba hacia el gran puente que cubría el canal con el que conectaba al mar. Aunque la mayor parte de la cala era poco profunda, esta parte parecía un canal dragado. Ambos vehículos se hundieron inmediatamente y desaparecieron en las aguas oscuras.

Sobre ellos, parecía que todos los coches de policía y ambulancias de la República Popular China cruzaban el puente, todos en la misma dirección, ignorándolos por completo.

Mientras los hombres se dedicaban a arrojar los vehículos por la borda, Yuxia sintió una vibración momentánea en el tobillo. Metió la mano en la bota, sacó el teléfono de Marlon, y miró la pantalla. Mostraba un mensaje de texto: APAGA EL TONO DE LLAMADA.

Mientras ella lo miraba, apareció un segundo mensaje: BOTÓN ROJO EN EL LADO.

Le dio la vuelta al teléfono y encontró un botoncito rojo con la imagen de una campana. Lo puso en posición de desconexión y volvió a guardarse el teléfono en la bota.

Csongor observó la partida del barco agazapado en las aguas poco profundas bajo el embarcadero. Solo asomaba su cabeza. Miraba desde detrás de un viejo pilar. El ritmo de las olas mecía su cuerpo a un lado y a otro. Ya había comprendido que era imposible agarrarse al pilar para conservar el equilibrio, puesto que estaba cubierto de percebes que lo convertían en una especie de hoja de sierra en 3D, y la tendencia general de las olas era frotarlo contra él. Pequeñas ondulaciones lamían los caparazones grises y blancos de los percebes y los manchaban de rosa, pues la sangre brotaba en impresionantes cantidades del cadáver semiflotante del hombre a quien Csongor había matado hacía solo unos instantes.

Todo su cuerpo temblaba incontrolablemente, pero no porque estuviera sumergido en agua. En las últimas horas habían sucedido muchas cosas que escapaban a sus experiencias pasadas, pero lo que no podía sacarse de la cabeza era que le hubiera puesto una pistola a un hombre en la cabeza y hubiera apretado el gatillo. De algún modo, esto era mucho más inquietante que haber sido tiroteado. Y de hecho haberle disparado y matado a este otro tipo había causado muy poca impresión en él, aunque imaginaba que era algo que regresaría para ocupar sus pesadillas más tarde.

Su reacción nerviosa no le estaba haciendo ahora ningún favor. Simplemente estaba viendo, desde unos metros de distancia, cómo una banda de terroristas se escapaba con alguien por quien se preocupaba. Y sin embargo por mucho que pensara no podía hacer que la situación mejorase. Ya había intentado un asalto frontal. Solo los rápidos reflejos de Zula (¿cómo sabía tanto de armas?) lo habían salvado. La ventaja de la sorpresa se fastidió. La única acción que podía emprender ahora era acercarse y empezar a disparar con la Makarov. Pero ellos estarían esperando eso; y desde esta distancia, con las manos temblando, era igual de probable que le diera a Zula o a Yuxia que a uno de los terroristas. Había oído hablar al negro alto del terrorista suicida, y había visto con sus propios ojos cómo los policías de los dos coches patrulla escuchaban sus órdenes por la radio, se daban media vuelta, y corrían a cumplir misiones más importantes. Así que aunque hubiera estado dispuesto a llamar sin más a la policía y entregarse a la ley, no habría podido conseguir su atención.

El tiroteo en el embarcadero, naturalmente, había sido visto por todo el barrio, y por eso todos los demás barcos se habían lanzado a la orilla y la caleta quedó completamente tranquila a excepción de la estela blanca del barco de los terroristas que se dirigía a mar abierto, escorado y rezongante bajo el peso de los dos vehículos estrellados. La costa estaba desierta.

La única excepción era una barquita con motor fuera borda que salió de un recodo a unos pocos cientos de metros de distancia y corría en paralelo a la orilla, dirigiéndose hacia el embarcadero donde estaba escondido Csongor. El ruido del motor subía y bajaba como una persona que desafina al intentar cantar, y su rumbo fue un poco vacilante al principio. Pero su piloto (un tipo alto y delgado con un
douli
, el sombrero cónico tradicional de los obreros chinos) parecía aprender rápido. Ganó confianza a medida que avanzaba, y cuando terminó de acercarse al embarcadero se echó atrás el gran sombrero para descubrir su cara: era Marlon.

Csongor se levantó y sonrió, cosa que, si lo pensabas, era una perfecta estupidez dadas las circunstancias. Marlon le devolvió la sonrisa. Entonces la sonrisa se le borró del rostro cuando advirtió que se dirigía a la fangosa orilla sin poder detenerse y sin suficiente espacio para virar.

Csongor se plantó delante de la barquita, se inclinó hacia delante y apoyó las manos contra su proa, que estaba cubierta de trozos de neumáticos. El impulso lo obligó a retroceder unos cuantos pasos, pero muy pronto logró detenerla y luego la hizo girar para que apuntara de nuevo hacia el agua. Era de madera, de unos cuatro metros de largo, más alargada que una barca de remos, pero no tan esbelta como una canoa. Su pintura más reciente era roja, pero la de antes era amarilla, y en su historia anterior fue azul. Hecha para transportar cosas, en vez de personas, no tenía demasiados bancos: uno a popa para el encargado del motor y otro a proa, más bien un estante que un asiento.

Csongor llevaba cruzado sobre el pecho el bolso de mano de Ivanov. Todo el tiempo que permaneció agazapado bajo el embarcadero, flotó a su lado, hundiéndose gradualmente mientras se llenaba de agua. Se lo quitó y lo lanzó a la barca, y luego apoyó las manos en la borda, flexionó las rodillas, saltó y dio una voltereta, lanzándose primero de cabeza y rezando para que la barquita no volcara. Pareció a punto, pero se enderezó. Marlon aceleró un poco y la barca gimió mientras recorría el embarcadero y se internaba en las aguas abiertas de la cala.

—Agáchate —sugirió.

Csongor se bajó del asiento delantero de la barquita y se sentó en las sucias aguas que se amontonaban en el fondo de la quilla. Seguía sintiéndose ridículamente expuesto. Pero cuando se asomó por la boda, advirtió que ya no podía ver el barco de los terroristas, lo que significaba que ellos no podían verlo a él. Y eso era todo lo que importaba. Si volvían la vista atrás, todo lo que verían sería un esquife pilotado por un hombre con un sombrero corriente. Ningún grandullón húngaro armado sería visible a menos que Marlon se acercara mucho a ellos, lo que parecía improbable.

—¿Has comprado esta barca, o la robaste? —preguntó Csongor, con un tono de voz que dejaba claro que en realidad no le importaba.

—Creo que la he comprado —dijo Marlon. Pilotaba con una mano y enviaba un mensaje de texto con la otra—. El dueño no hablaba
putonghua
.

Csongor se estaba familiarizando con algunas cosas repartidas por el fondo de la barca que su ex dueño no había tenido valor de llevarse durante lo que debió de haber sido una transacción extraordinariamente apresurada y mal pensada. Había un paraguas azul, tan estropeado que ya no podía plegarse. Al experimentar con él, descubrió que podía abrirlo casi entero y usarlo como sombrilla para proteger su cabeza rapada de la luz directa del sol. Dos remos servían como complemento propulsor. Un contenedor de plástico de los que se usan en Occidente para guardar yogur servía como utensilio para achicar agua. Como no tenía otra cosa que hacer, Csongor se puso a achicar. Tenía sed. Buscó alrededor y advirtió que Marlon no había tenido tiempo para conseguir agua potable.

Después de haberse alejado un kilómetro de la costa de Xiamen, Jones se arrodilló y abrió ambas esposas. De alguna parte trajeron un maletín de primeros auxilios. La mayoría de su contenido lo requisó Jones inmediatamente, y con la ayuda de un miembro de la tripulación se atendió la cabeza con un puñado de gasas esterilizadas y luego se las sujetó a modo de turbante con una venda. Con lo que quedaba, Yuxia se puso a trabajar en el meñique de Zula, que se había acostumbrado a tener el puño cerrado y apretado contra el estómago y por eso retirar la mano de su vientre y estirar el dedo fue una empresa dolorosa y sangrienta. Dolía y sangraba de manera desproporcionada respecto a la gravedad real de la herida. Yuxia le echó agua de la botella, lavó la sangre que se había vuelto reseca y pegajosa. La uña no estaba preparada para desprenderse todavía y por eso no la tocaron. Luego vendaron el dedo hasta que se convirtió en un molesto bate blanco de béisbol.

Mientras tanto, junto a ellas, los hombres estaban preparando té. Zula reconoció todos los elementos del ritual, que aquí se hacía de forma completamente distinta. El procedimiento local implicaba escanciarlo muchas veces, lo que hacían con una bandeja de horno que parecía que hubiera sido utilizada como escudo por la policía antidisturbios. Una rejilla plana perforada se colocaba encima, y sobre la rejilla había diminutos cuencos, más pequeños que vasos de chupito, viejos y manchados. Para los hombres del barco parecía que era enormemente importante que Zula aceptara uno de ellos y bebiera. Así que eso hizo. El primer sorbo de té solo le recordó lo desesperadamente sedienta que estaba, de modo que apuró el resto; cuando soltó el cuenco, lo volvieron a llenar de inmediato. Yuxia fue la siguiente. Entonces Jones tomó el suyo. Al parecer, los consideraban invitados.

Zula nunca había comprendido realmente el té hasta este momento. Los humanos necesitaban agua para no morir, pero el agua sucia los mataba con la misma seguridad que la sed. Había que hervirla antes de beberla. La cultura en torno al té era un modo de andar de puntillas por el filo de la navaja entre esas dos formas de morir.

Los hombres del barco no eran de Oriente Medio ni de China, pero dependiendo de cómo la luz y la emoción jugaran con sus rostros, mostraban claros signos de ambas raíces. Hablaban un idioma que no era árabe ni chino, pero había al menos uno (el más competente de los dos pistoleros, también equipado con binoculares y teléfono) que se ponía a hablar en árabe cuando quería comunicarse con Jones. Zula tuvo la impresión de que estaban quemando un montón de combustible durante los primeros quince minutos del viaje, probablemente intentando poner distancia entre ellos y los problemas.

El lugar donde había tenido lugar el tiroteo con Csongor se había vaciado rápido, pero podía verse desde varios edificios de apartamento altos; quizá desde alguna cortina en un piso superior lo hubieran visto todo y estuvieran siendo testigos de la huida. Pero aunque así fuera, Jones tenía poco de qué preocuparse, ya que no había nada en este barco que lo distinguiera de todos los demás. Salieron a mar abierto, rodearon el extremo norte de la isla y pasaron junto al extremo del aeropuerto, donde un jet al aterrizar pasó tan cerca en el cielo que Zula pudo contar las ruedas de su tren de aterrizaje. Un lento giro al sur los llevó a la zona más transitada, el estrecho entre Xiamen y sus barrios industriales en el continente, cruzado por enormes puentes y abarrotado de barcos mucho más grandes.

—A la Isla Sin Corazón —dijo Jones, notando al parecer la curiosidad de Zula con respecto a su destino.

—¿Cómo?

El piloto había reducido la marcha, y el barco, después de recibir en la popa el impulso de su propia estela, avanzó a un ritmo mucho más tranquilo. Se habían mezclado cómodamente con el tráfico (compuesto en su mayoría por barcos como este y ferris de pasajeros) que serpenteaba entre enormes cargueros anclados como un arroyo entre peñascos.

Jones señaló indefinidamente hacia un horizonte meridional repleto de islas pequeñas, o quizás algunas de ellas eran cabos del continente asiático, asomados a la bahía.

—El centro de la flota pesquera comercial —explicó—. Emigrantes económicos de toda China van allí porque les han prometido trabajo. Cuando llegan, descubren que no hay nada para ellos y no pueden permitirse regresar. Así que trabajan virtualmente como esclavos —indicó con la cabeza a uno de los miembros de la tripulación, que estaba llenando de nuevo la tetera—. El lugar, obviamente, tiene un nombre oficial. Pero Isla Sin Corazón es como la llama esta gente.

Si esto hubiera sido una conversación de verdad, Zula habría hecho más preguntas. Pero parecía innecesario. Pudo sumar fácilmente dos y dos. Los hombres del barco pertenecían a algún grupo étnico musulmán del lejano oeste. Habían sido atraídos a la Isla Sin Corazón tal como había descrito Jones. Como no tenían ningún otro modo de hallarle sentido a sus vidas, habían sido reclutados por algún grupo radical, parte de una red que estaba en contacto con quienquiera que se relacionara Abdalá Jones. Y cuando Jones había decidido venir a China, estos hombres le habían proporcionado el sistema de apoyo que necesitaba.

Pero Zula tenía la impresión de que aún no había terminado. Así que le sostuvo la mirada. A su vez, él la observó con una expresión algo difícil de interpretar, ya que una parte de su cara estaba distorsionada por la hinchazón, y ya era un hombre difícil de leer de entrada.

—Estos hombres trabajan conmigo —dijo—, porque quieren. No tengo ningún poder sobre ellos. Si empezaran a ignorar mis órdenes, o simplemente me arrojaran por la borda y me dejaran ahogarme, las únicas consecuencias para ellos serían que sus vidas se volverían mucho más sencillas y seguras. Y por eso aunque fuera del tipo de hombre capaz de perdonar y olvidar tu intento, hace tan solo unos minutos, de que me pegaran un tiro en la cabeza, tendría que ser idiota para permitir que estos hombres me vieran mostrando ese tipo de debilidad. No es el tipo de cosa que hace que un hombre gane respeto e influencia en el ámbito de la Isla Sin Corazón, si entiendes lo que quiero decir.

Zula no quiso admitir que lo entendía, pero descubrió que ya no podía sostener su mirada, así que en cambio miró a Yuxia. El rostro de Qian Yuxia se había vuelto inexpresivo, y no quiso mirarla a los ojos. Zula pensó que ya había hecho algún tipo de conexión con lo que Jones describía como el ámbito de la Isla Sin Corazón.

—Y por eso —concluyó Jones—, las cosas van a ponerse feas. No es que fueran bonitas para empezar. Pero durante el viaje puede que empieces a pensar cómo puedes hacer que no se vayan de la mano. Yo sugeriría poner fin a la resistencia, o las agallas, o el término que quieras para definir el tipo de conducta que mostraste allá en el embarcadero, y un giro decisivo hacia el Islam: eso significa sumisión. Es solo una idea.

BOOK: Reamde
10.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Imprint by McQueen, Annmarie
Dead Man’s Shoes by Bruce, Leo
What If (Willowbrook Book 2) by Mathews, Ashlyn
The Poison Tree by Erin Kelly
Genesis by Jim Crace
The Switch by Sandra Brown
Three Loving Words by DC Renee