Tras analizar una serie de mensajes en una página dedicada al snowboard, Richard descubrió el nombre de la tienda de Vancouver donde Peter había adquirido aquella tabla de snowboard de alta tecnología que tanto le entusiasmaba. Un poco de investigación le hizo descubrir el nombre del propietario de la tienda. Richard contactó con él a una hora de la mañana que al parecer era considerada punitivamente temprana en el mundo del snowboard. Le dio explicaciones al propietario y le persuadió para que revisara sus archivos y encontrara el apellido de Peter en su tarjeta de crédito. Y esto abrió las compuertas de Google y le permitió encontrar la dirección del edificio en Georgetown en los archivos inmobiliarios de King County.
A las nueve de la mañana, casi exactamente doce horas después de irrumpir en el apartamento de Zula, se encontró dando vueltas a la manzana en cuestión. El mango amarillo de su martillo se proyectaba en vertical en su asiento de pasajeros, anunciando sus intenciones a todo el que se acercarse al parabrisas; como un chico de catorce años que intenta domar un pene erecto, Richard seguía empujándolo hacia abajo y seguía irguiéndose. No fue difícil identificar el edificio: recientemente había sido repellado.
Como en este caso no tenía el beneficio de contar con unos vecinos comprensivos, Richard aparcó en la calle y se acercó a pie al edificio, sin el martillo. Era una brillante mañana soleada de las que Seattle ofrece ocasionalmente a sus desesperados residentes a principios de primavera: los rododendros silvestres en el solar vacío al otro lado de la calle mostraban flores rojas, y los pilotos aficionados despegaban de Boeing Field en sus pequeños aviones. Richard llamó durante un rato a lo que consideró que era la puerta principal, luego se encaminó a la parte de atrás. Dos grandes puertas enrollables de metal daban al callejón. Entre ellas había una puerta de tamaño humano. Richard llamaba a esta última cuando una camioneta se paró en el callejón, tan cerca que podría haber extendido la mano para tocarla. El motor se apagó y la puerta se abrió. De la furgoneta bajó un delgado varón caucásico de pelo muy corto y barba de dos días de unos treinta años, vestido con una ajada chaqueta de cuero y unos Carhartts gastados.
—¿Busca a Peter? —preguntó, acercándose a la puerta enrollada de la derecha e insertando una llave en un enorme candado que colgaba del pasador. Antes de que Richard pudiera responder, continuó—: No lo veo desde hace semana y media.
—¿De veras?
—Me jode un montón a mí también, porque es mi casero, y quiero que me arregle el Internet. ¿Tiene idea de dónde está?
El hombre se agachó, cogió un asidero de la puerta y se levantó, dejándola abierta para revelar una oscura nave llena de máquinas soldadoras y las herramientas y las mesas de acero sin pintar que usa la gente que trabaja con cosas increíblemente calientes.
—Estoy investigando su desaparición.
El hombre se irguió y se volvió a mirarlo.
—¿Es usted policía?
—Investigador privado —respondió Richard—. Contratado por la familia.
—¿Tampoco saben dónde está?
—Su novia y él desaparecieron hace una semana.
—¿Exactamente una semana o...?
—La última vez que se les vio fue el lunes por la tarde.
—Mi Internet se murió el lunes por la noche, tarde.
—¿Oyó algo extraño, o...?
—No.
—¿Pero solo está aquí en horas de trabajo?
—Mi horario es irregular —dijo el hombre—, pero no duermo aquí.
Richard señaló la puerta enrollable de la izquierda. Estaba asegurada por otro candado enorme.
—¿Esta nave es suya?
—Sí.
—Supongo que no tendrá una llave.
El soldador se lo pensó.
—Sí, tengo una.
—¿Le importa si se la pido prestada?
—Lo siento, pero no presto mi equipo.
—¿Perdone?
El hombre avanzó hacia la oscuridad, extendió la mano, agarró algo, y tiró con fuerza, apoyando su peso. Empezó a retroceder hacia el callejón. Mientras se acercaba a la luz Richard vio que traía una carretilla de dos ruedas cargada con un par de cilindros de gas, reguladores, una manguera, y un soplete de tres cañones.
—Mi llave —dijo—. Lo abre todo.
Mientras el soldador abría el candado de Peter (un procedimiento que duró unos tres segundos, una vez que puso el soplete en marcha), Richard deambuló por el callejón, mirando las ventanas del piso de arriba que suponía pertenecían a la vivienda de Peter. Eran ventanas antiguas con muchos paneles y marcos metálicos. Advirtió que en una de ellas faltaba un panel de cristal, el de al lado del pestillo interior.
—Todo suyo —anunció el soldador, retrocediendo un paso—. Cuidado con la mano, estará caliente un rato.
Manteniéndose alejado de las partes calientes, Richard descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
Maldición, sí que había un montón de coches aquí dentro. Como si Peter hubiera estado dirigiendo un taller de desguace. En unos instantes identificó la gruesa furgoneta de Peter, la que los había llevado a Zula y a él a Columbia Británica, y el Prius de su sobrina, que estaba aparcado al fondo, al parecer para dejar sitio a un pequeño coche deportivo que habían metido con calzador en el espacio restante. Este último tenía matrícula de Columbia Británica. Las llaves estaban todavía en el contacto.
Con las manos en los bolsillos, Richard recorrió la nave. El soldador se quedó en el umbral de la puerta grande, quizá decidiendo sabiamente no inmiscuirse.
—Aquí está su problema —anunció Richard. Estaba delante de una lámina de madera prensada que había sido atornillada a la pared y utilizada como superficie para montar un sistema de telecomunicación: cable módem, routers, conectores, material telefónico. En dos lugares, los cables habían sido cortados, y sus extremos cuidadosamente colocados en su sitio para que el daño no fuera obvio. Uno era de teléfono, el otro era el cable coaxial que antes conectaba con el módem.
Era la primera sugerencia de juego sucio que veía Richard. Por supuesto, el hecho de que Zula (y, al parecer, Peter) hubieran desaparecido era más que suficientemente alarmante para que no hubiera pensado en otra cosa durante el último par de días. Pero en toda la investigación que había hecho hasta ahora, no había visto ninguna prueba real de que hubiera implicada maleficencia humana. La sospechaba, la temía, pero (como había señalado tozudamente el detective asignado al caso de la desaparición de Zula), no podía demostrarla. La aparición de aquellos dos cables cortados le impresionó tanto como un charco de sangre o un casquillo de bala.
Sacó su móvil y le envió un mensaje de texto a John: DETÉN A LOS POLICÍAS MONTADOS. EL COCHE DE PETER ESTÁ AQUÍ. EL DE ZULA TAMBIÉN. Decidió no mencionar el tercer coche ni los cables cortados por ahora.
—¿Reconoce este coche deportivo? —preguntó Richard. Su voz le sonaba extraña: seca y tensa.
—No.
—Bien. Voy a mirar arriba.
—Vale.
Había esperado que la entrada a la fuerza en el apartamento de Zula de la noche pasada fuera la última vez que tuviera que exponerse a la posibilidad de ver algo horrible. Y ahí estaba de nuevo, subiendo otras escaleras hacia otro posible escenario de un crimen. Esta vez le parecía mucho más probable encontrar algo que lo marcaría de por vida. Pero su responsabilidad era meter la cabeza en esa sierra psicológica concreta y por eso consideraba que tenía que seguir adelante.
Sin embargo, lo que encontró no era lo que esperaba. En el apartamento de Peter no había nadie, ni vivo ni muerto. Tampoco había signos de violencia ni lucha, con dos excepciones. Una (que ya había previsto) era el cristal que faltaba en la ventana, que había sido utilizado claramente para irrumpir en el
loft
. El vidrio roto todavía estaba esparcido por el suelo justo debajo.
El otro era una caja fuerte para armas rota que había apoyada contra la pared en un rincón. Algo claramente malo le había sucedido. Habían quemado una línea en torno a toda la parte superior, como si la hubieran atacado con un abrelatas termonuclear, y habían arrojado al suelo el trozo cortado. Los filos de metal al rojo habían quemado la madera. Instintivamente Richard buscó en el techo detectores de humo y advirtió que todos colgaban abiertos, sin las pilas.
Esta parte casi parecía un desperdicio de tiempo, pero dio un paso adelante y miró en el interior de la caja fuerte y comprobó que estaba vacía.
Regresó a las escaleras y encontró el soldador.
—Me vendría bien su opinión profesional en una cosa.
—Cortador de plasma —fue el veredicto del soldador, después de subir las escaleras y echar un buen vistazo al armario destrozado.
—¿Tiene usted uno?
—¡No! —respondió el soldador, y lo miró con mala cara.
—No le estaba acusando —dijo Richard, encogiéndose de hombros—. Solo tenía curiosidad por saber cómo son.
—Son una caja —dijo el soldador, extendiendo las manos para indicar el tamaño—. Así de grande.
—Portátil.
—Totalmente.
—¿Como para meterlo por esa ventana?
—Sería un poco difícil. Yo recomendaría las escaleras.
—Así que alguien usó probablemente la ventana para entrar y abrir una puerta, y luego subió por las escaleras un cortador de plasma.
—Sí —dijo el soldador—, pero no piense que el ladrón medio lleva uno encima por norma general.
—Entiendo —dijo Richard.
El soldador miró el apartamento de Peter por encima de su hombro, un poco incómodo.
—¿Ve algo... raro?
—No, no veo nada raro.
—Qué misterio, joder —dijo el soldador, y se marchó.
Richard se dirigió a la puerta principal, que tenía un cerrojo, una cadena y una cerradura de botón en mitad del pomo. Esta última estaba echada, pero los otros dos no. Tras entrar por la ventana, el ladrón debía de haber abierto esta puerta desde dentro y la usó para meter y sacar el cortador de plasma, y usó el botón para asegurarla cuando se marchó.
Así que, según todas las apariencias, el golpe con el cortador de plasma había tenido lugar cuando el apartamento estaba ya vacío.
¿Pero cómo encajaba el hecho de que estuviera vacío con la presencia de tres coches en el aparcamiento? ¿Y por qué el dueño del coche deportivo había dejado el llavero en el contacto? Generalmente, la gente necesitaba los llaveros para otras cosas, como entrar en sus propias casas.
Al darse la vuelta, advirtió una roja luz LED brillando en lo alto de un armarito donde Peter tenía por costumbre almacenar sus gabardinas, sombreros y botas. Se acercó y encontró una pequeña Webcam, montada allí con una telaraña de hilos blancos de nailon. Un cable de red desaparecía en un agujero en la pared. Richard lo siguió hasta la zona del taller donde estaban aparcados los coches, no lejos del panel de madera prensada con los artilugios de telecomunicaciones, donde en su momento debió de haber un ordenador en el estante inferior de un banco de trabajo. Encima había un monitor, un teclado y un ratón, pero sus cables colgaban en el espacio inferior. Había un cable eléctrico y un cable de red también.
Richard supuso que se habían llevado el ordenador, hasta que un minuto después literalmente tropezó con él cuando rodeaba el coche deportivo. Habían arrojado la CPU (una simple carcasa rectangular) al suelo y la habían atacado con el cortador de plasma: un simple pase por el lado, para cortar las disqueteras.
Richard maldijo. Creía que iba a encontrar algo. Peter había emplazado cámaras de seguridad por toda la casa. Quizás una de ellas había capturado alguna imagen de interés. Pero el intruso lo había previsto y se había asegurado de que el disco duro quedara destruido.
Rodeó todos los coches, se asomó a las ventanillas, sin querer contaminar las pruebas más de lo que ya había hecho. El de Peter estaba todavía cargado: lo que había sucedido había tenido lugar poco después de volver a casa el lunes por la noche.
Estaba anotando el número de la matrícula del coche de Columbia Británica cuando sus oídos detectaron un ruidito familiar: el sonido de un disco duro cobrando vida y poniéndose en funcionamiento.
Siguiendo el sonido, y ayudado por unos cables de red convenientemente colocados, buscó bajo el tramo de escaleras que conducía al
loft
y encontró una cajita, montada en un estante improvisado y conectada a un sistema externo a través de un puñado de cables de extensión. Era un punto de acceso wi-fi. Un poco más grande de los habituales de hoy.
Era más grande, advirtió, porque no era solo un router. Era también un dispositivo de backup. Tenía su propio disco duro.
Ninguno de los yihadistas tenía mucha prisa por explicarle nada a Zula, pero pudo llegar a algunas deducciones asomándose a las ventanillas y por las palabras en árabe que medio entendía.
Los había salvado la luz del amanecer, que les había mostrado un lugar donde posarse: una pista de aterrizaje que, sin embargo, era evidentemente demasiado corta para este tipo de avión. Acababa en un bosque. Lo cual parecía una forma bastante molesta de construir una pista de aterrizaje. Pero como Zula empezó a comprender, la gente que la había construido no había podido elegir. Esto era una especie de valle entre altas montañas. Era bastante espacioso y serpenteaba entre varios kilómetros cuadrados de terreno elevado y frío, y su fondo estaba repleto de barrancos y macizos de dura roca, dejando pocas alternativas para construir una pista de aterrizaje. Y el
shock
cultural podía haber sido un factor; tal vez Pavel y Sergei, acostumbrados a grandes aeropuertos internacionales y hoteles Hyatts, no habían hecho concesiones a los refugios para pilotos en los bosques del norte, y habían atribuido prudencia, o al menos cordura, a los arquitectos de esta pista.
O tal vez simplemente estaban desesperados y no pudieron hacer otra elección; o tal vez los estaban encañonando.
La pista de aterrizaje era parte de un complejo industrial que, desde el punto de vista de Zula, se extendía sin rumbo por diversas partes del valle que quedaban ocultas tras los árboles. Por fortuna, incluía un pequeño complejo de edificios a solo un centenar de metros de la pista. Todos parecían iguales, y estaba claro que eran estructuras prefabricadas que habían traído en camiones y habían montado. Algunos parecían almacenes, pero uno tenía una chimenea oxidada asomando sobre los tres palmos de nieve que cubrían su tejado. La pared que daba al sur estaba fortificada por al menos dos montones de madera de leña. Zula vio a través de una de las ventanillas cómo uno de los soldados se acercaba, moviéndose a un ritmo de unos tres metros por minuto mientras se abría paso con nieve hasta la cintura. Cuando por fin llegó a la puerta, destruyó la cerradura con una andanada de la pistola ametralladora y entró. Unos minutos más tarde, empezó a salir humo de la chimenea.