Authors: Mike Shepherd
—Supongo que esto te convierte en la primera empleada de la fundación. ¿Conoces a alguien más que pueda ayudarme?
Ester miró alrededor y un hombre dio un paso al frente. Sus botas tenían agujeros en la punta; tenía los pantalones empapados.
—Me llamo Jebadiah Salinski. La mayoría me llama Jeb. Era capataz en esta estación antes de que llegasen las lluvias y los encargados abandonaran el planeta. Veo que estáis cargando con sacos de alubias. Conozco a unos cuantos que solían trabajar aquí. Sabemos dónde están las máquinas y las carretillas elevadoras, aunque desde las lluvias no funcionan muy bien. Antes de largarse, mi jefe nos advirtió que la lluvia ácida las había dañado.
—Contratado —dijo Kris, y extrajo otro dólar de su bolsillo. Al igual que el primer ministro, Kris siempre llevaba un par de dólares encima. Nunca se sabía cuándo podía apetecerte un refresco con la red caída. Después de contratar a su segundo empleado, preguntó—: ¿Alguno de vosotros conoce a alguien que trabajase en el hotel en el que nos encontramos?
—Millie uZigoto era la encargada de las amas de llaves —dijo Ester—. Cuando la gente dejó de venir, el hotel cerró y los gerentes se marcharon.
—Parece que se fue un montón de gente.
—No mucha. Solo los que pudieron.
—Bueno, pues esto es lo que van a hacer los que aún siguen aquí. —Kris dio las instrucciones rápidamente, antes de que cambiasen de opinión—. El sueldo será de un dólar al mes. —Kris entregó el tercer y último dólar a Ester—. Déselo a Millie. El resto tendrá que esperar para recibir su paga. Además, podrán comer todo lo que quieran en la iglesia. ¿Os parece bien?
Ester y Jeb observaron al resto, que esperaban a una buena distancia bajo la lluvia. Una cabeza asintiendo aquí, un dedo moviéndose nerviosamente allá, una mano sensiblemente alzada. Avanzaron cuando Jeb así se lo indicó con gestos. Bajo las instrucciones de Ester y Jeb, empezaron a descargar a mano los recién llegados suministros. Después de comprobar los tres camiones que había en el patio, solo uno funcionaba.
Kris habló a través de su comunicador.
—Tom, ¿cómo están los barracones?
—Hechos un asco. Kris, yo no era capaz de mantener limpia mi habitación en una estación sobre un asteroide, en un entorno controlado donde se regulaba hasta la humedad. ¿Cómo se supone que voy a limpiar este lugar?
—Creo que nuestra organización no gubernamental local acaba de contratar a alguien para que te reemplace en los barracones.
—No sabía que hubiese ninguna ONG aquí.
—Esta mañana no, desde luego. Pero ahora sí.
—¿Por qué me da la impresión de que no quiero saber cómo ha ocurrido?
—Reza a tus ancestros y a San Patricio para que Hancock tampoco quiera saberlo. Bueno, tengo tres camiones aquí fuera, y solo uno de ellos arranca. Tengo carretillas elevadoras y vehículos dañados por la lluvia ácida. ¿Tienes alguna idea sobre cómo repararlos?
—Seguramente sean daños en los paneles solares. Tampoco es que haya mucho sol, pero tendremos que apañárnoslas con lo que tenemos. Podría utilizar los nanos con los que abrillanto el metal de mi uniforme para que los paneles solares vuelvan a funcionar.
—¿Utilizas nanos para sacar brillo a tu uniforme?
—Por supuesto, ¿no lo hace todo el mundo? —preguntó, con franca perplejidad.
Kris miró hacia el cielo, resignada... y consiguió llenarse los ojos de agua de lluvia. Pestañeando, devolvió sus atenciones al comunicador.
—Tom, mañana por la mañana llegará alguien que conoce los barracones para reemplazarte, así podrás marcharte de allí y poner tus duendes a trabajar en mi equipo averiado.
—También llevaré el
kami
de mis ancestros.
—Créeme, necesitamos todos los milagros posibles.
El único camión que funcionaba ya estaba cargado. Kris hizo que tres cadetes armados vigilasen el cargamento mientras la comida era descargada en las cocinas de las que había hablado Ester, que prometió devolver los camiones sin daños antes de que oscureciese. Puede que los cadetes fueran los únicos que llevaban fusiles M-6, pero la garantía de la mujer pareció tranquilizarlos. Habiéndose quedado sin dinero en el bolsillo, Kris hizo que Nelly incluyese unos cuantos dólares con cada envío de ayuda, intentando no llamar la atención, y concluyó el día sintiéndose bastante bien.
La mañana siguiente empezó mal y fue a peor. En primer lugar, que Millie uZigoto se ocupase de la gestión del hotel requería una reunión entre el coronel y la teniente Pearson. El coronel aceptó inmediatamente, como si no le importase quién lo hiciera, siempre y cuando los barracones estuviesen limpios. Pearson insistió en aferrarse a un contrato firmado y solo cedió en su larga lista de pegas cuando fue evidente que aquel servicio se llevaba a cabo a través del programa de entrenamiento básico para voluntarios de la Sociedad, por lo que no le costaría dinero a la Marina. La rápida búsqueda de Nelly en los archivos legales dio con el resquicio que Kris andaba buscando. El coronel parecía disfrutar de lo lindo contemplando a Kris hacer malabares para convencer a Pearson.
Una vez recibida la aprobación del cuartel general, Kris hizo que Tommy inventariase todas sus herramientas y todo cuanto necesitasen para convertir aquel pedazo de chatarra húmedo y oxidado en algo útil. Kris se asignó a sí misma la desagradable tarea de reunir un inventario completo de los suministros, separando los de la Marina de las ayudas. Apenas había empezado aquella tarde cuando un corredor sin aliento se le acercó a toda velocidad. Le informó de que unos matones armados habían tomado una cocina, habían saqueado toda la comida y habían golpeado a Ester Saddik con una pistola, por motivos que a Kris se le escapaban.
La alférez se detuvo a dos pasos de la cocina de Ester. Intervenir así no serviría de nada. Nadie dejaba rastro con semejante lluvia y, tal y como estaban las cosas, nadie veía nada. Mientras Kris sopesaba sus pobres opciones, Jeb la reemplazó en el inventario. Libre de aquella responsabilidad, Kris regresó al exterior para que la lluvia la refrescase.
No tenía sentido correr por el pueblo; el muchacho dijo que Ester ya estaba siendo atendida por el mejor médico de la zona. Se sentía tentada de reunir a una docena de cadetes armados y perseguir a los culpables. Pero apenas obtendría resultados. Aquello le presentó un nuevo y desagradable problema: asegurarse de que no volviera a ocurrir. Pasó una hora yendo de acá para allá bajo la lluvia. La situación no era muy diferente a ordenar una oficina de campaña. Pero claro, cuando las cosas se tuercen, la opción más sensata es ponerse en contacto con algún líder local antes de meter demasiado las narices. Aunque conseguir que dicho líder obedeciese a Kris por las buenas significaría, con toda probabilidad, pedir demasiado.
Aquella noche, durante la cena, colocó su bandeja ante la del coronel Hancock, se quitó el poncho y se sentó.
—Necesito consejo, señor.
—Empiezo a asustarme cada vez que utiliza esa palabra por las buenas, alférez. ¿Con qué me viene esta vez?
Kris le puso al corriente de los cambios en el almacén. Asintió, satisfecho, mientras untaba mantequilla en un cruasán que parecía a punto de deshacerse en su mano. Entonces le informó del problema de los robos de comida, protagonizados por hombres capaces de golpear a ancianas. No probó bocado mientras la observaba.
—¿Y pretende que haga algo al respecto?
—¿Señor...? —Kris no terminó la pregunta.
Él se reclinó sobre la silla.
—No me cabe duda de que estará al corriente de mi escasa popularidad en el cuerpo, acusado de utilizar ametralladoras para controlar a la muchedumbre.
—Lo estoy, señor.
—Además, será consciente de la calidad de los reclutas de los que disponemos, alférez Longknife. —Los dos echaron un vistazo a aquella estancia llena de personal de la Marina y marines novatos a medio entrenar.
—La verdad es que no, señor, pero...
—Pero ¿qué? —la interrumpió—. Quienes se asentaron en esta bola de barro escogieron que en cada casa hubiese un arma, a poder ser automática, guardada en el armario. Con un buen seguro, para que los chavales no se hagan daño. Por Dios, ¿es que estos idiotas pensaban que sus pistolas de juguete detendrían a unos monstruos cuando estos atacasen? —Resopló—. Bueno, pues ahora están pagando las consecuencias, con intereses, y no pienso exponer a los hombres que tengo a mi cargo para que quien quiera les pegue un tiro. —Miró fijamente a Kris y continuó con más suavidad.
»Me dijeron que esos granjeros se defendieron con piedras. Y yo juro por Dios que escuché disparos de armas automáticas. Pero no las hemos encontrado, y nadie cree a los marines. Excepto otros marines. Pero aún estoy metido en este agujero, y no pienso empeorar la situación de nadie. —Hizo una bola con su servilleta y la tiró sobre su cena, que apenas había probado. Lanzó una mirada ceñuda al plato. Después, alzó la vista hacia Kris.
»Entonces, alférez Longknife, ¿qué pretende hacer con esos matones que roban comida y pegan a ancianas?
—Quiero poner guardias en los almacenes, todo el día.
—Es decir, dejar a nuestros pobres novatos en el barro, bajo la lluvia. Convertirlos en objetivos fáciles.
—No, señor. Uno de los almacenes tiene una torre de cuatro pisos. Desde allí, los guardias tendrían un buen campo de visión sobre los alrededores de la valla. —Y una buena línea de tiro—. He rellenado los antiguos sacos de arroz con arena y he construido un pequeño búnker ahí arriba. Eso debería proteger al guardia. Y necesitaré linternas.
—Puedo conseguirte una.
—También voy a pedir a los religiosos, oficiales y comerciantes locales que ayuden en los turnos de guardia.
—¿Para que puedan ordenar abrir fuego?
—No, señor. Para que sirvan como testigos en cualquier tribunal local si uno de nuestros oficiales da órdenes de disparar.
El coronel miró un buen rato a Kris.
—No está mal, alférez. ¿Sabe? En las granjas están pasando hambre.
—Sí, señor. Tenemos que mandar una docena de camiones esta semana. Me pondré a ello.
—El primer convoy va a acabar tiroteado, puede que incluso saqueado.
—Iré con él, señor. A menos que me ordene lo contrario.
El coronel resopló.
—Lo siento, criatura. Ya he estado en esta situación. Cuando la cadena de mando te da la espalda, aprendes a tomar cualquier pequeña ventaja de la que puedas sacar provecho.
—Gracias, señor. —Aquella parecía ser su única respuesta. El coronel se puso en pie, dejando la cena sin terminar—. Una última cosa, señor —añadió Kris rápidamente—. He oído que la ONG que me está ayudando está contratando a lugareños armados para proteger las cocinas.
Aquella afirmación le ganó una prolongada mirada antes de que el coronel optase por retomar su camino.
—Lo que hagan los lugareños entre ellos es su maldito problema —dijo lentamente—. Pero no pierda mucho tiempo en ello.
—Por supuesto que no, señor.
Lo primero que hizo Kris a la mañana siguiente fue comprobar cómo iban las cosas en el almacén; Jeb y una docena de miembros de su equipo se habían pasado buena parte de la noche trabajando. Esperaban completar el inventario al mediodía, así que Kris los dejó continuar.
Tommy llegó al cabo de unos minutos. Millie había aparecido en la puerta principal de los barracones aquella misma mañana, acompañada por un pequeño ejército de antiguos empleados del hotel.
—Podemos ocuparnos de las cosas por aquí, buen señor, si es tan amable de dejarnos pasar para que así podamos tenerlo todo como los chorros del oro para la cena. Ahora, buen señor, por favor, piérdase.
Tommy tenía varias ideas sobre cómo poner en marcha el equipo defectuoso, de modo que Kris dejó al «buen señor» solo, concentrado en lo que ella quería que hiciese.
Ester regresó al edificio donde repartía la comida, un lugar ordenado que, si bien agradecería una mano de pintura en el exterior, era de lo más hogareño en el interior. La mujer tenía la cabeza vendada, pero eso no hizo que trabajase más despacio. Nelly había descubierto un banco local con rollos de dólares de Bastión en su cámara. Kris dejó cuatro rollos, cien dólares en total, sobre la mesa que se extendía ante Ester.
—¿Cuánto tardarás en poner a guardias armados en cada cocina?
—Ya están aquí —contestó Ester. Tras la mesa, dos jóvenes mujeres sonrieron y sacaron sendos fusiles de debajo de la mesa—. Son mis hijas —explicó Ester—. Sus maridos están fuera.
—¿Y las otras cocinas?
—Hoy todas disponen de guardias. Ningún hombre quiere que su mujer pase por esto —comentó al señalarse la cabeza.
Kris señaló los rollos de dólares.
—Asegúrate de que todo el mundo cobre. Y, Ester, si alguno de tus guardias hiciese algo que avergonzase al coronel, me estarían buscando un problema. ¿Podrías asegurarte de que comprendan que, mientras cobren de nuestros dólares y coman nuestra comida, deben...?
—Comportarse como es debido, claro —concluyó Ester con una sonrisa—. Sí, les haré saber que la abuela Ester no espera más que lo mejor de sus hombres.
Aquella no era exactamente la forma en la que Kris solía expresarse en un acto de servicio, y desde luego no era el modo en el que un coronel de la Marina hubiese expresado sus expectativas de disciplina en las filas. Sin embargo, todo marchaba lo mejor posible en aquella improvisada organización. Kris regresó a la base.
Por algún motivo, había corrido el rumor de que Tom necesitaba operarios y componentes mecánicos; la valla del almacén ya estaba rodeada de hombres y mujeres en marcha, buscando trabajo. Tommy identificó un gran edificio próximo al almacén (podía incluirse en el perímetro de la valla) para que hiciese las veces de taller de reparación. Uno de los recién contratados era el dueño de una empresa de camiones, que había quebrado, ubicada a medio camino del pueblo. Estaba deseando vender su inventario por diez céntimos de dólar. A Kris le incomodaba la idea hasta que el hombre admitió lo poco que iba a pagarle el banco por el embargo. Si Kris le pagaba, podría librarse de su deuda y encontrarse en posición de comprar el equipo de nuevo cuando la Marina se marchase.
Bajo aquellas condiciones, la fundación para granjeros desplazados no tuvo el menor problema en firmar un cheque y trasladar el equipo al interior de la valla.
Si bien el acuerdo se cerró en lo que dura un apretón de manos, el papeleo hizo que Kris tuviese que coordinar las secciones de suministro, finanzas y administración. Kris no tardó en descubrir por qué las dos primeras no querían tener nada que ver con la tercera. No le importaba que los suboficiales de las dos secciones, que normalmente hubiesen tenido que informar a la administración, se ocupasen de firmar todo el papeleo necesario. Pero conseguir el apoyo de Pearson se convirtió en una tarea hercúlea.