Authors: Mike Shepherd
—¿Qué está mirando, alférez? —gruñó mientras atacaba el contenido del plato.
Kris tomó una decisión al azar. Como hija de Billy Longknife, se le habían pasado por alto muchas cosas. Como alférez, quizá fuese una buena idea transmitirle sus intenciones al coronel.
—Nada, señor. Me preguntaba si podría solicitarle algo de ayuda o debería esperar al toque de oficiales.
—No voy a... —El coronel optó por no concluir la frase—. De acuerdo, Longknife, ¿qué quiere?
—¿Estoy al mando del almacén?
—Sí.
—Entonces debo informarle a usted, directamente.
—Como ya le dije.
—Hay un agujero en la valla del almacén, por donde un camión la atravesó ayer por la noche. ¿Con quién tengo que hablar para que lo arreglen?
—Pearson —gritó—. Venga aquí.
La teniente respondió a la llamada de su superior sin prisa. Después de ajustarse la ropa, se detuvo al lado de Kris, en el umbral de la estancia del coronel. Su «sí, señor» estaba teñido por una mezcla de dolor y desdén.
—La alférez aquí presente quiere que se arregle la valla del almacén.
—Tendré que inspeccionarla, señor. Es mi división la que supervisa el almacén.
—Ya no. Ahora es tarea de la alférez, suya y de ese novato pecoso.
—¡Señor! —Pearson estuvo a punto de chillar. Kris había escuchado gritos similares, agudos pero burocráticos, cuando su padre se llevaba una tajada del imperio de alguien. Esperó a ver quién llevaba las riendas en aquel puesto de mando.
—Ahora se ocupará esta joven del almacén. Usted puede quedarse con los otros dos alféreces. Quizá entre los tres puedan terminar sus políticas. —El coronel echó un vistazo a los huevos revueltos, pegó otro bocado y comió un poco de beicon—. Este desayuno está la mar de bien. ¿El cocinero es nuevo?
—Sí, señor —intervino Kris—. La oficial de segunda Blidon tiene experiencia entre fogones. Se ha ofrecido a supervisar la cocina. —Luego se volvió hacia Pearson—. Con permiso de la teniente.
—Mi tostada sabe igual que siempre —dijo Pearson con desdén.
—Pues estos son los mejores huevos que he comido en una buena temporada. Alférez, ¿quiere que asigne el comedor a su división?
—No si usted y la teniente no lo desean, señor. —Incluso la hija de un primer ministro podía aprender alguna que otra cosa sobre el tacto.
—Pues es lo que quiero. Además, a ver si pueden hacer algo con los dormitorios. Están sucios. Pearson, deriva el presupuesto de los anteriores responsables a Longknife y que se ocupe ella de gestionarlo.
—Si usted lo dice, señor.
—Creo que me he expresado con claridad. Y ahora fuera de mi vista, mujeres. Necesito afeitarme.
Kris saludó y se marchó. Pearson la detuvo en el recibidor.
—Recuerde, alférez Longknife, que voy a estar supervisando sus gastos, y que puede ir a la cárcel por apropiación indebida de fondos públicos, independientemente de su nombre.
—Sí, señora. Lo entiendo perfectamente —dijo Kris, y se alejó del cuartel general—. Nelly —susurró Kris—, ¿hay alguien formado en contabilidad que no tenga asignada ninguna tarea?
—No.
—¿Alguien tiene un contable en la familia? —Sospechó que otro recluta iba a odiarla por arrastrarlo a la profesión que había aprendido a odiar en las rodillas de su padre—. Así son las cosas, chaval —susurró a su próxima e imaginaria víctima.
Kris pidió a Nelly que informase al personal del almacén de que debía formar en una división, armada, a las ocho en punto. El uniforme del día era el traje de faena y ponchos impermeables. Rechazó la tentación de vestir a sus cinco marines con la armadura de combate. Por algún motivo, dudaba que aquel pesado equipo se fuese a emplear en misiones de paz. Kris delegó en Tom el comedor y los dormitorios, lo que le dejó suficiente tiempo para entrevistar a un par de oficiales de tercera que compartían el mismo punto de vista sobre contabilidad, gracias a sus respectivos progenitores. Kris respondió a la enérgica protesta de «no me he alistado en la Marina para contar judías» del oficial Spens indicando que aquella era la tarea que debía desempeñar, le gustase o no.
A las ocho en punto, Spens formó la división y la dirigió hacia el almacén; si había llegado a aprender instrucciones de mando, las había olvidado. Se inventó varios reemplazos creativos para poner en marcha a la división; las tropas captaron el mensaje, aunque no llegasen a mantener el paso.
—Marcad el paso, marcadlo —gritó Kris.
El «uno» fue bastante flojo, proferido por los marines en las filas posteriores. El «dos» ganó intensidad. Para el segundo «cuatro», hasta los más torpes se las habían apañado para acompasar sus pasos a los del resto.
—Elevad vuestras cabezas y mantenedlas erguidas —canturreó alguien desde las filas posteriores, en las que los marines marchaban firmes y orgullosos—. Somos soldados de la Marina. Uno, dos, tres, cuatro.
Sus reclutas, con la cabeza echada hacia atrás y los hombros estirados por el paso, se unieron a la cuenta movidos por su falta de experiencia, sin darse cuenta de que ya lo habían marcado los marines.
Spens, sin embargo, era plenamente consciente de ello. Esperó a que terminase una cuenta para incorporarse a las voces, concluyendo con la frase: «Somos soldados de la Armada». Bueno, un poco de polémica no hacía daño, y las tropas habían dejado de parecer cachorritos asustados para convertirse en reclutas de la Marina. Vale, unos reclutas muy mojados, pero de la Marina al fin y al cabo. Kris deseó que el coronel les hubiese escuchado. Quizá incluso habría sonreído.
Los civiles empezaron a aparecer alrededor de Kris, encorvándose para protegerse de la lluvia. Dirigieron sus miradas hacia las tropas que marcaban el paso, algunos con la boca abierta de par en par, otros con curiosidad. Algunos echaron un buen vistazo y salieron corriendo. ¿A quién dirigirían su mensaje? Kris no tenía ni idea. Pero le gustaba la idea de que extendiesen la noticia de que empezaba un nuevo día en el almacén.
A medida que se aproximaban, escucharon los gritos de la multitud que ya se encontraba en torno al almacén; gente reunida alrededor de la puerta y el agujero de la valla. Otros se les unieron a toda prisa desde el interior del patio del almacén. Al parecer, el edificio estaba bien cerrado; quienes habían conseguido colarse en el patio regresaron de vacío. Solo cuando la división se detuvo, Kris ordenó a Nelly que desbloquease el almacén.
Volvió su rostro para dar su primera orden real. Algunos la conocían; había hecho cuanto estaba en su mano para resguardarlos de la lluvia lo antes posible la noche anterior. Otros eran veteranos, estacionados en aquel lugar durante un mes... mucho tiempo para servir en el infierno. La observaron como ratas empapadas, preguntándose si podría llevarlos a algún lugar seco. Kris rememoró las arengas que había dado a las tropas en campaña, hizo un resumen y empezó:
—Soldados, no sé qué opináis del trabajo que habéis llevado a cabo hasta ahora. Quizá algunos estéis contentos. Puede que otros no. No importa. Hoy, aquí y ahora, damos comienzo a la misión en Olimpia. Ahí afuera hay gente hambrienta. Nosotros tenemos la comida. Y vamos a garantizar que estén alimentados. Aquellos que llevéis una temporada trabajando en esto, guiad a los novatos. Yo estaré rondando de aquí a allá. Si tenéis algún problema, avisadme. Si tenéis una solución, avisadme también.
»La mayoría de vosotros sois nuevos en la Marina. Si se os hubiese asignado al mantenimiento de naves, estaríais en un lugar seco y cálido. —Aquella frase despertó risas amargas—. Pero también seríais una ínfima pieza de la maquinaria, obedeciendo sin rechistar. Aquí, sois necesarios para salvar vidas.
»Estamos juntos en esto. Necesito ideas. Si se os ocurre una buena, descubriréis que se me da muy bien escuchar. ¿Alguna pregunta? —Kris pronunció las inevitables últimas palabras de aquella clase de discursos. Como era de esperar, no hubo ninguna.
«Suboficial, que la división rompa filas y se dirija a sus puestos. Asegúrese de que aquellos que necesiten tareas las reciban. —Ah, qué fácil sonaba aquello. Quizá hubiese funcionado con un puñado de buenos jefes. Su suboficial de tercera estaba tan superado por las circunstancias como ella. No obstante, lo dejó solo para que se ocupase como buenamente pudiera de las asignaciones mientras ella emprendía el primero de muchos paseos entre el barro y la lluvia.
La zona del almacén se abría a un gran muelle embarrado, con un rompeolas desde el que salpicaba agua. Sobre la vía férrea de la Marina, que se extendía a la izquierda, una nave de transporte vacía descansaba tras haber sido extraída del agua. Tenía el aspecto de una ballena varada, abierta y medio vacía. Los sacos de arroz y alubias estaban empapándose. Un joven soldado condujo a un grupo de reclutas para cargar con aquellos sacos de casi cincuenta kilos y llevarlos al almacén más próximo. Era un trabajo agotador; no podrían seguir llevándolo a cabo de aquella forma por mucho tiempo.
La gente se arremolinó en torno al agujero en la valla, bajo la intensa lluvia. Necesitaban comida, también trabajo. Y ella necesitaba manos para llevar la comida.
—Nelly, ¿puedo contratar trabajadores locales?
—No, señora. Esta misión no dispone de fondos para contratar a trabajadores locales. —Cómo no, aquella era la forma de trabajar de la Marina. Cuantos menos gastos destinase a las emergencias, más dinero tocaba para el resto de la flota. Kris había oído que algunos mandos incluso comisionaban una nave adicional, apostando a que aquellos gastos se amortizarían gracias a las emergencias.
—Señora —dijo alguien en voz baja a Kris mientras se dirigía hacia la valla. Kris se volvió, encontrándose con una mujer delgada, con el cabello gris, vestida con un chubasquero y un pañuelo—. ¿Es usted la nueva persona al mando?
—Sí —reconoció Kris; entonces, como la mujer parecía incapaz de responder, esta suavizó su respuesta—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me llamo Ester Saddik. Mi iglesia gestiona un comedor de beneficencia. Muchos hombres perdieron sus trabajos cuando las cosechas se arruinaron. Hay familias enteras pasando hambre. Nosotros nos aseguramos de que tengan una comida caliente al día.
—Es todo un detalle —le dijo Kris cuando esta parecía insegura acerca de cómo continuar. Si bien no estaba muy segura de si podía ayudarla, al menos sí podría escucharla mejor.
—No tenemos comida. —Kris sabía lo que iba a pasar a continuación; asintió. La mujer tartamudeaba—. Estábamos comprando comida a un hombre de la Marina, pero no tenemos dinero.
—¿Un suboficial de tercera? —preguntó Kris, recordando lo que había aprendido acerca de quién mandaba en el almacén. La mujer se encogió de hombros; los rangos eran un misterio para los civiles. Kris se preguntó si podría identificar al hombre, pero sospechaba que el culpable ya se habría marchado, si no había abandonado el planeta el día anterior. No, el problema de Kris era cómo seguir adelante, no mirar al pasado. Se retiró el agua de lluvia del rostro mientras contemplaba el problema. Estaba allí para dar de comer a la gente, pero no podía entregarla por las buenas. Era obvio que alguien lo había hecho, por un precio.
Pero yo soy una Longknife. Ay, qué bien.
—Nelly, ¿quién puede contratar trabajadores locales en misiones así?
—Las organizaciones no gubernamentales suelen ser las contratistas habituales de trabajadores locales. —La mujer escuchó, empapada a causa de la lluvia, mientras Kris continuaba su conversación con aquella inteligencia artificial.
—¿Tenemos alguna aquí?
—No.
Vaya sorpresa. Aquel lugar era un desastre, en todos los aspectos. Pero Kris había sido orientadora voluntaria en un campamento de verano para niños discapacitados el primer año de carrera y les había conseguido la exención de impuestos que les correspondía.
—Nelly, ¿qué hace falta para fundar una ONG?
—Ya he completado el papeleo para crear una. Antes de que la envíe al registro, ¿cómo debería llamarla?
—Nelly, eres estupenda. —Kris sonrió y la mujer, que permanecía inmóvil ante ella, esbozó algo parecido a otra sonrisa—. Llámala fundación Ruth Edris para granjeros desplazados —dijo Kris. Eso sí que alegraría a su bisabuela.
—Yo fui al colegio con una chica llamada Ruth Edris —murmuró la mujer—, hace mucho tiempo, en Hurtford. Éramos pura alegría, por aquel entonces.
—Yo he oído que mi bisabuela Ruth todavía lo es. Vivía en Hurtford mucho antes de que yo naciese. Nelly, ¿has enviado ya los papeles?
—Listo. ¿Cuántos fondos dedico a la fundación?
—¿Cuánto debería pagarte para que continúes con lo que estás haciendo? —le preguntó Kris a Ester.
—Si es necesario que me pague, estoy dispuesta a trabajar por un dólar terrestre al mes —contestó la mujer. Kris intentó no reaccionar a aquellas palabras. Con el salario semanal de su fondo fiduciario podría contratar a todas las personas del planeta durante un año. La última actualización de Nelly había costado dos meses de sueldo, y en dólares de Bastión—. Puedo reunir voluntarios para que trabajen gratis —continuó la mujer, confundiendo el silencio de Kris con desaprobación—. Si puede enviar la comida a las cocinas, un montón de hombres estarán dispuestos a trabajar para usted. No solo los de mi congregación. Hay muchos otros en el pueblo.
—Creo que tenemos un trato —dijo Kris rápidamente para tranquilizar a la mujer. Después añadió en voz baja a Nelly—: Pon cien mil para empezar. —Entonces se dirigió de nuevo a Ester—. Deja que informe de esto a mi superior. Nelly, ponme en contacto con el coronel.
—Hancock —escuchó a través del comuriicador al cabo de un instante.
—Coronel, aquí la alférez Longknife. Necesito consejo.
—¿Y espera que se lo dé yo? —Kris ignoró la pregunta y le comentó rápidamente lo que había hecho—. ¿Esa fundación para granjeros desplazados es una ONG de verdad? —preguntó cuando hubo acabado.
—Lo he corroborado con los mejores asesores legales —dijo mientras sonreía a Ester. En aquella ocasión, la anciana sí sonrió.
—Sí, podemos enviar comida para caridad, bancos de alimentos y cosas así, siempre y cuando una ONG supervise el proceso. Esta operación no es que sea muy popular en la Tierra, así que ya habrá observado que no hay ni medios ni ONG. Si dispone de una, adelante, alférez. —Y cortó la comunicación.
Kris extrajo una moneda de un dólar de Bastión de su bolsillo y se la entregó a Ester.