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Authors: Jan Guillou

Regreso al Norte (14 page)

BOOK: Regreso al Norte
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Erling y Ellen, los señores de la casa, padres de tres de los niños de sueños caballerescos, se deshicieron en halagos y atenciones para con sus huéspedes en el sitial principal. En dos ocasiones, Erling ya había alzado su copa para que todos bebieran a la salud del señor Eskil. A la tercera tenía la cara roja y tartajeaba un poco como de costumbre al solicitar un brindis por el señor Arn Magnusson.

A Sune Folkesson, uno de los cuatro niños, hermano de crianza en Forsvik y el que más había hablado sobre cómo eran los caballeros y a quién dirigían sus oraciones, se le iba despertando un gran sentimiento de desconfianza en su interior.

Y cuando el amo Erling continuó dando las gracias a la Virgen, puesto que había regresado un templario del Señor tras muchos años en Tierra Santa, la sala quedó completamente en silencio. El joven Sune Folkesson pidió que la tierra se abriese y lo tragase. El señor Eskil vio la duda entre la gente, y animó a todos con la mano mientras alzaba la jarra hacia su hermano Arn. Todos bebieron, atónitos.

Después del brindis se hizo un silencio sepulcral y todas las miradas se clavaron en Arn, que no sabía qué hacer y mantenía la mirada baja.

Eskil no tardó en aprovechar la ocasión, dado que ya había hecho suya la regla de Arn de explicar las cosas desagradables o importantes cuanto antes mejor.

Se levantó, alzó la mano sin necesidad para pedir silencio y habló brevemente.

—Arn, mi hermano, es el nuevo señor de Forsvik, de todas sus fincas, todas las aguas de pesca y los bosques con lo que contienen, al igual que de toda la servidumbre. Ciertamente no os quedaréis sin nada, amigos Erling y Ellen, puesto que os ofrezco Hönsäter en Kinnekulle, lo que no es peor sino mejor. Vuestro arriendo será, pues, el mismo que en Forsvik, aunque la tierra de Hönsäter produce más. En presencia de testigos os entrego a ambos ahora esta bolsa con tierra de Hönsäter.

Y dicho esto sacó dos bolsas de piel que manipuló torpemente, escondiendo una de ellas y colocando la otra en las manos de Erling y Ellen, y les enseñó cómo cogerla entre las cuatro manos para recibir el regalo a partes iguales.

Erling y Ellen estaban sentados con las mejillas encendidas. Era como si les hubiese sucedido un milagro. Erling, sin embargo, pronto despertó y gritó que le sirvieran más cerveza.

El joven Sune Folkesson consideró que ya no podía seguir en su papel de tímido con la mirada baja. Razonando que a lo hecho pecho y que rectificar es de sabios, se levantó y caminó con pasos decididos hasta el sitial principal, en donde se arrodilló ante el señor Arn.

Su padre adoptivo hizo ademán de levantarse para apartarlo pero desistió porque Arn lo detuvo con un gesto.

—¿Y bien? —dijo Arn, dirigiéndose con amabilidad al joven arrodillado—. ¿Qué tienes que decirme esta vez, amigo?

—Que no puedo más que arrepentirme de mis estúpidas palabras ante vos, señor. Pero no sabía quién erais, creí que erais un escud…

El joven Sune casi se mordió la lengua al darse cuenta tarde de que en lugar de enmendar el error lo había agravado. ¡Llamar escudero a Arn Magnusson!

—No dijiste nada estúpido, amigo mío —respondió Arn, serio—. Lo que dijiste sobre los caballeros no estaba equivocado, tan sólo algo abreviado. Pero recuerda que eres un Folkung que habla con otro Folkung, así que ¡levántate y mírame a los ojos!

Sune obedeció y, al ver de cerca las cicatrices del rostro de Arn, le sorprendió que su mirada pudiera ser tan dulce.

—Dijiste que querías ser caballero, ¿reafirmas tus palabras? —preguntó Arn.

—Sí, señor Arn. ¡Ese sueño me importa más que mi vida! —respondió Sune Folkesson con tanto sentimiento que a Arn le costó mantenerse serio.

—Bueno —dijo Arn mientras se restregaba los ojos—, en ese caso, me temo que serás un caballero por muy poco tiempo y no serás de mucha utilidad. Pero mi oferta es la que ahora te hago: quédate conmigo aquí en Forsvik y yo seré tu nuevo padre adoptivo y profesor. Y te haré caballero. Esta oferta también incluye a Sigfrid, tu hermano adoptivo. Hablaré con vuestro padre acerca de ello. Pensadlo esta noche. Pide consejo a la Virgen, o a san Jorge, y dame la respuesta mañana.

—Puedo darle la respuesta ahora mismo, señor Arn —exclamó el joven Sune Folkesson.

—Te he dicho que me respondas mañana después de una noche de oración —replicó Arn, levantando un dedo en señal de advertencia—. No digas nada más. Obedecer y rezar es lo primero que tendrá que aprender quien quiera ser caballero.

Arn miró con una seriedad fingida al niño, que en seguida se inclinó, se retiró e, inclinándose una vez más, dio media vuelta y echó a correr como una flecha hacia sus hermanos, al final de la mesa. De reojo, Arn vio con una sonrisa cómo empezaban a hablar apasionadamente.

La Virgen lo ayudaba en todo lo que le había pedido, pensó. Ya tenía a sus dos primeros discípulos.

Ojalá también le asistiese en lo más importante de todo, lo que ya estaba increíblemente cerca, a menos de una noche y un día.

En el centro de la isla de Visingsö, a sólo un tiro de piedra del camino entre el castillo de Näs al sur y el puerto al norte, crecían los lirios más hermosos de todos, azules y amarillos, como los colores de los Erik. Solamente a la reina Cecilia Blanka le estaba permitido cortar este regalo de Dios, so pena severa de látigo o peor para quien se atreviese a cortarlos por su cuenta.

A ese lugar se dirigía la reina junto con su más querida amiga, Cecilia Rosa, que era como la llamaban en el castillo del rey, en lugar de Cecilia Algotsdotter. A una distancia tras ellas cabalgaban dos doncellas. Hacía tiempo que se movían sin escolta, ya que la paz reinaba en el país desde hacía mucho y sólo había gente del rey en la isla.

Esa mañana, sin embargo, el interés principal de las dos amigas no eran los lirios. Tenían muchas cosas de que hablar, dado que sabían más de la lucha por el poder en el país que muchos hombres. Lo que ellas dos decidieran podría determinar que hubiese guerra o paz en el reino. Ellas tenían ese poder y ambas lo sabían. Al día siguiente sería el momento decisivo, cuando llegara el arzobispo con su séquito al consejo del rey.

Desmontaron al lado del camino un poco apartadas del campo de lirios, ataron sus caballos y tomaron asiento sobre unas rocas planas con inscripciones paganas, que habían sido arrastradas hasta allí para formar un lugar de descanso para la reina. Cecilia Blanka envió a las doncellas con un ademán, señalando severamente hacia los lirios.

Cecilia Rosa había evitado dar una respuesta a las cada vez más insistentes órdenes del canciller. Birger Brosa exigía que pronunciase los votos para ser abadesa e ingresar en su convento de Riseberga. Le había asegurado que en ese momento ella sería quien decidiese sobre Riseberga, tanto en lo espiritual como en lo comercial.

Los obispos estarían de acuerdo y sobre todo el nuevo abad de Varnhem, que era superior a Riseberga, el padre Guillaume, que veía en ello la voluntad de Dios si al mismo tiempo intuía oro y riquezas.

Así estaban las cosas. Si pronunciaba los votos, sería abadesa de Riseberga de inmediato. Pero la intención del canciller no era muy beata. Se trataba del poder y se trataba de la guerra o la paz. Durante los últimos años, Birger Brosa había defendido la idea de que el juramento de una abadesa sería tan bueno como la confesión y el testamento de otra.

La malvada madre Rikissa, la misma que había hecho sufrir a Cecilia Blanka y a Cecilia Rosa durante tantos años en Gudhem, había cometido perjurio en su lecho de muerte. En su confesión había asegurado que Cecilia Blanka había pronunciado los votos el último año de su estancia en Gudhem, lo cual implicaría que todos los hijos del rey Knut Eriksson habían nacido en pecado. Erik, el mayor, no podría heredar la corona si esa mentira fuese dada por cierta.

Si Cecilia Rosa era elegida abadesa y juraba que la reina jamás había pronunciado los votos, sino que sólo había seguido siendo una de las familiares en Gudhem, eso resolvería todo el problema. Ésa era la idea de Birger Brosa.

Al canciller no le faltaba razón con su exigencia. Jamás la había abandonado, aunque Cecilia Rosa nunca pudo entrar en el lecho nupcial con Arn, como era su intención y estaba decidido, y en su lugar ambos fueron castigados con veinte años de penitencia. También había acogido a su hijo Magnus, nacido en pecado, como hijo propio al principio y luego como un hermano menor. No solamente lo había educado en Bjälbo, sino que también lo había introducido en el concilio como un miembro de su linaje. Además había hecho mucho para aliviar los sufrimientos de Cecilia Rosa bajo el mando de Rikissa. La había apoyado y ayudado como si ella y su hijo perteneciesen realmente al linaje de los Folkung, aunque sólo era una pobre penitente. Ahora, por tanto, tocaba pagar esa factura.

No era fácil contradecir la inteligencia de esos nítidos pensamientos, en eso estaban de acuerdo las dos Cecilias. Cecilia Rosa sólo pudo presentar una fuerte objeción ante el canciller. Decía que no podía pronunciar esos votos de convento, porque ella y Arn se habían jurado fidelidad y que después de la penitencia completarían lo que había sido interrumpido por rumores y leyes severas a partes iguales. Sería faltar a la palabra; sería pisar el juramento de Arn Magnusson.

Durante los primeros años después de acabada la penitencia, Birger Brosä había aceptado esa objeción, a regañadientes empero. Había asegurado muchas veces que él también deseaba y pedía que Arn Magnusson regresara ileso, puesto que para cualquier reino un guerrero de esa valía sería de gran utilidad. Un hombre así debería ser mariscal del consejo del rey, especialmente siendo un Folkung.

Pero ya habían pasado más de cuatro años desde el fin de la penitencia y no se había sabido nada más de Arn tras sus grandes victorias en Tierra Santa, que había explicado el difunto padre Henri. Actualmente, los cristianos habían perdido Jerusalén y miles y miles de guerreros cristianos habían caído sin que se supieran siquiera sus nombres.

No obstante, Cecilia Rosa nunca perdió la esperanza, todas las noches dirigía las mismas súplicas a la Virgen por el pronto regreso de Arn. Pero había un límite para la paciencia, al igual que para la esperanza. ¿Podría presentarse al día siguiente ante el consejo, ante el rey, el canciller, el mariscal, el tesorero, el arzobispo y los demás obispos y decir que no podía aceptar la vocación de ser abadesa porque el amor hacia un hombre era mayor? No, era un comportamiento difícil de imaginar. En cambio era fácil imaginar el escándalo que se armaría. Al fin y al cabo, el amor no era lo más grande de todo. Más importantes eran la lucha por el poder y la disyuntiva entre guerra y paz en el reino.

Cecilia Rosa jamás había expresado con tanta claridad y con tanto desaliento esta idea como lo hizo en ese momento. Cecilia Blanka la tomó de la mano para consolarla y ambas quedaron abatidas y calladas.

—Para mí habría sido más fácil —dijo finalmente la reina—. No soy como tú, jamás he amado a nadie más que a mí misma o a ti. Te envidio esos sentimientos, ya que me habría gustado conocerlos, pero no envidio la decisión que ahora tendrás que tomar.

—¿Ni siquiera amas al rey Knut? —preguntó Cecilia Rosa, aunque ya conocía la respuesta.

—La mayor parte de nuestra vida ha sido buena, le he dado una hija y cuatro hijos que viven y dos que murieron. No todo fueron alegrías y dos de los partos fueron horribles, como sabes. Pero no tengo derecho a quejarme. Piensa que tú pudiste vivir el amor y tuviste un hermoso hijo en Magnus. Tu vida podría haber sido mucho peor.

—Sí —respondió Cecilia Rosa—, Imagina que la guerra contra los Sverker hubiese acabado de otro modo y hubiésemos tenido que quedarnos para siempre en Gudhem. Tienes razón. Es injusto quejarse si la pena no es más grande que la que tenemos. Y siempre nos quedará nuestra amistad, aunque yo pronto lleve la toca y una cruz en el pecho.

—¿Quieres rezar por última vez a Nuestra Señora por una salvación providencial? —preguntó la reina Cecilia Blanka. Pero su amiga clavó la mirada en el suelo y negó lentamente con la cabeza. Era como si sus oraciones se hubiesen acabado a pesar de todo.

Desde los muelles del norte se acercaban a paso lento tres jinete?, pero las dos Cecilias no repararon en ellos, puesto que se esperaban muchos jinetes ante la reunión del consejo.

Las dos doncellas acababan de regresar del campo con los brazos llenos de las flores más hermosas y las entregaban riendo a la reina y a su amiga. Ambas tuvieron más lirios de los que pudieron llevar. La reina Blanka, como la llamaban, ordenó que buscasen unas cestas para dejar descansar los lirios. Si se mantenían en brazos durante mucho rato, se marchitaban fácilmente, como si odiasen la cautividad entre los hombres. Echó una mirada casual hacia los tres jinetes, que ya estaban muy cerca. Eran el tesorero el señor Eskil, algún noruego y un Folkung.

Yde repente se quedó paralizada por una sensación maravillosa que más tarde nunca pudo explicar. Era como una brisa o un aviso de la Virgen. Tocó ligeramente con el codo el costado de Cecilia Rosa, que estaba vuelta hacia las doncellas que se acercaban con las cestas.

Cuando ésta se volvió, primero vio a Eskil, a quien conocía bien. Un instante después vio a Arn Magnusson.

Arn desmontó de su caballo y se acercó lentamente hacia ella. A Cecilia se le cayeron todos los lirios y dio un paso confuso a un lado, como para no pisar las flores.

Ella le tomó las manos y se las estrechó, pero no pudo pronunciar palabra. Él también parecía completamente mudo; intentó mover la boca pero ni una palabra salió de entre sus labios.

Yambos cayeron de rodillas cogidos de las manos.

—Durante todos estos años he suplicado a Nuestra Señora por este momento —dijo finalmente con voz insegura—, ¿Tú también lo hiciste, Cecilia, amada mía?

Ella asintió con la cabeza y contempló su rostro maltrecho, se sintió llena de una compasión tremenda por las increíbles privaciones que se podían entrever tras todas esas lívidas cicatrices.

—Demos, pues, gracias a Nuestra Señora porque nunca nos abandonó y porque jamás perdimos la esperanza —susurró Arn.

Bajaron sus cabezas en oración a la Virgen, que tan claramente les había demostrado que nunca debe perderse la esperanza y que el amor en verdad es más fuerte que la lucha por el poder, lo más fuerte de todo.

III

E
n el peñón del rey, aquel día sería recordado como el de la Gran Tormenta. Pocas veces se había visto a Birger Brosa tan enfadado. Aquél, que era conocido ante todo por mantener el tono tranquilo incluso en las conversaciones más difíciles, armaba ahora un gran escándalo que se podía oír por todo el castillo.

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